Los "acentos" no verbales, los pequeños gestos y expresiones que delatan de dónde eres

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Es sencillo reconocer a un turista. Su lento deambular, su ropaje, sus cámaras, su aspecto extraviado, su eterna expresión de asombro, su ingenuidad. Lo excepcional de su aspecto pasa desapercibido en centros neurológicos del turismo, como la Fontana di Trevi o la Torre Eiffel, pero resulta de lo más llamativo en entornos menos acostumbrados a los visitantes. Nosotros, otros turistas, los reconocemos de inmediato. Y escudriñamos su apariencia con fascinación. ¿Llevaremos también la palabra "turista" impresa en la frente?

La anterior situación resultará familiar a casi todos los lectores. Pero hay otra, más imperceptible, más sutil, que seguramente todos hayamos experimentado sin darnos cuenta. El fugaz instante en el que reconocemos a un connacional sin que siquiera haya abierto la boca. Sus gestos, su vestimenta, su forma de caminar. Elementos que delatan su origen, idéntico al nuestro. No es necesario que un español abra la boca en el Hermitage de San Petersburgo para que otro español lo reconozca.

Hay algo que lo delata. Un acento no-verbal.

Por un lado parece intuitivo. Si nuestra forma de hablar está marcada por inflexiones y expresiones características de nuestro entorno geográfico, ¿por qué no habría de suceder lo mismo con nuestro lenguaje no verbal? Al fin y al cabo todos contamos con una serie de gestos y expresiones tan universales (cruzarse de brazos, colocarlos en jarra, poner una pierna encima de la otra, fruncir el ceño) como personales, pequeños tics y automatismos involuntarios que forman parte de nuestra personalidad, de nuestra forma de ser y de comunicarnos con los demás.

Interesadas por esta cuestión, dos investigadoras de la Universidad de Georgetown, Abigail Marsh y Hillary Elfenbein, reunieron a un grupo de estadounidenses y los enfrentaron a una batería de fotografías. En ellas se retrataba a dos grupos de personas, japoneses por un lado y japoneses-americanos por otro. La idea era la siguiente: dado que posaban con ropajes similares y eran étnicamente idénticos, el único modo en que los participantes podrían distinguirlos sería a través de sus gestos y sus expresiones no-verbales. Si es que podían, en todo caso.

japonés (chuttersnap/Unsplash)

El estudio arrojó resultados fascinantes. Los "acentos" no-verbales delataron el origen de cada uno de los fotografiados con una precisión muy por encima de la casualidad. Los participantes lograron predecir el origen de los sujetos fotografiados en función de sus expresiones emocionales (ira, alegría, tristeza, etcétera). Cuando sus gestos tendían a la neutralidad (un rictus serio), los acentos culturales desaparecían, por lo que el grado de acierto de los estadounidenses disminuía. Eran capaces de diferenciar entre un japonés y un japonés-americano en función de su lenguaje no verbal. Aunque sus expresiones no tuvieran nada de particular (las autoras estandarizaron los gestos).

"Nuestros hallazgos indican que las expresiones faciales pueden contener acentos no verbales que identifican la nacionalidad o la cultura de quien los expresa. Las diferencias culturales se intensifican durante el acto de expresar emociones, antes que residir en características faciales u otros elementos estáticos de su apariencia. Esto sugiere que las posiciones extremas en relación a la universalidad de las expresiones emocionales son incompletas", resumieron en sus conclusiones.

Dos teorías sobre nuestros gestos

¿Universalidad de las emociones? A principios de los años setenta, dos psicólogos estadounidenses, Paul Ekman y Wallace V. Friesen, viajaron a Papúa Nueva Guinea en busca de respuestas sobre el carácter universal o particular del lenguaje corporal humano. La isla es un campo de pruebas irrepetible para muchos antropólogos y científicos por su carácter remoto y aislado. Son decenas las tribus que viven aún hoy sin contacto con el resto de la humanidad, por lo que representan un grupo de control impagable para descubrir qué hay de universal en todos nosotros.

Lo que descubrieron marcaría las investigaciones sobre las expresiones no verbales durante décadas. Tras escuchar historias con una determinada carga emocional, los miembros de aquellas tribus fueron capaces de asociar aquellas emociones a imágenes universalmente expresivas. Los papuanos también identificaban en la sonrisa un motivo de alegría, en el ceño fruncido una nota de enfado, y en los labios caídos una señal de tristeza. Había pues una "universalidad" en nuestra forma de expresarnos.

La idea no era nueva. Había sido planteada por Darwin ya en el siglo XIX. Peor aquel estudio y otros que le sucedieron (Ekman se convirtió en una personalidad de gran influencia, llegando a moldear al personaje principal de la serie Lie to Me, basada en sus investigaciones sobre el lenguaje no verbal) le daban cobertura científica. Pese a las particularidades culturales y al dispar desarrollo de los distintos grupos humanos, podíamos llegar a un punto comunicativo común a través de nuestros acentos gestuales, pequeños movimientos que derribaban las barreras culturales.

acento (Audrey Odom/Unsplash)

Desde entonces la investigación ha avanzado. Y también ha evolucionado. Lo ilustra este reportaje de la BBC sobre el asunto. A los pocos años de su experimento sobre los acentos que diferenciaban a los japoneses de los japoneses-americanos, Marsh y Elfenbein realizaron otro estudio de similares características. En esta ocasión, otro grupo de estadounidenses fue capaz de identificar a los australianos a partir de su saludo (al parecer muy característica), de sus sonrisas o de su forma de caminar. De nuevo, la cultura se abría paso a través de los gestos no verbales.

Las evidencias son variadas. Un equipo de la Universidad de Glasgow ha desarrollado un ordenador capaz de generar pequeñas y sutiles expresiones faciales características de unas y otras culturas del mundo (más de sesenta). La efectividad de su algoritmo quedó patente cuando un grupo de asiáticos reconoció con facilidad los gestos afines a su cultura generados por ordenador, pero tuvo más difícil identificar aquellos asociados a los países occidentales. No queda lejos el día en que podamos calificar y simular mediante inteligencia artificial los distintos "acentos" de todas las culturas humanas. Acentos puramente visibles en nuestras caras.

Incluso la forma de caminar o los orgasmos, elementos a priori menos cargados culturalmente, desvelan nuestros orígenes. Aunque sea mediante detalles casi imperceptibles. Porque no se trata sólo de la cara: un estudio descubrió que somos capaces de entrever si un tenista ha ganado o perdido un punto no en función de su expresión facial, sino del lenguaje de su cuerpo (una determinada postura, una forma de colocar los brazos y las piernas específica). Todo ello relativiza la idea de una "universalidad" en nuestro lenguaje corporal y subraya nuestras particularidades.

¿Debería extrañarnos? Lo cierto es que no. Los acentos no verbales funcionan de un modo similar a los acentos verbales. Quedan definidos por el entorno en el que nacemos y en el que socializamos desde nuestra infancia. Nuestro cerebro los absorbe por mímesis (igual que ceceamos o seseamos en función de si nuestra familia o compañeros de escuela lo hacen), y nos acompañan durante el resto de nuestra vida. Sólo cuando nos extraen de nuestras burbujas culturales apreciamos su singularidad, lo excepcional de su naturaleza.

Exactamente igual que los acentos verbales. Sólo que aún más intrincados y fascinantes.

Imagen: Andrea Piacquadio/Pexels

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