«Los ordenadores son inútiles. Sólo pueden darte respuestas», decía Picasso según se le atribuye, en edad avanzada, con su obra mundialmente consolidada. Esta frase perversa no hace referencia a un desprecio por la tecnología, sino por la limitación emocional de la misma. Pero en la tecnología encontramos respuestas. Sólo hay que saber hacer las preguntas correctas.
¿Pueden los algoritmos sustituir el alma de los genios? ¿Pueden crear obras de una certeza, como en el caso del famoso de Next Rembrandt, afín a los propios autores, o simplemente imitar? ¿No es toda la historia del arte un pastiche de viejas fórmulas rediseñadas, en un constante repetir, depurar y reciclar?
El arte no tiene barreras
Quien habla en el vídeo es Daito Manabe. Como músico y DJ, lleva 25 años de producción y exploración sonora, dejándose ver con creativos de vanguardia como Squarepusher o Flying Lotus. Como artista performático unos cuantos menos, pero ya es considerado uno de los artistas más importantes en activo. Videomixer, programador, diseñador —incluyendo escenarios y vestuarios—, los tentáculos del japonés nacido en 1976 van algo más allá de la simple curiosidad. Graduado por el Departamento de Matemáticas en la Universidad de Ciencias de Tokyo, vinculado al prestigioso instituto IAMAS y, más recientemente, al MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), su obra está íntimamente ligada al progreso tecnológico.
El deconstructivismo con las formas clásicas de uno —Picasso— y el reconstructivismo de otro —Manabe—, llevando a drones a imitar una coreografía y, a su vez, a bailarines a hacer lo mismo, confluyen de una manera curiosa: un artista puede crear cualquier cosa cuando dispone de los medios adecuados. No existen barreras más allá de las que uno mismo crea. No lo digo yo, lo dice el propio Daito: «con la tecnología, uno mismo puede hacer sus instrumentos, incluso también nuevos formatos. Cada vez que sale una tecnología, lo que se consigue constantemente es darles a los artistas una nueva oportunidad para crear».
¿Música con zapatillas? ¿Y por qué no?
Si algo han dejado claro aquellos músicos que forzaron los límites es que, más allá de la pintura, la arquitectura o la imagen, la expresión artística sigue existiendo. Pero, ¿y si las composiciones las produjeran, íntegramente, elementos tecnológicos? O mejor aún, ¿y si convirtiéramos en instrumentos musicales aquellos objetos que, a priori, no lo son?
La obra de Manabe se caracteriza por coquetear en ese filo entre el mero experimento informático y la creación artística. Quizá esta sea la razón que ha propiciado su éxito, pinchando en festivales como el Sónar de Barcelona o exponiendo en proyectos como el Transmediale de Berlín. Algo tan cotidiano como unas zapatillas de deporte son usadas como hardware para disparar sonidos de batería. ¿No movemos los pies al ritmo cuando bailamos? Manabe lleva este concepto a su literalidad máxima: crear música con unas zapatillas, pero no simplemente sampleando el sonido que producen, sino convirtiéndolas en herramientas de creación, en instrumentos que se puedan enchufar y configurar y afinar.
Más agresivos son sus shows interactivos, donde combina videomapping —una técnica que consiste en proyectar animaciones o imágenes sobre superficies reales— con danza contemporánea. A través de su estudio creativo Rhizomatics, donde trabaja tanto en diseño web, gráfico, interactivo como arquitectónico, Manabe desarrolla proyectos intelectuales para artistas como el trío japonés ‘Perfume’.
Personas y música, personas y tecnología
La personas siempre son la parte esencial de la ecuación. «Decidí que tenía que empezar a utilizar la tecnología para mi producción de obras. Primero pasé de la música a la imagen. Y luego justo al revés: de la imagen a la música. Mi curiosidad fue evolucionando, de personas y música, a personas y tecnología. En mi obra, la tecnología se usa en todas partes de una manera que nadie había hecho nunca».
Manabe puso en práctica esta teoría a través de su proyecto ‘24 Drones’, una actuación donde conviven sobre el escenario 24 drones con un grupo de 3 a 5 bailarines. Manabe nunca deja de lado su pensamiento técnico, matemático: en esta performance se analizan los movimientos de los bailarines y, así, se intentan recrear en los drones. Algo similar a la captura de movimiento en actores de videojuegos, pero llevando la interactividad un paso más allá, conviviendo sobre las tablas. Se da, por tanto, una relación al más alto nivel, casi una comunión íntima entre bailarín y drone.
Pero que un enjambre de cachivaches voladores emule una danza lenta no es la meta final del artista japonés. A través de las cámaras de los drones se disparan patrones de vídeo: modelos 3D de las propias bailarinas digitalizadas, que explotan en miles de píxeles, láseres y proyecciones de malla sobre las superficies del escenario. En conjunto es como viajar a las entrañas mismas de Internet, como si de ‘Serial Experiments Lain’ se tratase.
Con estos juegos de luces imposibles, con estas deformaciones de la realidad, lo que crea Daito Manabe es una nueva forma de espectáculo. La tecnología no se usa como fin, sino como herramienta, un instrumento más para provocar nuevas sensaciones y nuevos estilos artísticos.
La IA crea obras que no se nos ocurrirían a nosotros
Teorizando, se podría decir que una Inteligencia Artificial asume un aprendizaje lento pero firme, que adquiere conocimientos a través de un pensamiento lógico. Las máquinas pueden imitarnos, pueden bailar, pueden ejecutar piezas imposibles; pueden hacer cualquier cosa que sepamos enseñarles. Pero también aprenden por ellas mismas.
Dice Manabe: «la inteligencia artificial ha empezado a imitar lo que hacemos las personas, como reconocer las letras o la posición de las caras. Ya están generando creaciones muy características de ellas mismas, cosas que no se nos ocurren a nosotros». La clave está en la sutilidad. «Los ordenadores son creativos constantemente», decía, hace algunos años, Margaret Boden.
Ya en los años 50 se crearon simuladores que imitaban el comportamiento de las personas. Un juego de damas programado por Arthur L. Samuel y otro de ajedrez por el ingeniero Claude Shannon despertaron la primera Inteligencia Artificial, actuando como jugador contrincante.
Pero estaban limitados, usaban un árbol de opciones finito, el algoritmo Minimax: juegos de suma cero, o lo que vendría a ser que la máquina, evaluando todos los movimientos posibles, elige el mejor movimiento entendiendo que nosotros haremos lo mismo, minimizando la pérdida y obteniendo ventaja porque te nos ha, digamos, limitado. Ya en 1997 el superordenador Deep Blue jugó y venció al prestigioso ajedrecista Gary Kasparov, proporcionando a IBM un status de empresa líder.
La Inteligencia Artificial aplicada al arte podría resultar en obras completamente inéditas, de un componente que nos es ajeno a las personas. Donde nosotros aplicamos el azar ellos aplicarían un caos algorítmico. Las máquinas encontrarían sus propias formas de belleza, su sentido estético. «Creo que va a ser un gran escenario artístico en el futuro», sentencia Daito Manabe.
¿Arte tecnológico o tecnología artística?
Hace un par de años el mundo conoció a eDavid, un robot pintor que analizaba las obras y las imitaba con precisión milimétrica, tomando referencias de la luz ambiental, el tipo de trazado, etcétera. Diseñado por un equipo de la Universidad de Konstanz en Alemania, e-David era el primer robot del mundo capaz de adaptar su técnica. Su diseñador jefe, Oliver Deussen, contaba como un simple brazo hidráulico, un robot de pistones, pasó de las placas de soldaduras al lienzo y los pinceles.
De manera educada y comedida, corrigiendo imperfecciones, hasta entregar una obra viva, eDavid no era el primero, pero sí el más inteligente. Ya existían robots pintores, como The Painting Fool, o copiones, como el brazo gemelo que presentó el artista Alex Kiessling en su performance ‘Long Distance’, pero el verdadero logro de eDavid estaba en su análisis de la luz, la clave para entender la pintura a través del ojo humano.
Giles Walker profundizó en la erótica de los robots a través de sus performance ‘Peepshow’ y su colección ‘Kinetics’. Walker ponderó sobre si podría caracterizar de cierto atractivo sexual a una simple cámara de circuito cerrado para vigilar un local. Las disfrazó de bailarinas, y para el movimiento utilizó motores de limpiaparabrisas V12, un sistema de luces DMX y un PC para programarlo todo.
Y, como ellos, cientos. El arte tecnológico, como extensión del arte robótico, se abre paso hacia un mundo híbrido de interacción entre humanos y máquinas. Pero no se trata de eso que se viene diciendo décadas, la misma canción que llevamos escuchando desde hace tanto tiempo. Es el creador, el programador o el científico, el que tiene en sus manos transformar el arte por medio de la tecnología. Y no al revés. Al menos de momento. No olvidemos aquella otra frase de Camus en 'El Extranjero': «la máquina está al mismo nivel del hombre que camina hacia ella».