Unas semanas después de su estreno en Netflix, 'A los gatos, ni tocarlos: Un asesino en internet' sigue brillando como una de las mejores reflexiones sobre internet, su poder, sus abismos y sus carencias. Y lo hace usando un género, los true crime o documentales sobre crímenes reales, que ha alcanzado cierta relevancia gracias sobre todo a la red. El género existe desde el siglo XVI, y ha tenido encarnaciones tan populares como las murder ballads, el clásico de Capote 'A sangre fría' o revistas sensacionalistas norteamericanas como 'Hush-Hush' o 'Scandal'.
Pero en el siglo XXI viven una renovada existencia gracias a la red. Por una parte, podcasts tan notorios como el fundacional 'Serial' de 2014 y otros que le siguieron como 'Dirty John' o 'My Favorite Murder' que son los herederos de la crónica de sucesos de toda la vida. Y por otro lado está el poder de las redes sociales, que combinada con la narrativa seriada y adictiva del enfoque de plataformas de amplio calado entre los fans del género como Netflix o HBO, convierte a los espectadores en detectives aficionados que contrastan, comentan y siguen la pista a los criminales reales de los casos retratados.
Así, cualquier documental true crime tiene el punto de cinismo inevitable de una crónica de sucesos: denuncia hechos delictivos terribles, pero no esquiva los detalles más morbosos y violentos de los casos, con el fin de enganchar a los lectores / oyentes / espectadores. Denuncian y advierten, pero parecen estar, en el fondo, rezando para que no dejen nunca de producirse estos casos y así poder seguir explotándolos. Una mirada un poco de falsa resignación, con el tonito de "ojalá estas cosas no pasaran; pero pasan, y nosotros estamos aquí para contarlo".
'A los gatos, ni tocarlos' da un paso más allá en ese sentido. Su conclusión, que ha sido duramente criticada por su abierto cinismo, mira directamente a los ojos del espectador y le espeta que su interés en los crímenes, en programas como el propio 'A los gatos, ni tocarlos' es lo que crea monstruos fascinantes y horribles como Luka Mignotta, núcleo de atención en esta fría e hipnótica producción de Netflix. ¿Maniobra comercial, arrebato de autocrítica o disparo al aire?
'A los gatos, ni tocarlos': el true crime que siempre cae de pie
Esta miniserie en tres capítulos de Mark Lewis (que ha dirigido documentales muy variados, solo alguno relacionado tangencialmente con internet, como 'Silk Road: Drugs, Death and the Dark Web', sobre el conocido como "Amazon de las drogas ilegales") se adentra en la búsqueda de un asesino, partiendo de un suceso inquietante: la grabación de la sádica ejecución de unos gatitos en vídeo, que es posteriormente subido a internet.
Con un planteamiento que roza la comedia involuntaria, un grupo de detectives aficionados de la red se organiza a través de un grupo de Facebook para identificar al asesino. Las pistas van brotando, y pronto comienzan a descubrir detalles sobre el potencial verdugo de felinos que esconden una realidad mucho más oscura: una personalidad egomaniaca y narcisista que va a más y comienza a jugar con nuestros protagonistas al gato y al ratón.
El éxito y la repercusión de este documental se debe sin duda a ese enfoque, siguiendo en todo momento los descubrimientos de los internautas, pero no carece de fisuras morales. Por ejemplo, cuando nuestro sospechoso comete un crimen real, se le presta casi menos atención que al asesinato de los pequeños felinos, demostrando una asombrosa falta de humanidad, pero coherente con el mensaje de la producción (ahí está el título de la miniserie, bien claro), que se inclina a una visión del caso ciertamente cínica.
Las mayores críticas que ha recibido 'A los gatos, ni tocarlos' hacen referencia a esto, que se redondea en el mencionado plano final, donde una de las investigadoras hace partícipe al espectador y a su búsqueda de morbo real de una parte de culpa de que estas cosas ocurran. ¿Es nuestra devoción por los crímenes reales lo que propicia la aparición de personalidades perturbadas y narcisistas como la de Mignotta? Es una pregunta que plantea el documental y no los protagonistas, que por el desarrollo de la historia no parecen estar demasiado capacitados para planteárselo, ya que están tan dentro de ese abismo de sensaciones amortiguadas por las pantallas como el propio asesino.
Pero hay más críticas: muchas de ellas afirman que el documental deja de lado, obvia o amortigua determinadas cuestiones para hacer más claro su discurso. Todo lo relativo a Jun Lin, la víctima humana que llama la atención de las autoridades y que encontró un final mucho más terrible de lo que detalla el documental, ya que no solo fue despedazado y algunas partes de su cuerpo fueron enviadas a partidos políticos y escuelas de Vancouver, sino que su cabeza acabó abandonada en un parque público de Montreal.
Hay también razones para creer que la motivación de los crímenes pudo ser de tipo racial: el gobierno chino advirtió a sus compatriotas que vivieran en Canadá, tras el descubrimiento del cuerpo de Jun Lin, que tuvieran precaución, ya que era el segundo asesinato de un estudiante chino en un año. El primero fue en abril de 2011, en Toronto. Esta posible motivación racial se oculta en el documental para incidir en el culto a la personalidad, pintada como enigmática e incomprensible, del asesino.
Fascinación por el criminal
Esto último incide en una característica que comparten muchos true crime, y cuya discusión supone un debate ético que está lejos de resolverse: la fascinación por el mal. Por eso apenas se nos proporcionan datos biográficos sobre Luka Magnotta, contribuyendo al halo de misterio que lo rodea, sin entrar en detalles sobre una personalidad que posiblemente lo convertiría en un asesino en serie más, y no en un villano total y absoluto... que empezó matando animales, como tantos y tantos asesinos en serie.
El documental no profundiza en dolencias psicológicas que pueden haber llevado al asesino a cometer los crímenes, lo que contribuye a ese aire misterioso, lejos de algo tan cotidiano como es una enfermedad mental. Estas dolencias fueron estudiadas y usadas como prueba en el juicio: solo un mes antes del juicio, Magnotta acudió al psiquiátrico porque le costaba dormir, lo que le estaba conduciendo a un estado de crispación e irritación considerables. Magnotta estaba bajo observación psicológica desde los 17 años, cuando había empezado a oir voces en su cabeza, lo que explica por qué en las declaraciones a la serie, su madre parece más triste que impactada con los detalles del asesinato.
Sin embargo, 'A los gatos, ni tocarlos' prefiere sumergirse en una investigación que no es tal, detallando unas pesquisas llenas de huecos de lógica y saltos en el tiempo (las deducciones de los detectives aficionados nunca se desgranan, sino que los resultados aparecen de golpe y porrazo), y añadiendo detalles más bien peliculeros, como la obsesión del asesino por el cine de suspense y las ridículas pistas en forma de cartelería que va dejando en sus vídeos, y cuyas conclusiones asociadas no hay quien se las crea.
'A los gatos, ni tocarlos' tiene razón: todos somos culpables de haber llegado a un punto en el que nuestra comprensible fascinación por los asesinos en serie ha llevado a una mitificación que en muchos casos tiene una moral dudosa. Que esa acusación se haga desde un propio documental true crime es solo la morbosa guinda del pastel. Pero el juego de espejos no debería impedirnos reflexionar sobre nuestra responsabilidad como espectadores.
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