Estos días, cuando uno entra a Netflix, lo primero que se encuentra es con su logo ensangrentado y unas notas terroríficas que sonarían a gusto en el 'Psicosis' de Hitchcock. Poco después, en la discreta y elegante barra de la izquierda (donde podemos elegir Series, Películas, Mi Lista…) hay una novedad: una calabaza de Halloween. Allí, destacada antes que ninguna, se encuentra una morada singular; una morada "sin bondad, jamás pensada para ser habitada, un lugar que no encajaba ni con la gente, el amor o la esperanza"; una morada que una escritora extraordinaria, Shirley Jackson, lanzó al mundo allá por 1959, mientras la ansiedad, la enfermedad y las adicciones iban menguando la luminaria de su mente y de su alma.
Ahora, por arte y gracia de Netflix, esa terrorífica mansión ha resucitado en el siglo XXI. Y lo ha hecho para contradecir su propia naturaleza y demostrar que incluso en la oscuridad más absoluta "la gente, el amor y la esperanza" pueden florecer.
El impacto ha sido tan brutal en el público, que los termómetros del amor digital por la ficción han desbordado su mercurio. Camino de los 50.000 votos en IMDB, 'La maldición de Hill House' es ya una de las series mejor valoradas de todos los tiempos, con un 9.0 de nota media. Algunos de sus episodios, como el espectacular quinto capítulo, 'La mujer del cuello quebrado', disparan esos guarismos al 9.6.
'Hill House' apasiona allí por donde pasa. Ha hecho tuitear a Stephen King una laudatoria que tiene a su director, Mike Flanagan —fan acérrimo del genio de Maine y director de una de las mejores adaptaciones cinematográficas de su obra: 'El juego de Gerald', también para Netflix—, flotando entre las nubes. El agregador Rotten Tomatoes refleja, con 71 críticas contabilizadas, una recepción extraordinaria, con una valoración media por parte de los especialistas de 8.4 y un 93% de críticas positivas. Muchas de ellas incluyen la frase "la serie de año'. Hill House huele a Emmys a kilómetros, a arrasar en los premios de la televisión con la misma intensidad que ese ciclón del audiovisual que es 'Juego de tronos'.
Sin embargo, todo este éxito encubre lo que me parece realmente apasionante de 'Hill House': cómo resume y retrata el plan maestro de Netflix para convertirse en la reina de la ficción; en la casa de las historias; en el Amazon del ocio. 'La maldición de Hill House' no deja de ser el roto para un descosido que debía cubrir un desgarro en una fecha clave para el consumo de ficción mundial globalizada: Halloween.
Netflix había comandado esta fecha con mano de hierro durante dos años consecutivos con 'Stranger Things';. Pero este año tocaba capear la sesión de las calabazas sin esa carta maestra. El as en la manga ha resultado ser una serie que supera, de largo, a aquella de la que era supuesta telonera. Una serie, que según ha deslizado su creador, se prepara para afrontar múltiples temporadas, probablemente con un formato antológico que no melle, por agotamiento, la huella indeleble que ya ha dejado la familia Crane en la cultura pop.
Xataka me ha pedido que escriba una crítica de 'La maldición de Hill House', qué me ha parecido a mí, como individuo, el despliegue de horror y humanidad que Flanagan ha orquestado con increíble maestría en 10 episodios. Pero me ha pedido también que intente enmarcar qué significa esta serie dentro de ese abanico infinito de ficciones con el que nos inunda y abruma Netflix. Qué papel juega en la estrategia de este titán que quema dinero en una escala, ambición y alcance inédito en la historia del entretenimiento. Y el papel de 'Hill House', como ya puede deducir el lector del titular, me parece central esencial; por múltiples motivos. Los desgranaremos pacientemente.
Pero antes, hablemos de Hill House. Hablemos de esta obra maestra del gótico y del drama familiar que nos ha deslumbrado con muchos de los grandes momentos de cine, porque el cine es cine independientemente de la pantalla o longitud de metraje, de este 2018.
Una serie 'de autor'
Cuando pienso en 'La maldición de Hill House' pienso, antes que nada, en imágenes. En morosos _travellings_ por pasillos. En juegos brillantes con el punto de vista, como esos pies fantasmales que flotan a escasos centímetros del suelo y que observamos desde los ojos del Luke que se encoge bajo la cama, a través de la rendija visible entre la sábana y el suelo. Pienso en un movimiento de cámara de descorche análogo al que Hitchcock inventó para cerrar el asesinato de Janet Leigh (por cierto, su personaje también se apellidaba Crane), solo que esta vez el punto de giro no es un ojo sino una niña que observa aterrada a un fantasma. Y pienso en un hallazgo de montaje, del que hablaré luego, de una sencillez y potencia arrebatadoras, una suerte de aleph que permite enhebrar pasado, futuro, presente y el más allá en un todo.
Que pensar en una gran serie sea pensar en imágenes, antes incluso que en personajes o en trama, demuestra una de las victorias más invisibles de la edad dorada de la televisión: las series de autor ya existen. Mike Flanagan dirige los 10 episodios de Hill House; escribe también, en solitario, la mayoría. Es, en resumen, el autor total de toda esta serie. Como lo fue también David Lynch en su retorno a Twin Peaks. Como lo fue, también en Netflix, Scott Frank en su maravilloso wéstern de 2017: 'Godless'.
Para cierto tipo de cinéfilo, entre los que me incluyo, las series tenían un problema de base. Da igual que fueran tan brillantes como 'Breaking bad', 'Los Soprano', o 'The Wire'; en todas se repetía la misma incomodidad, incomodidad que he comprobado sufrimos esta subespecie de los amantes del audiovisual.
Si uno es, y a mí me pasa, un enamorado de cómo se escribe en imágenes, del encuadre, el movimiento de cámara y el montaje, una serie, a la larga, cansa. Mejor dicho: cansaba. ¿Por qué? Porque una serie se define por una biblia, bajo el control, normalmente, de un _showrunner_. En dicha biblia se define todo el vocabulario de una serie y muy especialmente el audiovisual. Eso explica que por una serie como 'Juego de tronos', 'Lost' o cualquiera que se nos venga a la cabeza pueda existir una homogeneidad audiovisual aunque el director cambie, porque se predefine cómo hay que mover la cámara, encuadrar y montar para que el _feeling_ de la serie no cambie.
Pero por detallada que sea una biblia, es imposible que logre lo mismo que logra un director o directores que firmen por entero cada una de las imágenes de una obra audiovisual. Esto es así porque en cualquier arte hay una diferencia abrumadora entre la sinopsis y el relato en sí. Entre su esqueleto y el ente vivo, el que tiene carne y sangre y alma. Hay que tomar tantas decisiones en cada instante de creación de una obra que una biblia, por detallada que sea, siempre va a reducir la potencia y personalidad que un individuo o individuos pueden insuflar si solo ellos firman las imágenes.
Sin embargo, en un modelo como el de 'La maldición de Hill House', o el de los otros ejemplos citados, ese abismo de puesta en escena entre el cine y la televisión se va a paseo. Porque Mike Flanagan se mantiene ahí 10 capítulos, 10 horas de entretenimiento en el que cada decisión individual sobre el montaje, la dirección de actores, el movimiento de cámara o el diseño de producción se han filtrado solo bajo su mirada. Y eso provoca que la pieza se sienta única y memorable en sus imágenes. Porque son las imágenes de Flanagan. Todas y cada una de ellas.
Claro que estas imágenes vienen arropadas de una historia y de un reparto extraordinarios. Me atrevo a decir que la familia Crane es lo más memorable, a nivel humano, de todo este 2018 de ficción. E incluyo no solo lo que hemos visto en la gran y la pequeña pantalla, sino también las obras maestras que han ido saliendo en el décimo arte este año y que compiten —especialmente 'God of war' y 'Red dead redemption 2'— en el mismo nivel de hondura en cuanto a crear personajes y emociones.
Pero hay algo en los Crane que tiene esa misma atemporalidad que tienen los Corleone de 'El padrino', los Finches de 'Matar a un ruiseñor', los Parr de 'Los increíbles', los Soprano en la ídem o toda esa comunidad en esa joya tremendamente infravalorada que es 'El bosque'. Hugh, Olivia, Steven, Shirley, Theo, Luke y Nell son siete para el recuerdo. Ni uno solo da una nota en falso. Todos tienen momentos estremecedores, conmovedores, inolvidables. Se sienten como lo que son: una familia.
En el final del capítulo 5, vivimos como espectadores un desenlace que quedará para la historia del audiovisual y que demuestra cómo el horror siempre puede transformarse en algo más profundo y humano. En el noveno, asistimos a un impresionante monólogo sobre la depresión con una interpretación inconmensurable de Kate Siegel, que derrumba ese muro de cristal bajo el que se escondía su personaje, Theo, y desnuda todo lo que latía allí abajo.
Y en el décimo, en un desenlace polémico, pero que yo encuentro magistral, 'Hill House' entronca con 'Interstellar', 'A.I.' o 'Cloud Atlas' y logra enhebrar un encadenado de instantes de pura emoción que abordan las cuestiones esenciales de lo humano: el amor, el hogar, la vida y la muerte. El mejor momento de toda la serie, para mí, el que me verdaderamente puso los pelos de punta, no fue un susto; fue el significado que el décimo capítulo le da a la habitación roja. Abrumador.
Algo me dice que por la mente de Flanagan, más que planear la extraordinaria novela de Shirley Jackson, planeaba otra obra si cabe aún más extraordinaria: el 'IT' de Stephen King. La estructura del 'Hill House' de Flanagan nada tiene que ver con el libro original —este partía del epítome de historia de casa encantada: un grupo de cuasi extraños que se enfrentan a la malevolencia de una morada en un crescendo sobrenatural— y es idéntica, a poco que se piense en ello, al 'IT' de Stephen King.
Veámoslo. Tenemos dos momentos, el ahora y el antes, que orbitan en torno a un aterrador suceso sobrenatural —payaso, casa— y que deja a los personajes afectados por tal suceso traumatizados y alienados, incapaces de construir unas vidas que se sostengan. Tenemos la obligación del retorno a combatir ese mal. Y tenemos una estructura que enhebra los dos grandes momentos de enfrentamiento en un gran desenlace. Flanagan, que ha confesado que King es su máxima referencia y que, como decíamos, lo ha adaptado brillantemente, está haciendo un Stephen con Shirley. Y funciona asombrosamente bien.
Me hace mucha gracia comparar el 'IT' encubierto de Flanagan con el 'IT' que llegó a la gran pantalla, convirtiéndose en la película de horror más taquillera de todos los tiempos. Me hace mucha gracia porque, y es un sentimiento que he compartido con otros _kingnómanos_ impenitentes, la 'IT' del cine era una simplificación extrema de la original, una versión palomitera y digerible de un libro que es dinamita para el alma y que además es extremadamente complejo en su construcción temporal. Veamos las diferencias.
It y 'Hill House': el vals entre pasado y futuro
'IT' en cine convirtió el puzle entre pasado y presente de su trama, algo esencial para el efecto que buscaba King en la historia, en una historia lineal y por lo tanto mucho más fácilmente legible para el espectador, al solo seguir un hilo narrativo de avance no tenía que poner esfuerzo alguno para ubicarse constantemente en el mosaico temporal de la lucha entre Pennywise y los Losers. El 'IT' de Flanagan llamado 'La maldición de Hill House' es tanto o más complejo en su estructura que el de King, pero conserva en lo esencial ese vals entre pasado y futuro para enhebrarlos en un crescendo cara un gran desenlace que los funde.
Flanagan logra incluso transmitir esta idea mediante un recurso audiovisual cuya idea es muy sencilla pero cuya ejecución podría haber sido un desastre. Lo más crítico en la narración de una obra audiovisual es cómo se empatan dos imágenes. Hay múltiples maneras de hacerlo. Pero, como bien dijo André Bazin, se pueden resumir en tres: los fundidos, el corte y los montajes, por así decirlo, metafóricos.
El primero es la forma suave de diluir una imagen que se superpone con otra; el típico es diluir una imagen con un fotograma en un color uniforme, siendo el más común el negro; pero también puede ser la superposición de dos o más imágenes para crear un efecto onírico o de dilatación del tiempo; en esto, Coppola es el maestro incontestable. El segundo es el más simple y común, una imagen corta a la siguiente y queda al albur de montador y director lograr que tal corte se sienta o no como abrupto. El tercero es el más complejo; se trata de crear una resonancia de significado alegórica entre dos imágenes, exactamente igual que en una metáfora literaria. La relación entre ellas puede ser, como ocurre en la literatura, más o menos explícita, más surreal o narrativa.
Flanagan se inventa un recurso de montaje que cae en esta tercera categoría y que es el puntal, en cómo y en qué cuenta, de toda la serie. Lo vamos a llamar cadena de acciones, porque funciona exactamente así, como una cadena de dos eslabones, conectando pasado y presente en todas las direcciones posibles. La idea es que si un personaje le da un mordisco a una manzana en un marco temporal, hace lo propio en el otro. Y así con cualquier acción que podamos imaginar. Puede ser un movimiento corporal, la interacción con un objeto, la presencia de un lugar o un sonido que se repite.
Gracias a que Flanagan se pega una tremenda paliza de buscar maneras ingeniosas y trascendentes de usar este recurso, este nunca se convierte en un rasgo de estilo molesto sino en una herramienta de significado. Esto se hace patente en su último capítulo, cuando Nell resume la teoría del tiempo continuo del eternalismo y explica, de paso, cómo responde la serie a las preguntas de siempre, la vida y la muerte y el marco en el que suceden, el tiempo. "Pensaba, desde hace demasiado, que el tiempo era como una línea, que nuestros instantes yacían como fichas de dominó y que caían una sobre la otra", dice Nell, en mi monólogo favorito de la serie. "Pero me equivocaba. No es así en absoluto. Nuestros momentos caen alrededor de nosotros como nieve o confeti". El recurso de puesta en escena del montaje que hemos comentado es la manera de plasmar en imágenes lo que Nell dice en palabras.
Vuelvo a la gracia que me hace ver cómo Flanagan ha conseguido hacer un 'IT' a la altura de las circunstancias, porque conecta perfectamente con la segunda parte de este artículo: qué significa para Netflix 'Hill House' y qué papel juega en su _master plan_. Un espectador como yo, que es omnívoro cultural, poniéndonos presuntuosos podríamos decir que experto en narrativa en todas las artes que lidian con contar historias, se enfrenta a un 'IT' como el que arrasó en el cine y sale decepcionado y contrariado. Un sentimiento de no hay historias para mí, que asuman el desafío de enganchar, emocionar y sorprender a ese espectador, por otra parte cada vez más común, que se ha convertido en erudito de la ficción por lo mucho que ha visto/jugado/escuchado/leído. Y de pronto me veo 'Hill House'. Y me digo: "¡Aquí está, maldita sea! Aquí está lo que busco. Aquí está mi 'IT".
Pero a la vez, 'Hill House' es una serie también para ese otro espectador más mayoritario que no es como yo, que busca, con toda legitimidad, entretenerse, pasar un buen rato y emocionarse ante una buena historia con unos personajes memorables sin necesidad de desgranar obsesivamente lo que ve. Es ese equilibrio maravilloso del que gente como Nolan, Hitchcock, Dickens, King, Spielberg o Kojima son maestros. Hacer historias para todos pero no homogéneas en sus niveles de lectura, sino infinitas, tan profundas y sencillas como uno quiera experimentarlas.
Redonda es la palabra que más me resuena cuando pienso en 'La maldición de Hill House'. Redonda toda ella. Redonda en su impresionante puesta en escena, redonda en sus actores, redonda en su guion, tanto estructuralmente como en el dibujo de sus personajes, redonda en su suntuoso diseño de producción, redonda en su banda sonora y en sus silencios. Redonda. Redonda. Tan cerca como se puede estar en esta alquimia llamada narrar de la perfección.
El as en la manga de Netflix
As en la manga. Golpe de gracia. Llave maestra. La metáfora que quiero transmitir está clara: 'La maldición de Hill House' es, como lo ha sido también 'Roma' de Alfonso Cuarón, un golpe de efecto para Netflix. Una confirmación de que su plan funciona, se consolida y resulta cada vez más difícil de batir. Porque es un plan en apariencia sencillo pero que en realidad esconde una complejidad gigantesca en su ejecución: ser lo que Amazon es a las compras, Google a los buscadores, Twitter a las noticias y Facebook al cotilleo. La opción hegemónica e imbatible cuando de contar historias hablamos.
Este año tuve dos oportunidades únicas para seguir profundizando en esta fascinación que tengo por las Streaming Wars y por la líder de la manada, Netflix. Pude visitar las sedes de la compañía y gozar con la exclusiva de un largo tú a tú con Reed Hastings, que demostró ser un esgrimista de altura; por mucho que quieras pincharle, permanece impertérrito; afilado y amable a un tiempo.
Pero lo primero que me dejó huella de esa doble visita a los cuarteles generales de Netflix, el de Hollywood y el de los Gatos, fue cómo decidía presentarse la compañía ante sus visitantes que hollan su morada. Lo primero son dos grandes vitrinas a rebosar de premios; por entonces, reposaban infinidad de Emmys y el Óscar (ahora ya son dos) a Mejor Documental; ahora, seguramente, ya estará por allí posando el León de Oro de Venencia, si es que Cuarón les deja exponerlo. Pero inmediatamente después, en un vestíbulo con catering a la derecha de la entrada, los periodistas esperábamos frente a una escenografía muy concreta: grandes pósteres de los personajes más carismáticos de las series de Netflix en escalas de grises. Sin un solo cartel o logotipo que aclararan a qué serie pertenecían.
Este detalle —que se repetía en la sede de Los Gatos con un enorme mural que mezclaba los grandes éxitos del gigante _streaming_—, unido a que todos los departamentos de Netflix rendían venerado homenaje a películas y estrellas de Hollywood —me vienen a la cabeza nombres de salas como 'Ferris Bueller', 'Taxi Driver' o 'Black Mirror'—; de hecho, recuerdo cruzarme con una directiva de la compañía que se dirigió a nuestra comitiva y dijo: "Os los lleváis a la 'Black Mirror', ¿no?— me dejó una reflexión de fondo: Netflix quiere/necesita ser icónica. Por eso nos presentaba a personajes como Eleven, Matt Murdoch, Pablo Escobar o Claire Underwood sin ningún membrete que le aclarara al lego quiénes eran esas personas. No había aclaración porque se supone que debemos conocer esos rostros ; que están grabados a fuego en nuestra memoria. Así era. Así será, si Netflix sobrevive.
¿Netflix en crisis?
'La maldición de Hill House'; debía jugar un rol crítico. Xataka me planteó que hablara no solo de la relevancia para Netflix del éxito de esta serie, si es que tal éxito era palpable (rotundamente, sí), sino también si ha servido como revulsivo a los últimos fracasos de Netflix. Esta coda me hizo pensar en cuan distinta es la diferencia entre la percepción macro y la percepción micro. Porque yo me pregunté a mí mismo: "¿Fracasos? ¿Declive? ¿El año de 'Devilman Crybaby'? ¿El año de 'El príncipe Dragón'? ¿El año de 'Roma'? ¿Fracasos? ¿Dónde?". Luego pensé en los grandes titulares asociados a la compañía estos últimos meses y entendí el origen de tal pregunta.
La cosa viene, sobre todo, de esta noticia: que Netflix estuvo algo por debajo de sus perspectivas de crecimiento, que eso afectó a su valor en bolsa y que la compañía sigue (y seguirá mucho tiempo) en _cashflow_ negativo (esto es, que gasta y se endeuda más de lo que ingresa). Esto se aunó a que durante la primera mitad del año no hubo ningún 'House of cards', 'Narcos', 'Stranger things' o 'Mindhunters'; esto es, un título _mainstream_ novedoso que impresione y dé que hablar. Y, para rematar, uno de sus bombazos mediáticos del año, el retorno de Matt Groening con '(Des)encanto', desencantó.
Claro, si uno habita Netflix, como es mi caso, sabe que hubo cosas tan impresionantes o mejores que cualquiera de esos títulos, empezando por la que les citaba, 'Devilman Crybaby', una obra maestra total del anime dirigida íntegramente por el superdotado de Maasaki Yuasa. O el retorno de parte del equipo de 'Airbender' en la maravillosa 'El príncipe dragón'. O esa fricada kaiju mucho más hard y profunda de lo que cabría esperarse que es la trilogía 'Godzilla'. Pero el anime, por globalizado que esté, no deja la huella mediática que un gran lanzamiento de carne y hueso logra plasmar.
'La maldición de Hill House' es el revulsivo a esa percepción _mainstream_ de fracaso y declive, de vacas flacas que, repito, en realidad no se da si uno estudia el Gran Plan Netflix a un nivel menos epidérmico. Pero la epidermis es, qué duda cabe, es tan esencial como todo el entramado que palpita bajo ella. Por la epidermis somos juzgados a primera vista. Y ese juicio sumario puede hundir compañías. Por eso la serie de Flanagan, sumada al golazo que fue ganar en Venecia el León de Oro después del desplante de Cannes (estoy seguro de que el año que viene agacharán la cabeza), ha puesto las cosas en su sitio para Netflix. El vóxpopuli es que la cadena _streaming_ ha logrado un doblete histórico: la mejor película y la mejor serie del año. Y eso hace olvidar lo olvidable que resultara el retorno de alguien tan legendario como el creador de los Simpsons (por más que yo piense que esa serie alzará el vuelo, Netflix mediante, y sorprenderá).
Así que el objetivo de reganarse la hegemonía como casa de la calidad exclusiva en los grandes titulares, los que se mueven a miles de _retuits_, está logrado. De hecho, en IMDB, 'La maldición de Hill House' no es solo una de las series más valoradas de todos los tiempos, sino que se mantiene desde hace semanas en el número 1 de popularidad, que me parece un dato mucho más relevante, porque indica cómo está dominando la conversación en la esfera digital. Yo no sé en vuestro caso, pero en mis grupos de _whatsapp_ de friqueo, no se habla de otra cosa. Es la ficción del momento.
Pero, para terminar este artículo, dejemos la epidermis aparcada, porque, de momento, vuelve a estar resuelta para Netflix —y con el final de 'House of Cards', la nueva temporada de Narcos y el estreno en diciembre de 'Roma', hay gasolina para que terminen este 2018 en lo alto—. Vayamos a lo que hay tras lo superficial, a la auténtica complejidad del verdadero plan de Netflix. Y para hablar de esto tenemos que hablar de capilaridad.
A veces me hace gracia encontrarme con gente que critica que Netflix también hace "mierdas como pianos". Se refieren a todas esas peliculillas y series "de relleno" que engrosan la incansable oferta diaria de originales en la que se ha embarcado definitivamente. Creo que al usuario que lanza tal afirmación le pasan dos cosas: 1. No pasa en Netflix tanto tiempo como para valorar auténticamente la amplitud de la oferta que tiene; 2. Consume, esencialmente, lo mainstream de cada temporada cinéfila; lo que señalan los Oscars los Emmys y, si se tercia, los festivales y medios de más prestigio.
Para un usuario de mis rasgos —soy el tipo de loco que realiza búsquedas avanzadas en el IMDB del corte de: cine de Europa del Este (eligiendo cada país individualmente) de animación entre los 60 y los 80 con más de 1.000 votos y una valoración media de al menos 6.5—, Netflix es el paraíso. Bien es verdad que aún no tengo, si me apetece ver cosas del pasado, la oferta que necesito, lo que me obliga a recurrir a todas las otras alternativas (legales y de extraperlo) para saciar mi sed de historias. Pero en cuanto a la oferta del presente, no tengo dudas: nadie me ofrece la calidad y amplitud de creadores y obras de nuevo cuño como Netflix.
Hablamos de que si me quiero ver lo nuevo de Masaki Yuasa es un Netflix Original. Lo mismo con cineastas coreanos a los que llevo siguiendo película a película: Kim Jee Woon, Joohn-Ho Bong o Shan-ho Yeon. O cosas totalmente locas, como un documental sobre la mercadotecnia de la cultura pop o una adaptación de mi adorado 'Castlevania' con Warren Ellis (¡Warren Ellis!) al frente de la cocina.
Y ya si me dices que de Cuarón, Scorsese, Greengrass o los Cohen firman aquí sus siguientes películas, pues tienes ganada mi devoción claro. Porque yo soy un apasionado de todo tipo de historias, de todos los enfoques y ángulos y tratamientos. Y, más que de ninguna otra cosa, de los creadores tras esas historias. Yo no sigo géneros, sigo autores. Y los mejores autores del hoy están quedándose en esta casa, en Netflix. Y por eso esta casa se convierte serie a serie, documental a documental, película a película, en mi casa.
Pero lo realmente asombroso de esta estrategia capilar es que mi perfil (que no es el más común, aunque somos especie en auge) es solo uno de los perfiles que pueden verse satisfechos con esta inmensa oferta. El caso es que casi no hay género o enfoque que no encuentre respuesta dentro de Netflix a día de hoy; tal vez donde aún les falta es en el terreno de la animación infantil, donde aún se nota mucho la brecha respecto a Pixar y cía. Pero es solo cuestión de tiempo que a más de 7.000 millones de euros de gasto anual, absolutamente todos los géneros de la contemporaneidad queden cubiertos por los primeros espada de cada disciplina.
Es una estrategia brutalmente a la de Amazon, que busca su 'Juego de tronos' y ya. O a la de Disney, que pretende ampliar los valores y franquicias de siempre a este nuevo coliseo. O la de la HBO, tal vez la más afectada por toda esta revolución streaming, porque su modelo de series de qualité se ve amenazado cuando los autores más atractivos encuentran presupuestos tan abultados en la competencia. Netflix no compite al golpe por golpe, compite como apuesta global de entretenimiento. Entre aquí y ya no salga.
Hay, por supuesto, un doble filo de esta estrategia. Netflix se preocupa (y hablo de su estrategia de comunicación, de P-R y marketing) principalmente por Netflix. Cuando tiene a un autor de la talla de Cuarón, por supuesto, lo saca a pasear con toda la pompa y ornato. Pero a un Mike Flanagan, por ejemplo, lo conocemos menos. Es una compañía mucho más hermética que el Hollywood convencional a la hora de conceder entrevistas con los talentos tras sus historias.
Todos los periodistas del ramo lo sabemos. Son duros de pelar para arrancarles entrevistas. Y eso es preocupante, porque refuerza la sensación de que las series son de Netflix y no de sus autores. Cuando precisamente lo que hace grande a Netflix es que se está convirtiendo ese lugar por el que un Cronenberg daría medio brazo (o bazo) por firmar su próxima obra. Un paraíso creativo que genios de la talla de Cuarón tildan de inigualable e inédito. Pero es eso, un lugar para crear, no un vergel en el que las obras maestras surjan por una especie de milagro divino. Por eso, desde mi lado, siempre le exijo a Netflix menos piruetas de marketing y más entrevistas a su talento. Porque para mí siempre serán ellos lo que importen y mi amor en la compañía se medirá por lo bien que hablen de ella; y, también, por cuán a menudo me dejen escucharles.
Llegamos al final, porque todo debe acabar en algún punto por más que el tiempo, como nos dice Nell, no sea "una línea", sino "nieve o confeti". Os transmito una reflexión de fondo. Ved 'La maldición de Hill House' porque es extraordinaria; no os creáis ese discurso fatalista de que Netflix encarna la muerte del cine, porque, de facto, el mejor cine lo están produciendo ellos. Pero también recordad que no es Netflix a quien debéis dirigir vuestro amor. Que esta serie la ha firmado un tipo llamado Mike Flanagan y que la han interpretado un reparto extraordinario y que cuenta con unos técnicos, en todos los departamentos, de matrícula de honor.
Por bien que nos caiga la firma de "¡Oh, blanca navidad!", por mucho que nos mole su rollo agresivo, atrevido y de colegueo, sin por ello dejar de ser profundos y polémicos, Netflix no deja de ser la carcasa. Lo importante —y en esto incluyo también a Reed Hastings y a su Irvin Thalberg particular, el genio en la sombra Ted Sarandos— son las personas que la hacen funcionar. Pensemos en ellos antes que en el logo y así sabremos cómo apretar las tuercas para que nos sigan dando maravillas como este viaje a Hill House.
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