Esta historia empieza como un chiste, se torna en un drama y acaba… Pero empecemos por el principio, por el chiste. Hace unos días, el inefable Damon Lindelof, ese al que se le debe ‘Lost’ y ‘The Leftovers’, pero también el infame guion de ‘Prometheus’, le mandaba una carta abierta a los fans a través de Instagram. El motivo no era menor. Lo próximo de Lindelof es adaptar a formato serie uno de los tótems de la cultura pop del siglo XX: la novela gráfica ‘Watchmen’. Para demostrar que no es un trabajo más, Lindelof posteó este bello texto en el que queda meridianamente claro que ama y entiende el material original.
Pero no estamos aquí para sembrar esperanzas o dudas sobre su ‘Watchmen’. Estamos aquí por el chiste que cuenta. Un chiste en segundo término, porque en primer término es una inaudita anécdota real de cómo funciona el Hollywood contemporáneo.
Traducimos:
“Otro hombre me ofrece la oportunidad de adaptar ‘Watchmen’ a televisión. Tengo cuarenta ahora. Le digo que alguien me pidió lo mismo el año pasado y que decliné la oferta. Me pregunta por qué dije no. Le digo que Alan Moore ha sido consistentemente explícito en aseverar que ‘Watchmen’ fue escrito para un medio muy específico y que ese medio son los tebeos, tebeos que serían arruinados al ser trasplantados a imágenes en movimiento. El Otro Hombre se queda callado un momento y luego pregunta: ‘¿Quién es Alan Moore?”.
¿Quién es Alan Moore? ¿Quién es Alan Moore?
Quién es Alan Moore…
Un ejemplo reciente, el juego del que habla todo el mundo: 'Cyberpunk 2077'. Mientras el público se muere por cada goteo de información del juego de CD Projekt Red, público y prensa ignoran a Talsorian Games, la compañía de Mike Pondsmith que publicó los manuales originales que inspiran el juego, 'Cyberpunk 2020'. Lo más fuerte es que el mundo de Cyberpunk 2077 son coherentes y comparten canon, por lo que leer esos manuales y estar atentos al Twitter de Talsorian (ni 5.000 seguidores frente a los más de 200.000 de CD Projekt) permite recibir una ingente cantidad de información sobre el título más esperado de esta generación.
Llevo días mascando esta cuestión. No, evidentemente, porque tenga dudas de quién es uno de los máximos candidatos a artista más relevante del siglo XX. Sino porque me obsesiona, más allá de las evidentes carcajadas que provoca leer este párrafo, el drama que encierran. La irrelevancia total del autor respecto a su obra en el siglo XXI. Su desvanecimiento.
Entre Barthes y Foucault. El autor como especie protegida
Por supuesto, este tipo de reflexión no es nueva en la historia del arte. Roland Barthes publica en 1967 ‘Muerte del autor’, uno de sus trabajos teóricos más célebres y polémicos, en el que cargaba contra el concepto mismo de autor y artista y su supuesta irrelevancia respecto a la obra.
El pensamiento, estimulante, aunque cuestionable y subjetivo como lo son todas las teorías artísticas, es que carece de sentido asignar un autor a una obra porque dicho proceso limita su significado a una interpretación correcta, fruto de analizar el contexto histórico y biográfico de ese autor. Foucault de manera solapada en ‘Qué es un autor’; Derrida, a medias entre la ironía y homenaje en ‘Muerte de Barthes’; Camille Plagia en su agresiva negación por la mayor del trabajo del francés; y Sean Burke en su ‘La muerte y el retorno del autor’ le han puesto palos en la rueda a esta teoría de Barthes de que lo mejor es quitarse a esa cosa llamada autor de en medio.
El trabajo de Burke, el último que ha adquirido una relevancia mundial, es de 2010. Demasiado pronto para incluir los efectos que esta última década ha experimentado en los hábitos culturales de la población mundial. Las horas que me pasé en Google Scholar, intentando pescar la idea que me ha sugerido la lectura de ese chiste y esa pregunta inefable (“¿Quién es Alan Moore”), se han mostrado bastante estériles.
No he encontrado lo que buscaba, por más que haya abstracts sugerentes, como ‘Producción artística y la creación del artista: aplicando a Nishida Kitaro a las discusiones sobre la autoría’ de Kyle Peters, que me ha dejado con las ganas de descubrir la concepción del japonés sobre el lugar del autor en la obra (el artículo no está disponible en abierto).
Tal vez lo más cercano a mi propia idea sean artículos periodísticos muy concretos. Por ejemplo, la columna de opinión en ‘The Guardian’ ‘La muerte del auteur’, de John Patterson. En ella se dicen cosas como esta: “Con la mayoría de los directores haciendo una nueva película cada tres o cinco años, no hay lugar para hacer tres trabajos mercenarios para el estudio y una obra maestra sin concesiones para ti mismo. En estos días, todo cuenta. Sobre todo contra el director”. Pero ni siquiera Patterson me satisface en el sentido de ver reflejada (y, por tanto, refrendada) mi idea.
Así que llega el momento, lector, que bastante paciencia has tenido, de contártela. Creo que vivimos los tiempos más peligrosos para que cualquier posible autor descolle sobre la obra. Creo que lo que esconde esa pregunta, “¿Quién es Alan Moore?”, es la victoria definitiva de un largo proceso de erosión por parte de la industria audiovisual en todas sus vertientes para adormecer el interés por el quién y centrarse en la pura distribución del qué bajo el paraguas de una marca. Y creo que hay esperanza, porque esta mecanización del arte acaba por generar un hastío en quienes consumen que los llevan a demandar otra vez la autoría para escapar del tedio.
Dediquemos ahora unos párrafos a desarrollar estas ideas. Hay que partir de la base de que el consumo cultural está cambiando radicalmente en los últimos años. En países como España, la literatura es más irrelevante que nunca. Hoy, todo se lo debemos al dios audiovisual. Mayormente, al modelo serializado por streaming y a los videojuegos. Son los dos grandes pilares contemporáneos de la cultura, con el cine en constante y creciente irrelevancia, lo que acelera, como veremos, este proceso de mecanización y de irrelevancia autoral.
Pensemos en un ejemplo muy concreto. ‘Juego de tronos’, que ya desde esas tres palabras comete el pecado de matar al padre. ‘Juego de tronos’, en realidad el nombre del primer volumen de la saga ‘Canción de hielo y fuego’, del novelista norteamericano George R.R. Martin. Este es un hecho bastante conocido hasta por el público general. Martin es ese señor gordito que de tanto en tanto sale en los medios y despierta una sonrisa displicente; ahí está el muy cabrón, sin escribir, piensa el telespectador común.
Pero realmente este reconocimiento de Martin como autor se parece mucho más a la presencia simpática y del todo irrelevante de un Stan Lee que a la autoría de facto de un Steven Spielberg o un Stephen King en sus respectivas épocas de esplendor. Con la diferencia, nada baladí, de que Stan Lee puebla sus obras (aunque decir “sus” siempre dé un poco de sonrojo en este caso) a posteriori, muy a posteriori de haberlas concebido. Martin se ha vuelto un lastre para su obra cuando todavía permanece (y lo que nos queda) inconclusa.
Hablando en plata, a nadie le importa una mierda George R.R. Martin. Porque su obra ya no es suya: es una serie de la HBO que se ha convertido en el mayor fenómeno cultural del presente. Vayamos a otro caso. El de Steven Spielberg y ‘Ready Player One’. Película que, como sabrán los que me lean a menudo en esta cabecera, me fascina de principio a fin. Ha sido un éxito cinematográfico, uno de los mayores desde el ‘Avatar’ de James Cameron fuera del bombardeo superheroico/starwarsie/CGIanimado.
Pero no deja de ser un éxito con la boca pequeña si lo comparamos con las mareantes cifras que mueve como si tal cosa la última de Marvel cada tres meses. Sí, ‘Ready Player One’ solo triunfó porque Spielberg firmaba su autoría. Pero esta autoría ha declinado su valor enormemente.
Los Nike de la tele. Series 'de Netflix/Amazon/Hulu'
Vayamos a las plataformas de streaming. Parece aquí encontrarse un oasis a la defensa de la autoría. Ahí está Martin Scorsese gastándose los cuartos de Netflix en el proyecto de su vida, ‘El irlandés’. Allá está Matt Groening en la misma plataforma con su primera serie original en décadas, esa cosa llamada Desencantada que pinta de maravilla. O Woody Allen en Amazon con su miniserie en seis piezas. O David Fincher firmando doblete para Netflix con ‘House of Cards’ y ‘Mindhunters’. O el mismísimo Spielberg anunciando que hará lo propio para Apple.
Pero esto, bajo las pesimistas lentes de esta pluma, solo es la fase uno de estas plataformas. El atraer el mejor talento para ganar renombre y relevancia. Creo, sinceramente, que en la fase dos a Netflix, cuando ya tenga copado el mercado que le interesa, le va importar mucho menos que luzca el nombre de los creadores tanto. Porque a Netflix lo que le importa es ganar una relevancia mental en el cerebro de la gente como esa gran N roja que les proporciona el mejor ocio posible.
Párense a pensar por un momento. De las series más relevantes en el imaginario popular de Netflix —‘Narcos’, ‘Por 13 razones’, ‘House of Cards’ o ‘Stranger Things’— ¿cuáles identificamos como obras de autor? Tal vez en ‘Stranger Things’ nos suena que hay un par de hermanos que las parieron; pero, ¿ponerles cara, voz y pensamiento? Ni de coña. Y sí, nos acordaremos, si eso, de que David Fincher dirigió el piloto de ‘House of Cards’. Y hasta puede que nos suene (lo dudo) que un tal Padilha tuvo algo que ver con el nacimiento de ‘Narcos’.
Pero, en el subconsciente colectivo, esas series son “de Netflix”. Igual que ‘El hombre del castillo’ (ay, cómo la amo) es “de Amazon”. O ‘Westworld’ o ‘Juego de tronos’ “de la HBO”. Y la más molona de la última hornada, Cobra Kai, es sin duda “de Youtube” (de momento Youtube Red es difícil que cale con el apellido en una marca tan consolidada).
¿Ven por donde voy, verdad?
Las marcas han encontrado en el audiovisual el método perfecto para constituirse como las verdaderas autoras del proceso; por más que dicha autoría sea falsa. Por eso algo tan inaudito como ese “¿Quién es Alan Moore” del productor de Hollywood se entiende analizando el contexto a gran escala.
Pero la historia tiene también, como les anticipé, un lado esperanzador. Y es que, a la larga, la gente se cansa del modelo industrial. Les pongo un caso paradigmático, los videojuegos. No ha habido medio artístico con mayor control empresarial que los videojuegos. Los muros de sus departamentos de prensa son los más gruesos que existen. La opacidad a la que someten a sus creadores, también. Pero recientemente, cosa de la última década, esos muros han comenzado a resquebrajarse.
El mayor motivo fue el abaratamiento de la tecnología. Como me recordaba Patrice Desilets en una entrevista a dúo con Rami Ismail, antes era casi imposible para el autor reclamar la autoría, porque las herramientas para hacer un videojuego eran inmensamente caras y además estaban en posesión de la compañía. En la época del primer ‘Assassin’s Creed’, guillotinar a su creador, el mismo Desilets, era una cuestión de mínimo esfuerzo. Hoy costaría mucho más bajar la hoja.
Hay que estar dentro del sector para percibir que desde la prensa misma del videojuego se acusa la fatiga. Cada vez que viajo a un evento con mis colegas de píxeles, surge el tema de las caras. Esto es, el tipo o tipa al que atribuirle la responsabilidad de la obra. Y es algo imparable. Recuerdo la decepción general con el nuevo ‘Shadow of the Tomb Raider’ al percibir que, en ausencia de Rihanna Pratchett, aquello no tenía a nadie a los mandos del timón. Recuerdo también la expectación de conocer a Tetsuya Nomura, creador de la maravillosa saga ‘Kingdom Hearts’, por más que el diseñador estuviera gris y desinteresado en la encorsetada entrevista que planteó el estudio, conducida por su community manager y sin posibilidad de preguntas para los periodistas asistentes.
Hay hambre de autoría en el videojuego. Tanto de los creadores como de los críticos y consumidores. Y ninguna figura lo encarna mejor que el japonés Hideo Kojima.
Kojima es un caso realmente especial en la historia del videojuego. A pesar de dedicarse durante décadas solo a un personaje y una saga, Solid Snake y ‘Metal Gear’, todo el colectivo del videojuego lo reconoce de facto como el autor. Hasta el punto que su ruptura con Konami, poseedora de la propiedad intelectual de ‘Metal Gear’, se entendió como el epitafio de la saga, por más que Konami se aprestara a continuarla. Así de fuerte es, en este caso, el vínculo entre obra y autor.
Por ello, y aunque me aterra ese “¿Quién es Alan Moore?”, creo que se le puede plantar batalla. No va a ser fácil, porque con el reciente anuncio de que Nintendo Switch va a poseer un ‘Resident Evil 7’ en streaming, supuestamente con la misma calidad que las consolas con las que hasta ahora era incapaz de competir técnicamente, parece que se aproxima esa era tan anunciada y retrasada de la muerte de las consolas.
Y en esa era las plataformas streaming lo tienen todo para convertirse en ese gigante definitivo que es Can Cerbero de nuestro entretenimiento cultural. Recuerden esa última actualización de Netflix que multiplica por tres el tamaño que ocupa la banda de sus originales en nuestra parrilla de contenidos. Recuerde el poco interés que pone el gigante del streaming en promocionar autores y obras clásicas del audiovisual cuando tendría a huevo hacer ciclos temáticos por géneros o cineastas que preservaran el legado del medio que explotan.
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