La primera '¡Rompe Ralph!' partía de un excelente concepto: un 'Toy Story' para la generación nativa digital (y sus padres treintañeros). ¿Qué sucede cuando nadie esta jugando con los videojuegos? Que éstos desarrollan una vida paralela al margen de sus jugadores. Y la película sabía jugar con las posibilidades de ese punto de partida, cediendo el protagonismo al villano de un videojuego clásico. Es decir, aquí el héroe no es Mario, sino Donkey Kong, por así decirlo.
Sin embargo, la interesante idea sucumbía a la tentación de lo comercial y licenciaba a decenas de personajes de videojuegos, con lo que por la pantalla acababan desfilando Sonic, Pacman, Q*Bert y un montón de clásicos que convertían la película en un divertido pero, al final, algo vacío festival de referencias. Un paseo por un catálogo que no quería (ni podía, teniendo en cuenta la envergadura de esas propiedades registradas) inyectar la necesaria salsa picante al plato, y no lograban que aquello pasara de un mero listín de nombres propios. Sobre todo cuando buena parte de la acción transcurría en juegos inventados: los personajes licenciados no estaban ahí como recurso narrativo, sino para masajear los recuerdos del espectador.
El invento funcionó en taquilla, sin embargo, y Ralph y su amiga Vanellope vuelven con una historia que, aunque tiene el ingenio (y el pudor) de cambiar el escenario donde transcurren las aventuras virtuales, sigue un esquema muy similar al de su precedente. Esta vez los protagonistas viajan al igualmente difuso e intangible mundo de Internet, donde deben comprar un volante (real) para enviarlo a la sala de recreativos donde está el juego de carreras en el que trabaja Vanellope.
Y de nuevo lo que nos encontramos no es una observación con cierta agudeza. por mínima que sea, acerca del mundo digital, sino una mera concatenación de marcas y logos. De ese modo, en el periplo de los protagonistas, eBay, Pinterest, Amazon, Google, la propia Disney van desfilando ante los ojos del espectador. Pero sin intención alguna, simplemente buscando la pavloviana respuesta del "Ah, esto lo conozco".
La diferencia de 'Ralph rompe Internet' con su precedente, sin embargo, no es banal: Internet es un entorno sin duda más hostil que el de los videojuegos. Éstos, como cualquier otro filamento de la cultura pop, tienen su lado oscuro, pero sus mitologías rebosan humor, colorido y aventura. Es sencillo hacer referencia a sus mundos digitales sin que el compromiso con la acción para todos los públicos propio de Disney se vea comprometido.
Pero el mundo de internet (en 2018, tiempos especialmente peliagudos) es uno en el que no hay más remedio que mostrar oscuros negocios virtuales camuflados de diversión, publicidad invasiva o gestos vacíos con likes como moneda de cambio. Es terreno abonado para la sátira descarnada o para el blanqueo máximo... Y 'Ralph rompe Internet' se queda a medio camino de ambas cosas.
Es cierto que el espectador adulto sabrá encontrar una interesante malicia en los chistes sobre el spam, las busquedas predictivas o la vacua clonación de contenidos sin fuste en Youtube, pero el humor va a medio gas en todo momento por razones obvias: la necesidad de Disney de ser Disney. El momento en el que Ralph se encuentra a sus propios trolls de Internet se solventa con un par de tópicos manidos, y el cenagal de Twitter no es más que un recoleto árbol donde pájaros azules comparten memes de gatitos. Parece que con la elección de su tema y su inevitable enfoque amortiguado, 'Ralph rompe Internet' no tiene mas remedio que ir con unos pies de plomo que acaban afectando al tono, que no es ni caricatura corrosiva ni aventura inocente.
'Ralph rompe Internet': el problema de cómo retratar lo intangible
Todo lo cual no implica que 'Ralph rompe Internet' no sea divertida. John C. Reilly y Sarah Silverman están absolutamente perfectos en la versión original del doblaje, dotando a sus personajes de una humanidad memorable. Técnicamente la película, sin ser especialmente original o exhibicionista en la animación, tiene filigranas semiocultas como el increíble verismo con el que ha sido plasmado el único personaje de aspecto humano coprotagonista, Shank (Gal Gadot). Una pena que ese relativo virtuosismo fructifique en un climax cuyo concepto ya hemos visto, bajo innumerables variantes, en otras ocasiones.
La pelicula no carece de momentos muy brillantes, como el promocionado encuentro con las princesas Disney, de autocrítica suavísima pero con diálogos febriles y tronchantes. Y que viene seguida de la mejor secuencia de la película, que conviene no espoilear pero que estará, sin duda, entre las mas celebradas por su cariz, este sí, inteligentemente autoparódico. Una secuencia que está ambientada en un videojuego virtual, Slaughter Race, constantemente retratado con una peculiar mezcla de admiración y crítica, y que define bien el tono dubitativo de la película.
En cuanto a la visión de Internet, es reseñable cómo se visualizan vivencias virtuales cotidianas, como el viaje a una y otra web, las desconexiones accidentales o los movimientos ridículamente artificiales de los personajes de los videojuegos online. En la mayoría de las ocasiones, sin embargo, esta instantánea de Internet es propia de hace casi una década, tanto por su ingenuidad como por sus dinámicas (eBay como ente todopoderoso, la estructura organizada en webs, publicidad explícita, ausencia casi total de redes sociales), lo que abunda en la sensación general de estar ante un aparatoso disparo con pólvora mojada.
Paradójicamente, el equilibrio que debería haber exhibido la película entre humor corrosivo, aventura con retranca y reflexión acerca de nuestros vicios internáuticos está en la secuencia post-créditos, sin duda porque en ella aparecen humanos. Quizás el tono y resultados de esta escena sea una vía a seguir para futuras secuelas de una franquicia divertida, satisfactoria, pero que sigue dejando un curioso regusto a oportunidad perdida.
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