Nuestra vida conectada nos ha dejado al borde de la psicohistoria de Asimov en un mundo cyberpunk: las compañías registran todos nuestros datos de consumo digital y elaboran complejísimos perfiles con los que los totalitarismos estatales de Orwell no podían ni soñar. El Big Data es el pariente pobre de las interfaces neuronales que nos prometía la ciencia-ficción ochentera, pero su eficacia le toca la carita a toda tabulación burocrática, y nos aboca a un futuro en el que nuestros pobres cerebros, órganos que aún creen que nos movemos con la huevera encogida entre cuevas y cosas que quieren comernos, están abiertos al hackeo corporativo.
Netflix es el mayor ejemplo de este futuro de máquinas telépatas y modelos que predicen hasta tus ganas de ir al baño: sus series se diseñan recopilando todos los datos de consumo de sus millones de clientes, hasta el punto de que el desarrollo de los arcos, los momentos de pausa y tensión y hasta las temáticas se ordenan mediante los parámetros que le regalan alegremente sus espectadores. Imaginad un grupo de guionistas con extensos gráficos de colorines haciendo encaje de bolillos de los argumentos, sabiendo que sus espectadores en tal minuto van a por patatas; que aquí se quedan medio dormidos y repiten la última secuencia; que tal actor funciona muy bien entre cuatro demografías…
Un pendrive entre las orejas
Si hoy, en 2014, estamos así, no cuesta imaginar un mundo en el que nuestros cerebros se presten a los mismos problemas de seguridad que ya sufren nuestros terminales, con volcado de datos, celebgates y Wikileaks de tus recuerdos más íntimos. Es algo que en literatura se han planteado casi todos los autores de cyberpunk, aunque dos películas de 1995 lo planteasen directamente al espectador común.
Por un lado, estaba "Johnny Mnemonic", adaptación más o menos fallida del relato homónimo de William Gibson. El hieratismo de Keanu Reeves, eso sí, le sentaba como un guante a su personaje: un mensajero cíborg light, con una parte de su cerebro encriptada con información sensible, demasiado como para tenerla en un iCloud. Y, evidentemente, alguien quería sacársela.
Más cercana aún a los Gibson y Stephenson del mundo era "Días Extraños": un guión de James Cameron dirigido por su exmujer, Kathryn Bigelow, en el que Ralph Fiennes traficaba con recuerdos grabados. De un plumazo, la peli reinventaba el porno digital -para qué pantallas de lilolilo acrobático, si puedes experimentar las sensaciones a una jovencita duchándose en tu propio cerebro- y las webs de filtraciones: una GoPro no tiene nada qué hacer frente a una retina humana enchufando datos a una redecilla de sensores. Imagina conectar tu cabeza a un streaming sacado directamente de otra mente. O que entran en la tuya.
Ambas ficciones se alimentan de un viejo sueño de la ciencia: la interfaz neuronal (o interfaz mente-máquina) que presentaba a lo bruto "Matrix" (1999), levantada por igual de las investigaciones de la DARPA de los años 70 y la novela "Neuromante" (1984), del inevitable Gibson. Las posibilidades van desde puentear los nervios sensoriales para suministrar realidad virtual -de verdad, sustitutiva, de la de Tron y el Cortador de Césped- directamente a nuestras mentes hasta la neuroprostética: la ciencia de manejar -y sentir- miembros cibernéticos con nuestros cerebros.
Ciencia de bello palabro y prosaicas aplicaciones en lo real (el implante coclear, por ejemplo) para referirse al híbrido de nueva carne por excelencia.
Néstor el Cyborg
Los cíborg son posthumanos aumentados, un híbrido entre ingeniería, informática y biología. Las posibilidades del hackeo mental aquí son peliagudas. En "Ghost in the Shell", el manga que dio fama mundial a Masamune Shirow entre 1989 y 1997 (y el peliculón de Mamoru Oshii, y la serie de Kenji Kamiyama), los cíborg más avanzados son prácticamente robots, con su conciencia moviéndose libremente entre la realidad virtual y cuerpos apenas humanos. Que un grupo de terroristas hackeen drones es una perrada, pero que te hackeen cuando eres un mostrenco de destrucción masiva abre las puertas a un miedo antiquísimo: la posesión, la invasión del yo traducida a lenguaje digital. En el mundo real, imagínate la gracia de tener un brazo biónico conectado a tu cerebro y que un grupo de 4chaneros te lo secuestren en tu momento feliz.
Por el lado contrario tenemos el volcado a IA, en el que llega un momento que a ti, como cíborg, la realidad virtual se te queda corta, el cuerpo sobra, y te quieres ir a vivir al ciberespacio. Esto lo hemos visto en todo el ciclo de Gibson, en los videojuegos de "Deus Ex" (1999, 2011 y el segundo nos lo saltamos porque da pena) donde todo el conflicto gira entre la tripleta hombre-cíborg-IA. Y, especialmente, en la inagotable "Ciudad Permutación" (1994) de Greg Egan, novela en la que se explora una sociedad en la nube habitada por “copias”, inteligencias artificiales copiadas de humanos prominentes. Cuando tu mente y el programa que habitas son uno y lo mismo, estamos hablando de un par de peldaños más allá de la posthumanidad.
La mente desnuda
La ciencia loca de la Guerra Fría nos enternece: grupos de soviéticos y americanos intentando desarrollar percepción extrasensorial, telepatía, telequinesis y otros sueños paracientíficos. Con los resultados que, más o menos, pudimos ver en "Los hombres que miraban fijamente a las cabras" (2009), donde George Clooney, Jeff Bridges e Ewan McGregor se echaban unas risas tanto con la pseudociencia como con los Jedi.
Sin embargo, la premisa dio para mucho en la ficción desatada: desde Charles Xavier a las Cuclillos de Stepford, no ha habido grupo de los X-Men del cómic -y estamos hablando de muchos grupos- que no haya tenido al menos un telépata entre sus filas.
El hackeo mental es un viejo aliado del tebeo perezoso (Mark Millar ya lo aplico a un Lobezno desatado, manipulado por Hydra y los ninjas de La Mano a la vez), con una cumbre del facepalm de la viñeta en la rival DC. ¿Esa escena horrible de El Hombre de Acero entre Superman y Zod? Snyder la extrapoló de "Crisis Infinita", un tebeo donde Maxwell Lord (convertido de empresario cachondo a genio del mal porque Geoff Johns y Dan Didio son así) tomaba el control de Superman obligando a que Wonder Woman le partiese el cuello.
Pero no todo es posesión. Cada cierto tiempo salta la noticia recurrente de “grupo de investigadores consigue borrar recuerdos”, al estilo del flasheo que le pegaban Tommy Lee Jones y Will Smith a los civiles en "Men in Black" (1997). Una técnica que Michel Gondry y Charli Kaufmann llevaron al límite en "Eternal Sunshine of the Spotless Mind", bellísima película que plantea una pregunta peliaguda: ¿dejarías que borrasen tus recuerdos de ese ex que no puedes olvidar?
Desde luego es más plausible eso que lo que vimos en "Inception" (2010), donde Nolan jugaba con la idea de entrar en los sueños de la gente con los mismos fines de Johnny Mnemonic: espionaje industrial. Manipular o monitorizar los sueños es ya un viejo tema de la ciencia-ficción, con hitos como "El Señor de los Sueños" (1965) de Roger Zelazny o incluso la presencia televisiva en series como "El Prisionero" (1967), donde queda claro que lo de meterse en mentes ajenas es una continuación del panópticon, la prisión perfecta donde todo queda al descubierto.
El violador subliminal
La combinación de manipulación de recuerdos y monitorización mental también aparece con otra forma basada en la realidad: las ordenes subliminales o las sugestiones posthipnóticas, por citar las más célebres. La idea de que en nuestro cerebro se pueden plantar ideas víricas, tomar el control de nuestros actos o ejecutarnos una tarea determinada.
Incluso hackear nuestro cuerpo, como ya pasaba en "Los Hechos del Caso del Señor Valdemar" (1845). La idea toca los peligros de la realidad aumentada en "Están Vivos" (1998), donde Roddy Piper encuentra unas gafas que le descubren la realidad: estamos dominados por alienígenas literalmente descarados que llenan todo con mensajes de dominación ocultos a simple vista, como tu gorra de OBEY, para conseguir una sociedad dócil.
En cuanto a la sugestión posthipnótica, tiene su cumbre del desmadre en dos obras recientes. Por un lado, en la película "Zoolander" (2001), donde Ben Stiller recibe la orden de asesinar al Primer Ministro de Malasia cuando suena Relax, de Frankie Goes To Hollywood.
El tema se trataría más en serio, pero con idéntica poca contención, en videojuego "Bioshock" (2007), donde (ojo, spoilers... aunque han pasado ¡7 años!) el protagonista/jugador descubre, en una brillantísima reflexión de Levine sobre la relación entre diseñadores y jugadores, que todo lo que ha hecho en el juego estaba planeado desde el principio. La capacidad de elección es ficticia en el medio, estás programado para hacer lo que los estudios quieran mientras no suelten el mando, aunque pienses que eres libre para ir por ahí disparando a polígonos en mundos de síntesis.
Porque, como siempre, la ficción lo único que hace es exagerar las realidades que ya vivimos: tu cerebro, por debajo de esa bonita capa de escritorio gráfico al que llamas consciencia, es un sistema operativo poco protegido. Y Ellos tienen las contraseñas.
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