Durante décadas, los científicos han sabido que la mejor solución para sacar CO2 de la atmósfera estaba delante de sus ojos: en las plantas y las cianobacterias fotosintéticas. Ellas, de forma natural y tremendamente eficiente, usan la luz del sol para transformar y fijar el dióxido de carbono.
Con un poco de suerte, se decían los biólogos moleculares, podremos aumentar su capacidad de fijación y reconvertirlos en "fábricas biológicas" para luchar contra el cambio climático (a la vez que fabricamos biocombustibles y abonos). Sin embargo, todos estos organismos han resultado tremendamente difíciles de modificar genéticamente.
Fue, entonces, cuando un equipo de investigadores israelíes decidió darle la vuelta al problema. ¿Y si, en lugar de modificar los mecanismos moleculares de esos organismos duros de pelar, cogían un organismos sencillos de modificar y le metían algunos mecanismos de las cianobacterias? Es decir, como decía Tobías Erb, bioquímico y biólogo sintético del Instituto Max Plank, ¿Y si le hacemos una especie de "trasplante cardiaco metabólico" a las bacterias?
Darle la vuelta como un calcetín
Fue entonces cuando Ron Milo, que lleva una década estudiando a la E. coli, se dio cuenta de que esa bacteria era perfecta para intentarlo. No solo son fáciles de "toquetear" (genéticamente hablando) sino que, como tienen un rápido crecimiento, pueden ser probadas fácilmente y ajustadas de forma bastante inmediata. El reto era "darle la vuelta como un calcetín" a estas bacterias: si normalmente cogen azúcares y emiten CO2, ahora debería coger CO2 y emitir moléculas de carbono orgánico.
La buena noticia es que lo han conseguido. Mediante ingeniería genética consiguieron incorporar en las E. coli algunos genes propios de organismos fotosintéticos y crear una cepa que funcione a la inversa. Pero los problemas no se acaban ahí: pese a que la bacteria tenía, sobre el papel, la capacidad de consumir CO2, "se negó a hacerlo".
El equipo ha necesitado más de un año de 'evolución controlada' en el laboratorio dándole CO2 a concentraciones un 250% superiores a las de la atmósfera para que las bacterias empezaran a utilizar el dióxido. Eso sí, los cambios tienen consecuencias.
Mientras que una colonia de E. coli normal puede duplicarse en 20 minutos, la cepa israelí tarda en hacerlo 18 horas (y eso, a condiciones de vida aún muy irreales). Es decir, como prueba de concepto, es alucinante, pero las limitaciones son más que evidentes.
No cabe duda de que el trabajo es un hito importante en nuestra capacidad para "cacharrear" con los mecanismos moleculares de las bacterias y nos permite ser optimistas con este tipo de tecnologías. Pero no debemos llevarnos a engaño, está a años luz de constituir una alternativa viable para fijar el CO2 atmosférico.
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