El objetivo está claro. Cómo alcanzarlo y, sobre todo, cómo hacerlo a tiempo es ya un tema más espinoso. Si queremos limitar el calentamiento del planeta a 1,5 grados y esquivar así las peores consecuencias del cambio climático necesitamos mover ficha, reducir emisiones contaminantes, avanzar en la descarbonización y darle una vuelta a nuestro sistema energético.
Sobre la mesa tenemos desde hace ya bastante tiempo también otra herramienta, menos estructural quizás; pero que puede ayudarnos en el camino: la captura y almacenamiento de carbono, incluida incluso entre las “vías de mitigación” del clima descritas por el respetado IPCC.
A medida que la descarbonización gana peso en la agenda pública y del sector privado, el también conocido como “secuestro” de dióxido de carbono deja de ser sin embargo una solución teórica, o un tema de debate en foros especializados, como la COP26, para adoptar tintes de negocio.
¿Qué es exactamente la captura y almacenamiento de CO2? Pues el nombre lo dice prácticamente todo. La captura y almacenamiento de carbono —CAC o CCS, por sus siglas en inglés— consiste básicamente en “cazar” el CO2 que generan, por ejemplo, nuestros coches o chimeneas industriales para luego confinarlo de manera segura. Ese es el punto de partida del sistema, claro. El cómo, cuándo y para qué capturar ese CO2 abre ya un interesante abanico de posibilidades.
Sobre la mesa hay diferentes opciones. Hay métodos que van a por el CO2 ya liberado, liberado tras la quema de combustibles. Otros anticipan el proceso y evitan las emisiones. Una vez “cazado”, el CO2 se almacena en un espacio seguro para mantenerlo aislado de la atmósfera a largo plazo o convertirlo incluso en combustibles, hormigón o jabón. Ya hay iniciativas para lograrlo.
De la teoría, a los hechos. No todo es teoría. Hace ya un buen puñado de años que tenemos plantas que intentan demostrar la viabilidad del sistema. En 2018 —precisa la cadena CBC— había repartidas por el mundo casi una veintena de instalaciones comerciales a gran escala, media decena en construcción y otra veintena en alguna fase de desarrollo. En ciertos casos, como la central Boundary Damm, en Canadá, la captura de carbono arrancó hace ya casi una década.
Y de los hechos, al negocio. Más allá de las experiencias piloto, hay ya empresas que han decidido apostar de forma decidida por el CAC como negocio. Hace poco Wired publicaba un reportaje en el que detalla diferentes iniciativas que ya centran la atención del sector privado en el Golfo de México, una zona con un fuerte músculo petrolero: allí, en Port Arthur, está la mayor refinería de EEUU.
En un círculo de apenas 120 kilómetros en torno a Port Arthur —detalla Wired— se concentran más de media docena de proyectos a escala industrial, algunos impulsados por gigantes petroleros, que buscan zonas subterráneas en las que almacenar el dióxido de carbono. No todas se encuentran al mismo nivel de desarrollo, pero se ha planteado ya la posibilidad de inversiones millonarias.
Ni a ciegas, ni a solas. En su empeño las compañías que trabajan en el golfo no andan a ciegas. Tampoco están solas. Tip Meckel y su equipo llevan década y media mapeando la costa, su arenisca y roca para demostrar su potencial. La propia administración de EEUU ha movido ficha: en 2018 el Congreso reforzó un crédito fiscal para la captura de CO2 que hasta entonces había pasado sin pena ni gloria: la medida otorgaba un crédito de hasta 50 dólares por cada tonelada de CO2 residual.
En el nuevo escenario los operadores de oleoductos ven en el CO2 un “nuevo gran mercado” y los terratenientes, la posibilidad de lograr ganancias y sacar mayor rentabilidad a sus tierras.
Algunas iniciativas concretas. Una de las firmas que ha visto el potencial del CCS es Carbonvert, que se presenta a sí misma como “una empresa de financiación y desarrollo de proyectos de captura y almacenamiento de carbono que simplifica la descarbonización para los emisores industriales”. La compañía captura el CO2 en las industrias y lo dirige a espacios subterráneos de almacenamiento, como formaciones rocosas, depósitos de hidrocarburos ya agotados o acuíferos salinos. Todo, precisa en su web, mientras “minimiza los costos operativos para los emisores”.
Para encontrar firmas interesadas en captar el CO2 de otras compañías y permitirles así reducir su huella de carbono no hay que irse tan lejos. Ni remontarse mucho en el tiempo. Hace poco Airbus y algunas grandes aerolíneas, como Air Canadá, Air France, easyJet o Lufthansa, firmaron una carta de intención (Lol) para comprar créditos de eliminación de carbono de 1PointFive, socio a su vez de la propia Airbus. ¿Qué significa eso? Que, de concretarse el acuerdo, 1PointFive les ayudaría a alcanzar el ansiado y complejo objetivo de las emisiones netas de carbono cero.
¿Qué significa eso? El caso de Airbus refleja bien los planteamientos de la industria y las posibilidades del nuevo servicio, por lo que vale la pena detenerse en él. Desde hace algún tiempo las aerolíneas afrontan un problema delicado: sus emisiones contaminantes han abierto ya el debate sobre la aplicación de nuevas tasas o el veto a vuelos cortos que puedan cubrirse perfectamente con el ferrocarril. Dicho de otro modo, su huella medioambiental puede ser también económica.
Para reducir su impacto el sector explora diferentes opciones, como combustibles más sostenibles (SAF), la aviación eléctrica o con hidrógeno o incluso nuevas fórmulas, como el espectacular zepelín Airlander 10. El servicio de 1PointFive ofrece a las compañías aéreas otra solución: hacerse con “créditos” para que la empresa, a través de su sistema de grandes ventiladores, capte CO2 que compense el que emiten las aerolíneas durante sus vuelos. Lo que sale, por lo que entra.
¿Y funciona? Hay empresas como la estadounidense CO2 Rail que están convencidas de que sí; pero las opiniones no son unánimes y desde luego dejan muchos matices. La cantidad de CO2 que capturan es aún muy reducida —Wired estima que en 2021 se “secuestraron” unas 37 millones de toneladas métricas a nivel mundial, que es lo que emite solo el área de Port Arthur en un año— y algunos analistas cuestionan que sea inteligente destinar los fondos a impulsar esta vía.
“Esta idea de que está bien seguir quemando gasolina siempre y cuando hagas una cantidad equivalente de captura y almacenamiento de carbono es realmente peligroso”, lamenta Dianne Saxe, excomisaria de medioambiente en Ontario. El CAC es además costoso en comparación con otras alternativas, como, por ejemplo, la plantación de árboles o incluso las energías verdes.
Cuestión de números. En 2017 se calculaba que los proyectos de eólica y solar a gran escala costaban menos de 30 dólares por tonelada de CO2; en el caso de las plantas de energía de combustibles fósiles con captura y almacenamiento esa factura subía a entre 43 y 95.
Otro dato que invita a la reflexión es el balance de Orca, una amplia instalación de captura de carbono. Hace algo menos de un año Business Insider contactó con expertos que, tras sacar la calculadora, estimaban que un año solo podría anular las emisiones globales de apenas tres segundos. Otros inciden en el alto coste de la captura directa en el aire, situándola incluso en alrededor de 515 euros por cada tonelada de dióxido de carbono "cazada".
Imágenes | Climeworks y Airbus
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