A simple vista es un plato tradicional, con sus fabes, su pancetita y chorizos, pero la próxima vez que comas una fabada piensa lo siguiente: más allá del dinero que pagues o el ardor de estómago del día después, ese gesto tendrá probablemente un coste para el planeta. Ocurre con la fabada, pero también con la paella, un chuletón con patatas o incluso una ensalada con brotes de soja.
La industria que se encarga de nuestra alimentación le pasa factura a la naturaleza. Durante el proceso que nos permite abastecernos de carne o verduras emite CO2, metano, suplanta superficies boscosas por otras de cultivo y empobrece los suelos y aguas, un cóctel que, a la larga, contribuye al calentamiento global. Pero... ¿Y si en vez de ser un problema fuesen parte de la solución?
¿Puede la industria de la alimentación ayudar a revertir la contaminación?
En el sector hay quien está convencido de que sí. Y ya trabaja para demostrarlo.
La otra "factura" de nuestros menús. El que figura en la etiqueta no es el único coste de los alimentos que comemos. Para el planeta hay otro igual o incluso más importante, aunque, al menos de entrada, no se mida en euros: la polución. Según la FAO, la ganadería genera en todo el planeta el equivalente a 7,1 gigatoneladas de dióxido de carbono (CO2) anuales, lo que representa el 14,5% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) achacables al hombre.
Bajando más al detalle, ya solo la producción y procesamiento de alimentos, lo que incluye los cambios en el uso de la tierra, representa el 45% de las emisiones. Otro 39% parte de lo que se conoce como "fermentación entérica" de los rumiantes, que se relaciona con el metano generado durante la digestión. El mayor problema lo representan la carne de las reses y la leche de vaca. En cuanto a los tipos de emisiones, destacan el metano, el óxido nitroso y el dióxido de carbono.
La huella de la agricultura. No todo es achacable a la ganadería, por supuesto. Al menos directamente. Otro actor importante es la agricultura, que durante los últimos años se ha expandido de forma notable para cubrir la demanda de alimentación tanto del ganado como de los humanos. Un estudio publicado en diciembre por Science muestra que en apenas dos décadas, entre 2003 y 2019, los campos dedicados a maíz, trigo o arroz, entre otros cultivos, han ganado más de un millón de kilómetros cuadrados, extensión equivalente al doble de la superficie de España.
El problema de que la tierra de cultivo se expanda es que a menudo lo hace a costa de bosques, sabanas o selvas, por ejemplo, terrenos capaces de almacenar grandes cantidades de carbono en los árboles o el suelo. El mismo estudio concluía que alrededor de la mitad de la nueva superficie, el 49%, reemplazó a vegetación natural y cubiertas arbóreas. La tendencia se explica en gran medida por el aumento de población o la demanda de soja y se centra en América del Sur y África.
"Repensar" las emisiones de las vacas. Pero... ¿Y si encontráramos una forma, por ejemplo, de paliar el efecto del metano generado por las vacas? No es un reto menor. El 44% de las emisiones que genera la ganadería son, precisamente, en forma de CH4. Para conseguirlo hay quienes ya han decidido echar mano de un aliado inesperado: las algas; la asparagopsis, para ser más precisos, un genero localizadp en las aguas cálidas de Australia y que, gracias a su contenido en bromoformo, puede suponer un ingrediente tan interesante como valioso en la dieta del ganado.
Los datos recogidos por la BBC muestran una efectividad considerable. Cuando el bromoformo representa el 2% de la dieta de las vacas sus emisiones de metano llegan a reducirse hasta en un 98%. Quedan sin embargo muchas dudas sobre la mesa, como aclarar su impacto en la salud o incluso hasta qué punto el propio ganado está dispuesto a aceptarlo en su "menú".
Un valioso aliado que va mucho más allá del metano. Lo cierto es que el cultivo de macroalgas marinas no solo puede ayudarnos a controlar las flatulencias del ganado. Otra de sus ventajas es que actúan como eficientes "secuestradoras" de CO2 de la atmósfera. Un estudio publicado en 2019 en la revista Nature Geoscience mostraba un extenso listado de especies capaces de hundir el carbono por debajo de 1.000 m, hasta profundidades que reducen el riesgo de que regrese a la atmósfera.
Además de almacenar CO2, las algas marinas también absorben el exceso de nutrientes de los fertilizantes que se emplea en los campos de cultivo y acaba llegando a los océanos. El resultado: se paliaría el daño que ocasiona la industria alimentaria; pero también se contribuiría a revertir en cierto modo parte del daño que se ocasiona o incluso facilitaría la reducción de los niveles de CO2.
De sumar polución a restarla. El cambio de filosofía sería considerable y favorecería que la industria, directamente, ayudase a restar gases que contribuyen al calentamiento global. Más allá del papel que puedan desempeñar las algas marinas, recuerda BBC, hay quien ya recurre a las técnicas de edición de genes para desarrollar variedades de cultivo pensadas para absorber más CO2 de la atmósfera. Otras estrategias apuntan las ventajas de un cambio de mentalidad en la planificación de los cultivos. Un estudio desarrollado hace poco en los Pirineos, por ejemplo, concluía que los cultivos mixtos de cereales y leguminosas captan mucho más dióxido de carbono que los monocultivos.
Un buen lingotazo de CO2. Sobre la mesa de la industria alimentaria hay otras soluciones llamativas. Quizás una de las más curiosas es la que plantea reutilizar el dióxido de carbono para elaborar con él... ¡Bebidas, como vodka o agua con gas! Air Company, una empresa estadounidense, emplea básicamente CO2, agua y electricidad para producir bebidas alcohólicas.
El proceso es relativamente sencillo y, argumenta la empresa, se basa en energías limpias: capta dióxido de carbono y en su destilería recurre a electricidad para dividir hidrógeno y oxígeno y luego combina el hidrógeno con CO2 y un catalizador. El resultado final: vozka que pudes beberte sabiendo que has eliminado algo de CO2 de la atmósfera. Incluso Coca-Cola explora en esa dirección.
Cambio de mentalidad en el sector. Al margen de las iniciativas puntuales y sus efectos, lo innegable es que desde hace años hay una corriente creciente en el sector que busca fórmulas para reducir su impacto en el medio. Biuenos ejemplos son la agricultura de precisión, que quiere un uso lo más racional posible del agua y fertilizantes, o la agricultura regenerativa, con la que se pretende evitar la degradación de los suelos y que, entre otras cosas, pierdan su capacidad como almacén de carbono. No todos los esfuerzos parten del sector. Diferentes administraciones han apostado también por endurecer el control de pesticidas y otros productos fitosanitarios que degradan los campos.
E incluso propuestas rompedoras. También hay propuestas que plantean un giro de tuerca y cambiar de forma radical la forma de entender la industria de la alimentación. Quizás una de las que más fuerza ha ganado en los últimos años es la que aboga por la cría y consumo de insectos, tanto para humanos como para el ganado. Quienes lo defienden insisten en que suponen una fuente rica en proteínas y su explotación reduciría de forma considerable la huella en el medio ambiente.
Otras propuestas curiosas se centran en la aeroponía e hidroponía —cultivos en el aire o sustituyendo la tierra por agua—, organizados en espacios interiores o incluso bajo tierra. También los invernaderos de agua de mar y que se nutren fundamentalmente de del agua de los océanos y la luz del sol para sacar adelante la producción. El reto es en todos los casos el mismo: mantener la producción de una humanidad que sigue creciendo... sin que se dispare la "factura" climática.
Imágenes | Alex Haney (Unsplash) y Max Saeling (Unsplash)
Ver todos los comentarios en https://www.xataka.com
VER 27 Comentarios