El 1 de agosto de 1828, en Puerto del Hambre, un capitán inglés se pegó un tiro en la cabeza. Murió doce días después, en su camarote, entre gemidos y gritos de dolor. Su tumba aún está allí, decorada con cartas náuticas. Dos años tardó su barco, el HMS Beagle, en llegar de nuevo a Plymouth y cuando lo hizo llevaba a un aristócrata de 26 años llamado Robert FitzRoy como capitán.
Junto con el Titanic, la Santa María y el Nautilus, el Beagle es uno de los navíos más conocidos del mundo. Durante cinco años fue la casa de un jovencísimo naturalista inglés que, con el paso de los años, llegaría a enunciar una de las ideas más peligrosas jamás pensadas: la teoría de la evolución. Pero la historia pudo se otra (¡y muy distinta!) por culpa de una simple nariz.
Un capitán que no quería estar solo
Pese a su juventud, el capitán FitzRoy tenía varias cosas a su favor: había comandado durante dos años una nave, había culminado la expedición con éxito y, sobre todo, era sobrino de George FitzRoy, cuarto duque de Granfton. Por eso, no era de extrañar que le encomendaran otra de la gran cantidad de misiones que trataban de hacer el levantamiento hidrográfico de las costas de América del Sur.
Con la independencia de las repúblicas latinoaméricanas, esa información cartográfica era de vital importancia para el ejército británico. El único problema es que era una tarea terriblemente aburrida. Sin ir más lejos, Pringle Stokes, el capitán del que hablaba al principio, cayó en una profundísima depresión antes de suicidarse.
Por eso, FitzRoy pidió un geólogo para la misión. Nadie discute que, como ya había comprobado en la misión anterior, llevar a alguien capaz de "conocer la naturaleza de las rocas y las tierras" de las regiones que visitaban podía ser de mucha utilidad. Pero esa era solamente la razón oficial. FitzRoy no quería estar solo.
Debería de haber escrito ese 'solo' entre comillas. Evidentemente, un bergantín de la clase Cherokee como ese llevaba en su panza a una media de 120 personas. Pero la aristocracia siempre ha sido exquisita para sus compañías. El capitán buscaba contar con un caballero con intereses científicos y formación universitaria que pudiera ser una excelente compañía para conversar durante los meses que durara el viaje. El problema era cómo seleccionar a ese caballero. Por suerte, FitzRoy sabía cómo hacerlo.
El espejo del alma
Aunque la fisiognomía es tan antigua como el ser humano, la idea de que a través de la forma de la cara se podía conocer la personalidad de la gente alcanzó popularidad gracias a Lavater, un pastor suizo que vivió en la segunda mitad del siglo XVIII. Y cuando digo popular, digo popularísima.
Los grandes intelectuales del momento aceptaron las tesis pseudocientíficas de la fisiognomía como un hecho demostrado. Daba igual de quien habláramos: médicos como Charles Bell, filósofos como Herbert Spencer o escritores como Balzac; todos miraban el dibujo de unas cejas, la prominencia de un mentón o la forma de una nariz buscando claves para entender a los que les rodeaban. FriztRoy también.
Un joven de 22 años
Cuando quedó claro que ninguno de sus amigos quería acompañarlo en el viaje, el capitán escribió al Almirantazgo para que encontrara a alguien que, reuniendo los requisitos, quisiera acompañarles. Se pudieron en contacto con la Universidad de Cambridge. Tras algunos intentos infructuosos, en la puerta de FitzRoy apareció un joven de 22 años que, sobre el papel, parecía perfecto.
Pero en el papel no estaba, entendedme, la silueta de su nariz. ¡Madre mía, la nariz! Estaba convencido de que esa nariz no era la de un hombre con la energía y determinación necesarias para ese viaje. FitzRoy hizo lo imposible para que ese tipo no pisara el Beagle en ningún momento. Pero, al final, se hizo evidente que o aceptaba esa nariz o tendría que realizar el viaje solo.
Y menos mal. Esa nariz recogió decenas de muestras y colecciones, tomó miles de anotaciones geológicas, biológicas y antropológicas y, muchos años después, enunció la teoría de la evolución. Una nariz llamada Charles Darwin. La fisiognomía pudo cambiar la historia de la biología contemporánea (aunque fuera por llamar 'wallacismo' al pensamiento evolucionista). Para que luego digan que las pseudociencias no son peligrosas. Manda narices.
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