Hace unas semanas me quejaba de que no estábamos siendo capaces de meter a la sequía en el centro del debate. La buena noticia es que parece que eso está empezando a cambiar: a medida que los pantanos se acercan a sus mínimos históricos y los ecosistemas se ponen al límite, televisiones, radios y periódicos empiezan a tomarse el tema en serio.
La mala noticia es que está comenzando a llover y corremos el riesgo de olvidar que una crisis de este tipo es mucho más que un grifo que no echa agua. Estamos ante la que probablemente sea la peor sequía en tres siglos, el problema va mucho más allá. Así va a quedar España tras la primera gran consecuencia del cambio climático.
La peor sequía de los últimos 300 años
O, para ser precisos, de los últimos 320 años. Hace un par de años, un equipo de la Universidad de Zaragoza hizo un estudio realmente interesante: reuniendo decenas de fuentes de información (y miles de anillos de árboles), consiguieron radiografiar todas las sequías desde 1694. Entre sus conclusiones, aparecía que “la cuenca mediterránea es testigo desde hace al menos cinco décadas de un aumento de los problemas hídricos”.
Sus datos señalaban que los últimos meses del estudio (que coincidían con los últimos meses de 2012) estaban siendo alarmantemente secos. Y, efectivamente, aunque la peor sequía nos azotó en los 90 (por la concatenación de dos periodos de estrés hídrico casi sin solución de continuidad), los veranos de 2012 y 2013 fueron los más secos de los últimos siglos. Al menos, hasta ahora: 2017 amenaza con pulverizar todas esas estadísticas.
Esto no es algo que haya pasado desapercibido. Una quinta parte del territorio español ya se ha desertificado y, nivel global, cada año se pierden 24 mil millones de toneladas de suelo fértil. Es decir, en los últimos 20 se han perdido el equivalente a toda la superficie agrio agrícola de EEUU.
Más allá de un grifo que no echa agua
La memoria tiene las patas muy cortas. No os voy a engañar, yo recuerdo la sequía como un asunto nebuloso de mi infancia. Recuerdo cómo se racionaba el agua, recuerdo las cisternas y recuerdo las aljibes que se construían en las casas para aguantar el chaparrón. Ahora se nos ha olvidado. O, al menos, eso parece si nos fijamos en las prácticas sociales.
Y esas prácticas son parte del problema, claro. Pero va mucho más allá. La sequía no está siendo más que la continuación de la crisis por otros medios: los agricultores viven en el filo de la navaja y la demanda europea es tan poco elástica que los problemas en el campo se transmiten rápidamente a la cesta de la compra y a los bolsillos de todo el país.
El combo de incendios forestales, desertificación y estrés hídrico tiene un impacto muy importante en eso que ha venido a denominarse ‘la España vacía’, esa parte del país que aún tiene una dependencias importante del sector primario. Esa es la primera torre.
La segunda es el impacto ambiental. Y no se trata solo de una preocupación netamente ecológica. Donde no crecen los invernaderos, las vides o los latifundios, siempre nos queda el turismo. Pero la destrucción del hábitat silvestre, la esquilmación de la flora y la fauna, la erosión de los bosques, los ríos y los lagos, la desaparición de los humedales no son solo un desastre ecológico son también un problema muy importante.
España se rompe y el motivo se llama sequía
Más importante de lo que podríamos pensar. Los estudios y los informes más completos señalan que no debemos descuidar el impacto social de la sequía. La ansiedad, la depresión y los trastornos emocionales en general crecen como una plaga; el polvo genera problemas respiratorios, los niveles de contaminación ambiental aumentan, la calidad del agua cae en picado.
No merece la pena andarse con rodeos: el resto de problemas tienen soluciones a medio plazo, este no. En los próximos diez años, un tercio de los médicos que trabajan en la España interior se jubilarán y, para 2025, la falta de relevo generacional hará que se empiecen a cerrar los consultorios. Es sólo un ejemplo.
Los medios y recursos que se desarrollaron durante los años de bonanza no son capaces de impulsar y reparar el tejido social que se está perdiendo a marchas forzadas. Y, a medida que ese tejido desaparece, el impacto económico, ambiental y social aumenta. Es un círculo vicioso que, salvo un milagro o una política más ambiciosa, parece claro: la sequía vaciará mucho más que los pantanos del país.
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