Durante el fin de semana hemos visto cómo el temporal arrasaba Garachico y cómo las olas destrozaban las barandillas de un edificio también en la isla de Tenerife. Además, las inundaciones han visitado amplias zonas de Cataluña y Comunidad Valenciana en lo que es toda una tradición en el levante peninsular. Las imágenes son terroríficas, lo que queda tras de ellas es aún peor.
Y, mientras tanto, los científicos andan cada vez más preocupados por el previsible crecimiento de los eventos meteorológicos extremos, hay una pregunta que año tras año sigue encima de la mesa: ¿Por qué nos metemos en la boca del lobo? ¿Por qué construimos ciudades enteras en zonas fácilmente inundables y por qué no estamos haciendo todo lo posible por reestructurar las tramas urbanas que ya están así? ¿Qué nos pasa con los lugares peligrosos?
Vivir peligrosamente
Después de que el huracán Katrina utilizara Nueva Orleans como su terreno de juegos, las autoridades crearon una comisión, Bring New Orleans Back, para reconstruir la ciudad de una forma más segura. La comisión intentó sacar adelante una reforma profunda que conllevaba trasladar una buena parte de la población a zonas altas y reconvertir los terrenos inundables en zonas verdes y sistemas de drenajes.
Edward Blakely, uno de los responsables del trabajo de recuperación de la ciudad, explicó que cuando presentó las propuestas en los barrios, "la gente se reía o se molestaba". Nadie se lo tomó en serio. Y Nueva Orleans solo es un ejemplo de algo que pasa en todo el mundo: llevamos décadas construyendo en lugares sorprendentemente peligrosos.
No solo hablamos de las zonas inundables por tormentas o por crecidas del nivel del mar, hablamos de millones de personas viviendo sobre volcanes o zonas sismológicamente muy activas, de las ciudades que creamos en tierra de Huracanes o de cientos de miles de barrios sobreviviendo gracias a un finísimo hilo de agua que la desertificación amenaza con cortar.
La virtud está en el punto medio
Por sorprendente que pueda parecer, históricamente hablando, nos establecimos en esos lugares por una buena razón: los mismos fenómenos que los hacen peligrosos son los que los hacen atractivos. Es lo que los ecólogos llaman "hipótesis de la perturbación intermedia": los cambios recurrentes facilitan el desarrollo de la diversidad y la abundancia.
En 1978, Joseph Connell empezó a estudiar ecosistemas especialmente diversos y se dio cuenta de que sitios tan dispares como los bosques tropicales o los arrecifes de coral tenían una cosa en común no eran estables. De hecho, los sitios más estables del mundo era precisamente los sitios menos apropiados para la vida. Lo mismo ocurría en entornos muy inestables.
Parecía existir un punto de perturbación perfecto que favorece la fertilidad del terreno y la diversidad de plantas y animales. Con esto en mente, no es difícil entender por qué nuestros antepasados decidieron quedarse en esos sitios, pero qué hacemos aún allí. Es más, por qué hemos pisado el acelerador en las últimas décadas y hemos invadido zonas aún más peligrosas.
Las vidas que hay en juego
Es una pregunta que se hace recurrentemente a los expertos en desastres naturales. Takako Izumi, investigadora del International Research Institute of Disaster Science at Tohoku University (Japón), piensa que la principal razón es que "la gente tiene dificultades con los riesgos potenciales".
Los desastres graves son raros y eso hace que el peligro sea algo demasiado nebuloso para evaluarlo correctamente. Y, "en última instancia, la cuestión científica y política de la reducción del riesgo se reduce a la percepción pública". Estos eventos destructivos ocurren una vez cada 50, 100 años o 500 años y, como ocurre con los seguros, invertir grandes cantidades de dinero para solucionar este tipo de problemas es algo (política, social y económicamente) muy poco viable.
Además, señala Izumi, hay un factor cultural y emocional. El hecho de que, durante miles de años, las culturas humanas se hayan ido asentando en zonas con "perturbación intermedia" ha creado vínculos entre las sociedades y los territorios. A veces, es una cuestión de patrimonio cultural y vínculos históricos; otras veces, hay una historia de prestigio social y estatus económico que nos atrae a lugares donde vivir es peligroso.
Izumi llega a decir que, según sus investigaciones, para los japoneses "vivir peligrosamente es preferible a perder las raíces sociales y culturales". No está claro que eso sea así en todos los lugares de riesgo porque, a día de hoy, la investigación es escasa. Pero sí es una llamada de atención sobre los problemas que conllevará adaptarnos al cambio climático.
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