El primero fue el niño. Tenía siete años y estaba sentado sobre una túnica de color gris. Tenía el cabello corto, un tocado de plumas blancas en la cabeza y un adorno de Spondylus, piel de llama y pelo humano en el torax. Miraba al sol naciente. Después encontraron a la doncella. Llevaba una trenza de plumas en el cabello y su cara aún conservaba restos de la pintura roja que habían usado en la ceremonia. Tenía hojas de coca en la boca y un vestido marrón claro y bordes rojos. Sobre los hombros llevaba un manto gris y un prendedor gris sobre el pecho.
La última fue la niña del rayo. Apenas tenía seis años de edad y la encontraron sentada, con las piernas flexionadas. Miraba al suroeste. Su cráneo, como el del niño había sido modificado intencionalmente para adquirir una forma cónica, algo que las casas nobles incas asociaban a la belleza y a la jerarquía. Tenía el cabello lacio adornado con dos finas trenzas y rematado con una placa de metal. Quizás fue eso lo que guio al rayo hacia ella y dañó parte de su cuerpo y su ropa.
Cuando los investigadores los encontraron a 6715 metros sobre el nivel del mar, por un momento, pensaron que estaban dormidos. Pero no lo estaban. Muchos años antes, en un verano entre 1480 y 1532, los tres niños fueron llevados hasta allí, la cima del gran volcán Llulaillaco y fueron sometidos a la 'qhapaq hucha', una ceremonia ritual de máxima importancia en el imperio inca que culminaba, tras años de preparación y consumo de drogas, en un sacrificio humano en el techo del mundo.
Los niños del volcán
En 1952, el Club Andino de Chile realizó la primera ascención deportiva al Llullaillaco. Al volver, contaron que había visto algo. Entre el 53 y el 54, el polémico (con razón) Hans-Ulrich Rudel hizo tres ascensiones más. Con cada una, la historia del enterramiento del volcán iba creciendo. Por ello, entre el 58 y el 61, se realizaron las primeras excavaciones que por (la altura y las dificultades técnicas) no llegaron a localizar el lugar donde estaban los niños.
Hubo que esperar al año 1998, cuando la National Geographic Society decide financiar una expedición para dilucidar si las historias, los rumores y las leyendas tienen algo de verdad. Así fue como un equipo de arqueólogos argentinos y peruanos (a las órdenes de Johan Reinhard y Constanza Ceruti) ascendieron los 6700 metros que había hasta aquel lugar donde, quinientos años antes, se había celebrado la 'qhapaq hucha'.
El 17 de marzo de 1999, encontraron el cuerpo del Niño, primero; y el de la Doncella después. Dos días más tarde, encontraron a la Niña del Rayo. Los cronistas españoles habían documentado ampliamente la 'qhapaq hucha', pero el conocimiento de la ceremonia era escaso y confuso. Cuando los investigadores vieron los cuerpos y su sorprendente estado de conservación, supieron que estaban antes un hecho insólito y ante una oportunidad histórica.
Una ventana al pasado
Los niños de Llullaillaco pasaron tres semanas en dos congeladores militares en Salta (Argentina) y cinco años en las dependencias de la Universidad Católica de la ciudad. La provincia no estaba preparada para un hallazgo de esa dimensión. Los mejores profesionales del Gran Norte argentino fueron requeridos para analizar los cuerpos. Un prestigioso dentista salteño, sin ir más lejos, realizó las radiografías. Sus cabellos fueron analizados con una minuciosidad realmente increíble.
Así fue como aprendimos que la Doncella, la única que no pertenecía a la aristocracia incaiaca, había cambiado su alimentación en el último año. No sólo comió más carne, sino que consumió cantidades cada vez más elevadas de alcohol y hoja de coca durante el largo camino entre Cuzco y el Llullaillaco.
También así aprendimos los detalles de la 'qhapaq hucha' y comprendimos mucho mejor algunos de los grandes interrogantes de la cultura inca. Sin embargo, todo esto palidece ante la sensación de pararse en el Museo Arqueológico de Alta Montaña de la ciudad de Salta y ver uno de esos cuerpos ahí, a escasos centímetros de ti, separados tan solo por un fino cristal.
No soy una persona fácilmente impresionable, la verdad. Pero los quince minutos de silencio que pasé frente a la Doncella y los quinientos años de frío que separaban nuestros mundos no se me olvidarán rápidamente. En un mundo tan extraño como el actual, esos pequeños milagros son una de las pocas razones que quedan para seguir buscando la belleza y la verdad.
Imagen | Groover Pedro
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