En junio de 1503, durante su cuarto viaje, el Caribe le gastó a Colón una broma. 'Broma', de hecho, es el nombre popular de la Teredo navalis, un molusco que se alimenta de madera sumergida y se cebó con los cuatro barcos de la expedición hasta destruirlos. Maltrechos y desnutridos, los marinos naufragaron en Jamaica.
Al principio, mientras esperaban la llegada del rescate, el centenar de expedicionarios recibió ayuda y comida de los nativos. Pero a medida que pasaban los meses y nadie iba a por ellos, la cosa se descontroló y los indígenas dejaron de avituallar a los náufragos.
El 29 de febrero de 1504 y a la desesperada, Colon visitó la aldea de los nativos y, con una gran puesta en escena, predijo que la luna se oscurecería como muestra del enfado de los dioses por el maltrato que estaban dando. Aquella noche, en efecto, la luna desapareció. No era magia, era astronomía.
Astronomía y superstición.
Y es que los eclipses llevan milenios asustando a la humanidad. "Nada puede ser sorprendente, imposible o milagroso, ahora que Zeus, padre de los Olímpicos ha hecho la noche en pleno día, ocultando la luz del sol brillante. Un miedo que debilita el ánimo sobrevino a la humanidad. Después de esto, los hombres pueden creer y esperar cualquier cosa". Arquíloco, el autor de esas frases, estaba describiendo un eclipse de sol. Un eclipse que pudo ver con sus propios ojos el 6 de abril del 647 a.C. en la isla de Paros.
Para esa época ya había 'proto-científicos' que habían adivinado qué eran y por qué ocurrían los eclipses, sin embargo durante la mayor parte de la historia de la humanidad (hasta el siglo XVII en muchos casos) la inmensa mayoría de las personas creían que eran intervenciones divinas. Muchas lo siguen creyendo.
Cada eclipse, un fin del mundo. Durante el eclipse de sol de 2017, varios grupos evangelistas por todo Estados Unidos estuvieron predicando que ese evento constituía el comiendo de la "Gran Tribulación", siete años terribles que diezmarían la población mundial en hasta un 75%. Lo cierto es que teniendo en cuenta cómo han ido estos siete años (con pandemias, guerras y recesiones económicas a la orden del día), no negaré que alguna tribulación hemos tenido. Pero desde luego, la sangre no ha llegado al río.
De hecho, ni siquiera hace falta un eclipse. En 1910, con la llegada del cometa Halley, el mundo se volvió loco y la prensa de la época se pasó meses diciendo que "se venía el fin del mundo" o que "el cometa podría arrasar toda la vida" con argumentos tan plausibles como que "el gas cianógeno [del cometa] impregnaría la atmósfera". Un poco antes, en 1859, cuando el evento Carrington revolucionó el campo magnético de la Tierra, las reacciones fueron similares.
La explicación es sencilla. "En la antigüedad, la gente regularizaba sus vidas según el orden del mundo que los rodeaba, la mitad del cual era el cielo", explicaba el astrónomo Edwin Krupp en la BBC. "Y acontecimientos como un eclipse suponían una intrusión del caos en ese orden. Hoy en día todavía hay partes del mundo, como la India, donde [algunas] mujeres embarazadas no salen durante el eclipse porque creen que son vulnerables, lo que se deriva de estos antiguos miedos”.
Y, como decía Bradley Schaefer, profesor de astronomía y astrofísica en la Universidad Estatal de Luisiana, "en todas las sociedades alrededor del mundo, los eclipses y cometas eran los fenómenos más temidos". Tenemos registros de ello desde Babilonia a la Polinesia, desde China a los mapuches del cono sur.
Queda mucho por hacer. Hoy por hoy, la alfabetización científica ha avanzado mucho y las zonas que están declarando el estado de emergencia lo hacen por los turistas (y no porque crean que se va a acabar el mundo). No obstante, esos miedos son algo más que falta de divulgación científica. Nos hablan de cómo ve el mundo una buena parte de la sociedad y de todas las cosas que nos quedan por hacer.
Imagen | Paul Jacob Naftel