Aunque hace ya once años que Alberto Martos se jubiló, después de casi cuatro décadas de carrera en las estaciones que NASA y ESA tienen en Madrid, su mirada sigue siendo la de alguien ansioso por continuar aprendiendo y embarcándose en nuevas expediciones. Basta hablar unos minutos con él para darse cuenta de que adora la ciencia y la tecnología, como el ingeniero técnico de telecomunicación que es, pero también, y con la misma pasión, la historia y la música.
Alberto comenzó su andadura en 1970, en la estación que NASA aún hoy tiene en Robledo de Chavela, una apacible localidad situada a escasos sesenta kilómetros de la capital. Esa incipiente década se erguía imponente ante NASA, que se encontraba enfrascada de lleno en el programa Apolo y con la ambición de demostrar la superioridad tecnológica estadounidense frente a una Unión Soviética a la que ya había aventajado al colocar, en 1969, al primer hombre sobre la Luna.
El gobierno estadounidense quería demostrar la superioridad tecnológica de su país frente a la Unión Soviética colocando al primer hombre sobre la superficie de la Luna, algo que logró el 21 de julio de 1969
La carrera espacial fue una de las múltiples formas que adquirió la Guerra Fría en la que el bloque occidental-capitalista, liderado por Estados Unidos, y el bloque oriental-comunista, encabezado por la Unión Soviética, estuvieron enfrascados desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la disolución de la URSS, que culminó a finales de 1991. Sin lugar a dudas, 1970 debió ser un año emocionante para un joven de 28 años recién aterrizado en una NASA que acababa de alcanzar un hito sorprendente solo unos meses antes, pero que aún tenía por delante desafíos colosales.
De las válvulas termoiónicas a la misión Apolo 14
Estudiar ingeniería de telecomunicación a principios de los años 60 debió ser muy diferente a hacerlo ahora tanto por los medios de los que disponían las escasas escuelas españolas que ofrecían estos estudios como por el desarrollo que había alcanzando esta rama de la ingeniería. Alberto recuerda con absoluta claridad sus primeros pasos en un mundo con el que aún hoy, a pesar de estar jubilado, sigue vinculado: «Comencé mis estudios en 1962, en una época tan antigua que estudié radio con válvulas termoiónicas, aunque entonces ya existían los transistores».
John Bardeen, William Shockley y Walter Brattain, tres físicos estadounidenses de los Laboratorios Bell, inventaron los transistores tal y como los conocemos en 1947, pero una década y media después estos dispositivos electrónicos semiconductores aún no habían conseguido calar en algunos de los profesores universitarios que impartían materias relacionadas íntimamente con la electrónica. «Jamás ese bichejo con tres patas llegará a derrocar la nobleza de las curvas del triodo de alto vacío», recita Alberto, entre risas, evocando las palabras de uno de sus profesores en la escuela de telecomunicación.
Cuando terminó sus estudios, en 1965, trabajó durante dos años como becario de investigaciones científicas, hasta que en 1967 consiguió un puesto fijo en este mismo empleo. No obstante, su llegada a NASA no se hizo esperar mucho. Un día cualquiera de comienzos del verano de 1969 Alberto descubrió cerca de su casa un cartel que anunciaba una conferencia pronunciada, casualmente, por el profesor particular que le ayudó a aprobar la asignatura de redes de datos, que era «el coco» de la carrera de telecomunicaciones en su escuela debido a la ineficacia del profesor titular que la impartía en aquella época.
Armstrong, Aldrin y Collins acababan de completar con éxito la misión Apolo 11. El hombre por fin había conseguido pisar el suelo lunar, y, precisamente, este era el tema sobre el que versaba la conferencia: el proyecto Apolo. La oportunidad de conocer más detalles acerca de las misiones que mantenían en vilo a medio mundo era demasiado tentadora como para dejarla escapar. Y, además, de la mano del profesor particular que le había ayudado a sortear aquella asignatura tan puñetera.
Durante los años 60, 70 y la primera mitad de los 80 NASA mantuvo dos estaciones de seguimiento cerca de Madrid: las de Robledo de Chavela y Fresnedillas
Durante nuestra conversación Alberto me confesó que aquella charla le gustó mucho, por lo que, cuando terminó, decidió acercarse al estrado para saludar a su antiguo profesor, que en aquella época trabajaba en la estación que NASA tenía en Fresnedillas de la Oliva, una pequeña localidad situada a algo más de 50 Km de Madrid. Aún recuerda con total claridad las palabras que utilizó su amigo para animarle a presentarse en la estación de Fresnedillas, que estaba integrada en el programa Apolo, con el propósito de conseguir un puesto de trabajo en ella: «Si sabes un poco de inglés, es lo que necesitas».
Este consejo de su antiguo profesor particular estaba en sintonía con un lema de NASA que describía muy bien lo que los estadounidenses buscaban en el personal extranjero: «Si no sabes electrónica, pero sabes inglés, yo te puedo enseñar electrónica. Pero si no sabes inglés, no te puedo enseñar nada». El nivel de inglés de Alberto en aquella época era básico, por lo que decidió aprovechar el mes de agosto de aquel verano del 69 para viajar a Inglaterra con el propósito de hacer un curso intensivo de cuatro semanas que le permitiese afrontar con garantías el proceso de selección de NASA.
Afortunadamente, todo fue bien. Superó las pruebas de acceso en la estación de Fresnedillas y NASA lo envió durante todo el mes de septiembre a una de sus instalaciones en Estados Unidos para que recibiese formación específica y aprendiese a utilizar el equipo que posteriormente iba a usar en las estaciones de NASA en Robledo de Chavela y Fresnedillas. Y aquí es donde empieza su auténtica aventura.
Cuando se incorporó como parte del personal de la estación de Robledo de Chavela, Alberto confirmó sus sospechas: a pesar del escaso tiempo que aparentemente transcurría entre una y otra, las misiones Apolo iban mucho más allá de la semana que solía pasar aproximadamente desde que el vehículo despegaba hasta que amaraba a su regreso a la Tierra. Los preparativos para cada misión se prolongaban durante los cuatro o cinco meses previos porque era el tiempo que el personal de cada estación necesitaba para ajustar y configurar cada equipo, adaptándolo al tipo de datos que debía transmitir y recibir: voz, televisión, telemedicina, etc.
La función que acometían las estaciones que NASA tenía en las afueras de Madrid como parte de la red MSFN (Manned Space Flight Network, o Red para Vuelos Espaciales Tripulados) era exactamente la misma de las instalaciones que esta organización tenía en Goldstone (California) y Honeysuckle Creek (Australia). Y actualmente sigue siendo así con la única salvedad de que la estación de Fresnedillas fue clausurada en 1985. Su antena de 26 metros de diámetro y una parte de su equipamiento fueron trasladados a la estación de Robledo de Chavela, que es la que aún continúa en funcionamiento como parte esencial de la red DSN (Deep Space Network, o Red del Espacio Profundo) de NASA.
El propósito de estas estaciones de seguimiento era, por un lado, mantener la comunicación con los vehículos espaciales, asegurando que recibían las órdenes apropiadas del control de misión, y, al mismo tiempo, recabando los datos generados por la nave durante el transcurso de la expedición. Y, por otro lado, también eran responsables de transmitir toda la información de seguimiento que recibían del vehículo al control de misión en Houston (Estados Unidos).
La primera misión en la que intervino Alberto cuando se incorporó a su puesto en la estación de Robledo de Chavela después de completar su mes de formación en las instalaciones de NASA en Estados Unidos fue el seguimiento del Apolo 14. «Tardó un año en salir. Después del fallo del Apolo 13 hubo que revisar qué se estaba haciendo mal. NASA aprendió esta lección a raíz del accidente del Apolo 1, en el que se quemaron tres astronautas durante una simulación. No iban a ser lanzados todavía».
El accidente del Apolo 1 supuso un auténtico varapalo para NASA y dio inicio a una investigación no solo por parte de esta organización, sino también de las dos cámaras del Congreso de Estados Unidos. Alberto precisa que «murieron asfixiados, no quemados. NASA tenía la costumbre de utilizar oxígeno puro en sus vuelos, y resulta que hay ciertos materiales ignífugos en la atmósfera normal, pero que arden espontáneamente en una atmósfera de oxígeno puro, como, por ejemplo, el teflón».
Del triunfo científico del Apolo 15 a las peripecias del Apolo 16
La misión Apolo 14 concluyó con éxito. Los astronautas Alan B. Shepard y Edgar D. Mitchell pasaron treinta y tres horas en la superficie de la Luna (aunque «solo» estuvieron fuera del módulo de descenso algo más de nueve horas), mientras que Stuart A. Roosa les esperaba orbitando en torno a este satélite en el módulo de mando y servicio. Los tres volvieron sanos y salvos a la Tierra, pero no sin antes dejar para la posteridad varias anécdotas. Una de ellas, la más sorprendente, tiene como protagonista a Shepard que era, precisamente, el comandante de la misión.
Alberto recuerda las palabras del astronauta estadounidense durante uno de sus paseos lunares como si las hubiese pronunciado ayer mismo: «La Luna es el mejor campo de golf que existe en el mundo. Tires la bola para donde la tires va a un hoyo». Shepard había conseguido llevar hasta la superficie de la Luna, ocultándoselas a los técnicos de vuelo, la cabeza de uno de sus palos de golf y varias bolas que pertenecían a los revisores de NASA. Había escondido la cabeza del bastón en la caja de uno de los instrumentos científicos y las pelotas en los calcetines. En la Luna sujetó la cabeza del bastón al mango de una de las herramientas que llevaba e hizo varios tiros, uno de los cuales recorrió «millas y millas», pero la rigidez del traje le obligó a utilizar un solo brazo para efectuar los tiros. Como cabía esperar, los técnicos de la estación de NASA que recibieron esas imágenes se quedaron atónitos.
La tripulación del Apolo 15 invirtió una parte de su tiempo libre en demostrar la teoría de Galileo que defiende que la caída libre de los cuerpos no se ve influenciada por su peso
Cuando concluyó la misión Apolo 14, Alberto se trasladó junto a muchos de sus compañeros de la estación de Robledo de Chavela a la de Fresnedillas para continuar con el seguimiento de las demás misiones programadas dentro del proyecto Apolo, pero desde esta última estación. Alberto guarda un grato recuerdo de la tripulación del Apolo 15 por su profesionalidad: «Esta tripulación hizo las cosas muy bien. Trajo de la Luna la roca más antigua, de nada menos que 4.600 millones de años de antigüedad. Scott, Irwin y Worden hicieron previamente un curso de geología y consiguieron llevar a cabo durante su expedición un trabajo excepcional».
Pero esto no es todo. Durante nuestra conversación Alberto también me explicó que la tripulación del Apolo 15 invirtió su tiempo libre en demostrar la teoría de Galileo que defiende que la caída libre de los cuerpos no se ve influenciada por su peso. «Llevaron a la Luna una pluma de halcón y un martillo, e hicieron el experimento delante de la cámara. Soltaron a la vez y desde la misma altura ambos objetos y comprobaron, como cabía esperar, que Galileo tenía razón», aseveró. Aquí tenéis el vídeo original que grabaron durante su prueba Scott e Irwin:
Tras el éxito del Apolo 15, NASA no tardó en poner en marcha la siguiente misión del proyecto. El Apolo 16 fue lanzado el 16 de abril de 1972, apenas nueve meses después del lanzamiento de su predecesor. En esta ocasión la tripulación estaba formada por John Young, que era el comandante, Charles Duke, que era el piloto del módulo lunar, y, por último, Ken Mattingly, que ejercía como piloto del módulo de mando y servicio. Aunque el balance final de esta misión fue positivo, estuvo repleta de peripecias. Alberto las recuerda perfectamente.
«Charlie Duke una de las veces se pegó un tripazo tremendo porque en la Luna ocurre una cosa: pesas una sexta parte que en la Tierra, pero tu masa es la misma, por lo que el peso apenas te ayuda a frenar. Es parecido a lo que sucede en la Tierra si te pones unos patines; es facilísimo caerse. Así que Duke echó a correr durante uno de sus paseos lunares, y, cuando quiso detenerse, se pegó un golpe tremendo. Poco después se levantó y dijo: ‘Menos mal que no me está viendo nadie’. Y de repente se incorporó y vio que estaban todas las cámaras que habían instalado grabándole», me explicó Alberto esbozando una amplia sonrisa.
Pero esta no fue en absoluto la única anécdota graciosa propiciada por la tripulación del Apolo 16. El protagonista en esta ocasión fue John Young, el comandante. Cuando él y Duke pisaron el suelo lunar por primera vez Young comenzó a dar saltos de alegría y a gritarle a su compañero: «¡Mira! ¡Hazme una foto! ¡Un saludo al estilo de la U.S. Army! ¡Otro al de la U.S. Navy!», recuerda Alberto. Es evidente que los astronautas, como las personas que son, tampoco son inmunes al entusiasmo desmesurado.
Alberto prosigue su explicación: «Una vez superado el alborozo inicial Young y Duke comenzaron a hacer sus prácticas sobre el suelo lunar y llegó el momento de desplegar el rover lunar, que es el vehículo de exploración con el que iban a desplazarse por la superficie de la Luna. Este coche iba plegado como el cochecito de un niño y adosado al módulo lunar. Llevaba una gran antena y dos motores eléctricos, uno para el eje delantero y otro para el trasero», precisa Alberto.
«Lo prepararon todo y se dispusieron a llevar a cabo las primeras excursiones con el rover para explorar los lugares que tenían programados y recoger muestras de rocas. De repente, Young dijo: ‘El eje trasero no empuja’. Duke contestó: ‘¡Coño! ¿Y eso? Bueno, no te preocupes. No pierdas tiempo. El vehículo está construido para poder circular con un solo eje’. Así que continuaron con su trabajo, pero nosotros podíamos ver en las fotografías que nos enviaban que, aun con un solo eje, iban a una velocidad tremenda con el rover».
Alberto continuó con su relato: «Los tíos iban por la Luna con un solo eje y armando una polvareda constante. John Young sobre todo conducía como si estuviese en un rally. Y llegó el día en el que debían regresar a la Tierra. Lo recogieron todo, incluidas las muestras de rocas, y, cuando terminaron, con toda la nostalgia, se detuvieron un momento para ver lo que habían dejado sobre la superficie y miraron hacia el vehículo lunar. Después de observarlo durante unos segundos Young dijo: ‘Charlie, ¿has visto el rover?’ A lo que su compañero respondió: ‘Sí, es una máquina vieja pero estupenda (cuando hacía solo unos meses que lo habían fabricado), pero… ¿te has fijado en este interruptor?’. El rover incorporaba dos interruptores, uno que activaba la tracción del eje delantero y otro que hacía lo mismo con el trasero, pero este último había estado desactivado durante toda su estancia sobre la superficie de la Luna».
El éxito a medias de la primera estación espacial: la misión Skylab 1
El lanzamiento de la primera estación espacial estadounidense no salió como estaba previsto. El 14 de mayo de 1973 el cohete Saturno V colocó en órbita las 75 toneladas de la estación espacial Skylab, pero, desafortunadamente, sufrió desperfectos importantes durante el lanzamiento. Durante aquella misión Alberto continuaba con su trabajo en la estación de Fresnedillas, y recuerda nítidamente lo sucedido: «Hubo un desastre morrocotudo. Uno de los paneles solares no se desplegó y la manta protectriz de la radiación solar se rasgó. No se sabía cómo se iba a resolver aquel problema».
Después de una pausa dramática de unos segundos, prosiguió con su explicación: «Como el panel solar no se desplegó no había energía para todo lo que había dentro de la estación espacial, como una pila de experimentos biológicos y de otros tipos que convenía llevar a cabo fuera de la atmósfera. Durante un tiempo no se sabía qué iba a pasar, hasta que un día NASA dijo que habían fabricado unas herramientas especiales que podrían ser utilizadas por los astronautas para arreglar los desperfectos de la estación. Pero, ¿cómo sabían con tanta exactitud qué averías se habían producido durante el despegue?».
Ahora viene el momento culminante de su explicación: «Nosotros estábamos en la estación de Fresnedillas, viendo pasar Skylab cada hora y media, hasta que un día nos dimos cuenta de que había dos puntos que se desplazaban juntos. Uno de ellos era la propia estación, pero al principio no sabíamos qué podía ser el otro punto. Unos días después nos enteramos de que se trataba de dos satélites de la CIA que estaban fotografiando Skylab para saber qué había pasado. No querían decirlo porque colocar esos satélites ahí requería una tecnología especial que te permite moverte en órbita por donde te dé la gana. La persona que desveló esta información, que era secreta, perdió su puesto de trabajo en NASA». Ahí queda eso.
La información que recogieron los satélites espía de la CIA resultó crucial para llevar a buen puerto las reparaciones de Skylab. NASA envió tres expediciones tripuladas durante 1973 que no solo consiguieron reparar con éxito muchos de los desperfectos de la estación espacial, sino también llevar a cabo gran parte de los experimentos científicos que estaban programados. Skylab orbitó la Tierra durante algo más de seis años hasta que, finalmente, cayó sobre territorio australiano el 11 de julio de 1979.
Llegada a ESA, pero con un puesto diferente
Alberto continuó con su trabajo en NASA y participó en varios proyectos más de gran envergadura hasta que, en 1985, descubrió que la Agencia Espacial Europea (ESA), que tenía su sede en Villafranca del Castillo, una localidad situada a poco más de 25 Km de Madrid, ofertaba un puesto de trabajo muy goloso. Además, él parecía encajar como un guante porque valoraban la experiencia y los conocimientos en astronomía de los candidatos. Y así fue. Hizo los exámenes de selección pertinentes y ese mismo año se incorporó a ESA.
En la estación de Villafranca participó en tres proyectos distintos y apasionantes. El primero de ellos requería la supervisión y el control del IUE (International Ultraviolet Explorer), un observatorio espacial diseñado específicamente para estudiar la radiación ultravioleta. El segundo fue al menos tan interesante como el primero porque requirió el control del telescopio espacial ISO (Infrared Space Observatory), que había sido diseñado para realizar observaciones en el espectro infrarrojo con una sensibilidad inaudita hasta ese momento.
Y el tercer proyecto, que comenzó en diciembre de 1999, consistió en el control de las operaciones científicas del observatorio espacial de rayos X XMM-Newton (X-ray Multi-mirror Mission – Newton), bautizado así en honor del científico inglés Isaac Newton. Hasta ahora es el mayor satélite científico construido en Europa y ha permitido la publicación de cerca de 5.600 artículos en las revistas científicas más prestigiosas. En un principio este observatorio iba a tener una vida útil de dos años, pero su rendimiento ha sido tan bueno que aún hoy sigue operativo, aunque en el futuro será reemplazado por ATHENA (Advanced Telescope for High Energy Astrophysics), que también estará especializado en el estudio de los rayos X y que será lanzado en 2028.
Alberto se jubiló en 2007, durante la vida operativa del observatorio XMM-Newton. Actualmente tiene 76 años y mantiene una vida muy activa tanto física como intelectualmente. De hecho, justo el día antes de nuestra cita para llevar a cabo la entrevista que me ha permitido preparar este artículo había terminado un seminario de navegación astronómica impartido por la Escuela de Guerra Naval, y al que asistió como alumno con al menos el mismo entusiasmo con el que acudía décadas atrás a las clases de ingeniería de telecomunicaciones.
Sus vivencias y anécdotas dan para escribir no un artículo, sino varios libros. Y es que casi cuatro décadas de experiencia «en los fogones» de NASA y ESA dan mucho de sí. Desde que comenzó su jubilación Alberto dedica una parte importante de su tiempo libre a la astronomía, las clases que imparte en la Agrupación Astronómica de Madrid y la escritura, una actividad esta última que le ha llevado a publicar varios libros muy atractivos, como son ‘Breve historia de la carrera espacial’, ‘Historia de las constelaciones’ o ‘La conquista de la Luna como signo de los nuevos tiempos’. Y lo que vendrá en el futuro. Gracias, Alberto.
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