Están ahí, en la calle. Posando delante de la cámara frontal de su smartphone. Quizá están poniendo alguna mueca o el ángulo es lo suficientemente cerrado como para no verse más que su cara. Los hemos visto, quizá nos hemos hecho uno, estamos hablando de los selfies.
Selfies, o autoretratos, un concepto que no es precisamente nuevo pero que en el 2013 le ha servido para ser la palabra del año según el diccionario de la academia de Oxford. No es casualidad que esta tendencia haya tenido un auge de la mano de la tecnología. Todos nos posicionamos: muchos lo odian, a otros les encanta, en secreto o en público.
De Fouquet a Nan Goldin, los autoretratos analógicos
Dicen los historiadores de arte que el primer autoretrato moderno del que se tiene conocimiento es un medallón de bronce del año 1450. Obra de Jean Fouquet, es la prueba documentada más antigua que pone de relevancia un sentimiento: cómo queremos figurar ante el resto del mundo.
A Jean Fouquet le han seguido otros muchos artistas que han decidido no sólo retratar la realidad que les rodeaba con su estilo y ojos sino también a ellos mismos. De forma más o menos verosímil, a representaciones más abstractas como por ejemplo las obras de Frida Kalho.
Arte, los autoretratos se han estudiado siempre como una parte esencial de la vida de los artistas por cómo se veían a ellos mismos más allá de la representación que hacían de su entorno, sus amigos, sus fantasías, su mundo.
Con la aparición de la fotografía, y el mayor acceso a la capacidad de autoretratarse, este género empezó a volver a coger fuerza de nuevo. Desde el retrato amateur y anónimo a fotos icónicas que se han convertido en símbolos. Véase el caso de Nan Goldin.
Titulado 'Nan one month after bein battered' (Nan un mes después de ser maltratada) la autora de esta foto nos mostraba su estado un mes después de haber sido maltratada por su marido. Sin maquillaje, mostrando el glamour que destilaba la estética de los ochenta pero sin tapujos: mostrando las heridas que le había causado la agresión.
Nan quería mostrar al mundo su realidad, sin artificios, sin filtros y sin el potencial comunicativo que tienen las redes sociales hoy en día. Lo logró, y Nan convirtió su vida en una obra que hoy luce en el Tate.
Selfie, en busca de la creación de la identidad
Pasamos del mundo analógico al digital en un contexto sociocultural y tecnológico completamente diferente, a pesar de sólo haber 29 años de diferencia, del que veíamos con Nan Goldin. La fotografía ha llegado a su zénit, hasta ahora, de popularidad y cualquiera con un smartphone puede tomar imágenes y compartirlas en tiempo real con sus amigos.
Siguiendo con el trabajo de documentación, encontramos que la primer mención que se hizo al concepto de selfie fue en el 2002 pero no ha sido hasta diez años más tarde cuando el concepto se empezó a popularizar. Casualmente cuando el uso de smartphones se asienta junto a herramientas como Instagram y las redes sociales.
Hace una semana, me senté con mi novia y un amigo a tomar unas tapas en Toledo. Frente a nosotros, en el mismo de tipo de mesa donde nos encontrábamos tres, un grupo de siete adolescentes que no pasaban de los dieciochos años se apiñaban mientras un smartphone giraba alrededor de ellas captando sus caras desde un ángulo cenital.
Al verlo, empezaron a sonar las críticas hacia ellas en nuestra mesa. No estaba muy atento a lo que decían, yo miraba absorto (ejem, sin malentendidos) de la misma forma con la que miré a la primera persona que vi hacerse un autoretrato con el móvil: ¿por qué lo hacen?
Ese día, hace ya tiempo, decidí coger mi móvil por aquel entonces, un Nexus One, y probé a hacer lo mismo que hizo aquella chica hace ya tres años: levanté un poco el móvil, apunté y me hice una foto. Me dispuse a verla y entonces empecé a comprender muchas cosas.
El ángulo que había elegido no era casualidad, favorecía que ciertos rasgos faciales sobresalieran mientras que otros menos estéticos, como la papada, quedaban escondidos. Todo parecía más delgado y bonito, como los espejos de las ferias.
Esta tendencia a hacerse las fotos así, acabó siendo llamado de forma despectiva como fat angle shot. Una palabra que se utilizaba especialmente contra las chicas que usaban este ángulo para "hacer trampa" y dar la sensación de estar más delgadas de lo que realmente estaban. Hay muchos casos que documentan la diferencia.
Sin embargo, más allá del dichoso ángulo y lo bien que se ve uno así, había algo realmente fascinante sobre la posibilidad de hacerse un autoretrato de forma tan sencilla: tener el control de la imagen y de su difusión. La creamos, a nuestro antojo, pero no sólo la foto, también nuestra identidad.
De nuevo, el mismo dilema que el que se planteó Fouquet: es cómo quiero que me vea la gente. Si quiero que la gente piense que soy guapo, voy a subir fotos donde lo parezca. Si quiero que la gente piense que soy inteligente, voy a subir fotos donde parezca que soy intelectual. Y así.
La fotografía siempre ha tenido ese caracter subjetivo pero a la vez canalla. Quien haya dicho alguna vez que es objetiva, quizá debería plantearse muchas cosas sobre cómo se compone una imagen. No tiene de malo, pero a veces tanta subjetividad puede llevar al engaño.
Para muchos, los selfies son un reflejo de lo que quieren mostrar al mundo, lo cual no tiene que siempre tiene que ser lo que vemos. Para otros, una forma de expresarse y compartir con los demás dónde están, detrás de sus cabezas claro.
También tiene un carácter documental, como el famoso vídeo de Noah Kalina y un fragmento de su vida, 12 años y medio, recogido en autoretratos. Incluso parodiada en series como los Simpsons.
Hay ejemplo increíbles dentro del mundo de los selfies, desde fotos de astronautas haciendo autoretratos a miles de metro de altura o gente que busca facetas artísticas como este chaval que le gusta retratarse con parejas de fondo dándose el lote, sin que ellos sean conscientes de que salen ahí.
¿Por qué odiamos entonces los selfies?
Siempre que vemos a alguien hacerse un selfie en público, o cuando lo comparte en las redes sociales, es normal encontrarse con alguna que otra risa o cara de desprobación. A muchos no les gusta los selfie. ¿Por qué?
Creo que la pregunta se contesta con la misma respuesta que con la que respondemos a por qué nos gusta: porque son muy artificiales, porque no son honestos. Los autoretratos han originado una serie de poses, a veces originales, otras veces ridículas, muchas veces mentirosas.
Desde los famosos morros de pato (bautizados duckface por los anglosajones) a poses igual de tendenciosas y estúpidas como ponerse el dedo en la boca, sacar la lengua tal Miley Cyrus libidosa. O simple y llanamente, porque siempre están haciéndolo y son parte de nuestro grupo de amigos.
Compartiendo con sus amigos en Snapchat, y con nosotros esas muecas mientras estamos tomando algo con mucha gente. En las redes sociales, con una ristra de fotos que me encantaría usar pero me limito a usar las de dominio público para evitar problemas. Es lo malo de que la gente sepa dónde vivas. En fin.
Odiamos y amamos una tendencia por el mismo motivo. Quizá con el tiempo se convierta en algo más honesto y sin tanto artificio y engaño. De momento, sigue siendo una tendencia a la que todos, hasta los menos tecnólogos y amigos de la fotografía acaban sucumbiendo.
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