Europa fue durante siglos un continente deforestado. La culpa la tuvieron los clavos

La falta de recursos naturales ha sido consustancial a la civilización. Por ello, la búsqueda de recursos sustitutivos o las técnicas para multiplicar la eficiencia de los vigentes también ha formado parte de nuestra historia y ha permitido que lleguemos hasta aquí.

Buena prueba de ello sucedió cuando aprendimos a forjar hierro. Para alcanzar las altas temperaturas necesarias, se requería de una gran cantidad de combustible en forma de madera, un tipo de combustible cuya densidad energética es muy baja (es decir, necesitamos mucha cantidad para obtener un retorno energético relevante).

Por esa razón, el consumo de madera para la fabricación de hierro a base de carbón vegetal era tan desaforado que, ya a mediados del siglo XVI, las comunidades británicas rodeadas de forjas de hierro, que cortaban árboles sin descanso para alimentar aquella nueva industria, temían que la madera pudiera agotarse pronto. Muchos fueron, de hecho, los que pidieron al rey que las forjas se clausuraran para siempre a fin de salvar el mundo de la escasez del resto de objetos que estaban hechos de madera.

La boca insaciable de un horno de leña

"Más madera, es la guerra" oímos en boca de Groucho Marx en la película Los Hermanos Marx en El Oeste (en realidad decía "traed madera", pero la frase que ha quedado para la posteridad es la otra). Y aquella podría haber sido la consigna de los hornos que se usaban para forjar hierro, porque eran consumidores voraces e insaciables de madera, destructores de bosques enteros.

De hecho, un solo horno podía consumir anualmente hasta 12.000 toneladas de madera. Un consumo extraordinario que pone en evidencia cuán ineficiente es la madera como fuente de energía. De hecho, tal y como nos explica Lewis Dartnell en su libro Abrir en caso de Apocalipsis, si para iluminar nuestro piso durante un año consumimos 14.000 kWh, al sustituir los combustibles fósiles como fuente de energía por la madera, entonces necesitaríamos 3 toneladas de madera (1,7 toneladas en caso de que fuera carbón vegetal).

Dicho de otro modo, iluminar un solo piso durante un año requeriría alrededor de un cuarto de hectárea de zona forestal:

Eso suponiendo que fuera posible convertir el 100 por ciento de la energía contenida en un tronco en electricidad que fluya de mis tomas de corriente. De hecho, el proceso (de múltiples etapas) de quemar combustible para generar electricidad es intrínsecamente ineficiente, y hasta las modernas centrales eléctricas solo puede convertir en electricidad alrededor del 30-50 por ciento de la energía almacenada en su combustible.

Para forjar hierro ni siquiera se usaba madera, sino carbón vegetal, un tipo de madera más compacta y transportable que arde a una temperatura más elevada que la madera de la que procede porque ha perdido toda la humedad y únicamente le queda combustible carbónico. Sin el auxilio del carbón vegetal, de hecho, no podría haberse desarrollado la producción de cerámica, ladrillos, vidrio y, por supuesto, metal, que requieren de mucha energía calorífica.

Así, el poder calorífico del carbón vegetal oscila entre 29.000 y 35.000 kJ/kg, y el de la madera, entre 12.000 y 21.000 kJ/kg. Dicho de otro modo: dado que el hierro se funde a 1.535 ºC, la fundición de este metal estaba necesariamente ligado a la producción de carbón vegetal a gran escala (el carbón alcanza los 900 ºC, pero un suministro de aire forzado con fuelles puede elevar la temperatura hasta los 2.000 ºC).

Los objetos hechos de hierro

Aunque el consumo de combustible se fue reduciendo gracias a la mejora de la forma de los hornos y el aumento de la altura de las chimeneas (los altos hornos europeos probablemente se originaron en el valle del bajo Rin poco antes de 1400), la llegada de los primeros objetos hechos de hierro disparó la demanda de combustible hasta niveles nunca sospechados.

Hasta la llegada de hornos de fundición mucho más eficientes, a finales del siglo XIX, que consumían una décima parte de energía de que la consumía su homólogo medieval, el suministro de árboles que requerían los hornos empezó a causar preocupación. Y es que, tal y como explica el experto en ciencias ambientales Vaclav Smil en su libro Energía y civilización, el consumo carbón vegetal de Inglaterra a principios del siglo XVIII para la fabricación de hierro requería la tala anual de 1.100 km2 de arboledas:

Mientras duró el consumo de madera, las comunidades rodeadas de molinos y forjas de hierro tradicionales lo pasaron muy mal. Ya en 1548 los angustiados habitantes de Sussex se preguntaban cuántos pueblos podrían desaparecer si los hornos seguían funcionando: no tendrían madera para construir casas, molinos de agua, ruedas, barriles, muelles y cientos de otras cosas.

La avidez por el hierro estaba desabasteciendo el mundo de otras cosas hechas de madera, así que muchos fueron los que consideraron que muchas forjas debían cerrarse. Sin embargo, de nada sirvieron las protestas. A pesar de que un único horno era capaz de consumir un círculo de bosque de 4 kilómetros de radio al año, los hornos proliferaron por doquier, causando estragos.

El precio medioambiental inevitable para fabricar clavos, hachas, herraduras, cotas de malla, lanzas, pistolas y balas de cañón fue la deforestación. Incluso los abundantes bosques estadounidenses empezaron a ser insostenibles para aquella producción cada vez mayor, pero en Gran Bretaña la crisis energética fue catastrófica durante el siglo XVII.

Una crisis agravada, además, por la fuerte demanda de madera para la construcción naval, que se encontraba entonces en pleno florecimiento. Buena parte de regiones que hoy asumimos como boscosas, como Cantabria, fueron absolutamente esquilmadas de bosques para fabricar barcos (la Armada Invencible surgió de ahí, así que entre los siglos XVI y XVIII, la Real Armada fue el mayor agente transformador del paisaje original dejando la tierra desnuda). Montes hoy calvos como el Ventoux, en la Provenza, sufrieron el mismo destino. La Inglaterra de Isabel tuvo que acudir a las colonias norteamericanas, como Virginia, para saciar su demanda.

Búsqueda de alternativas: avanzar o retroceder

La avidez de hierro, sumado a la construcción naval, no solo iba a extinguir los bosques, sino las casas, las ruedas, los barriles y cientos de cosas hechas de madera. ¿Cuál fue la solución? Por supuesto, no se trató de detener el consumo y regresar a una época donde el hierro ya no debía necesitarse, sino de encontrar alternativas: desde hornos más eficientes a otras fuentes de energía más eficaces que la madera o el carbón vegetal, como los combustibles fósiles.

Porque el agotamiento de los recursos naturales no es solo una cuestión de agotamiento físico real, que también, sino más bien la carga que puede suponer un aumento del coste que, en última instancia, resulta insoportable. Por ejemplo, entre 1840 y 1880, el nitrógeno de guano marcó una gran diferencia para la agricultura europea, pues obraba como una suerte de fertilizante mágico, pero cuando obtener el suficiente guano fue demasiado costoso, apareció el fuerte incentivo de buscar una alternativa (en este caso, Fritz Haber y Carl Bosch inventaron un sistema para fabricar grandes cantidades de fertilizante de nitrógeno inorgánico).

El aluminio fue también uno de los metales más escasos para el ser humano en la mayor parte de su historia. Hasta el siglo XIX, de hecho, a causa de su escasez, fue considerado el metal más valioso del mundo. Hasta que, en 1886, el químico estadounidense Charles Martin Hall y, también simultáneamente, el francés Paul Héroult descubrieron el proceso para obtenerlo en grandes cantidades: la electrólisis.

El Ventoux está calvo por un motivo.

Tal y como explican Peter H. Diamandis y Steven Kotler en su libro Abundancia, los recursos escasos se vuelven abundancias gracias a la innovación, a las nuevas ideas; que afloran en mayor cantidad cuando hay incentivos poderosos para ello. En resumidas cuentas, hay mucho de mitificación del pasado "natural" de Europa. La sostenibilidad distaba de tenerse en cuenta. Y la contaminación per cápita de nuestros antepasados nos haría sonrojar. Frente a la amenaza de escasez de madera, se optó por fuentes de energía más densas, y la madera quedó lo bastante liberada como para que empezaran a crecer más árboles de los que se talaban.

Debido a ese periodo de reforestación, en parte porque hemos dejado de necesitarlos a nivel industrial, la superficie cubierta por bosques ha aumentado más de un tercio desde 1900 hasta 2010 en toda Europa, según las conclusiones de un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Waningen, en Holanda. Según Richard Fuchs, investigador de la Universidad de Waningen y autor principal del estudio, la razón principal de esta reforestación es que dependemos menos de la madera:

La madera por entonces, hacia 1900 y mucho antes, se necesitaba para casi todo: para los muebles, para apuntalar minas, para los raíles de los trenes, para la construcción, en las trincheras de las guerras, como combustible, para los barcos... Esto provocó que a principios de siglo apenas quedasen bosques en Europa.

La madera era importante, pero ahora hemos hecho que lo sea menos, propiciando que sean otros los recursos los que se han tornado más importantes. Porque, sin duda, tal y como escriben Diamandis y Kotler: "La tecnología es un mecanismo de liberación de recursos. Puede convertir lo que antes era escaso en abundante".

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