— ¡Ya está bien, comendador; decidle que suba!
La voz del rey Felipe III resonó como un trueno en la plomiza tarde de agosto, entre el coro de cigarras y el aleteo de abanicos con el que sus invitados intentaban sacudirse el calor del verano. La paciencia no era una de las virtudes del joven Austria y el espectáculo que supuestamente debía divertir aquel día a la Corte, si es que así podía llamarse —reconocía su artífice, el comendador e inventor Jerónimo de Ayanz y Beaumont—, estaba resultando un muermo soporífero.
Desde hacía algo más de una hora, el monarca y su séquito, todos a bordo de una galera fondeada junto al Palacio de Ribera, no hacían otra cosa que contemplar el Pisuerga. Lo mismo que buena parte del pueblo de Valladolid, apiñado en la orilla del río, del más notable al más humilde de los campesinos. Todos lo mismo: contemplaban mano sobre mano, entre murmullos y gestos de impaciencia, las aguas, calmas, aburridas y erizadas de mosquitos.
Sin más.
Sin música, que Felipe III había mandado parar hacía ya rato, molesto por los murmullos impacientes de sus invitados; ni ninguna de las representaciones teatrales o juegos de naipes a los que tan aficionado era el Austria. Solo las quedas y —a aquellas horas de tarde canicular— apetecibles aguas del Pisuerga. De su superficie, como única novedad, asomaban dos gruesos tubos de cobre que colgaban de una pequeña barcaza de madera anclada al lado de la galera real.
Además de los dos ayudantes de Ayanz sentados en el bote —uno de ellos sudando la gota gorda mientras accionaba un fuelle conectado a los tubos— lo único que con suerte alcanzaban a ver Felipe III y sus súbditos eran las ondas que de vez en cuando formaba el agua alrededor de los caños. El espectáculo —la miga, que diría Lope de Vega, buen amigo del comendador— se ocultaba en realidad al otro extremo de los conductos, varios metros bajo la superficie del Pisuerga.
Allí, sumergido en el río, esperaba un muchacho enfundado en un mono de buzo tejido con lana, vaqueta y cuero embreado. Más de un notable de la Corte había sentido la urgencia de santiguarse cuando el joven saludó al rey y al resto del público repartido por la ribera antes de zambullirse en el río. Además de aquel pellejo rugoso y renegrido que le daba la apariencia de un enorme sapo, llevaba la cara oculta por una máscara y gafas de vidrio. De la boca le brotaban dos gruesas cañerías enrolladas, las mismas que ahora colgaban de uno de los laterales de la barca.
Hacía de aquello una hora larga y desde entonces el buzo no había dado la menor señal de vida. Ni un tirón de cuerda para pedir ayuda ni un burbujeo que indicase que hubiese soltado parte del lastre que lo mantenía sumergido en el río. Nada. Solo las ondas que arrugaban la superficie del Pisuerga. O bien el muchacho había perdido el conocimiento, idea que espantaba a De Ayanz y con la que fantaseaba con morbo inconfesable parte del público de la Corte; o bien —para lo que cruzaba los dedos el comendador— estaba logrando lo impensable: batir todos los récords de inmersión y convertirse en el hombre que más tiempo había aguantado sumergido.
Poco tardaría en salir de dudas.
De Ayanz hizo una reverencia ante el monarca, se acercó a un flanco de la galera y con gesto nervioso indicó a sus ayudantes que izasen al buzo. Cuando regresó al palco real se encontró a Felipe III espantando mosquitos a manotazos.
Al rey no se le escapó la sonrisa de alivio del comendador.
— Majestad, el buzo dice que puede aguantar mucho más bajo el agua. De hecho, pide que le dejemos quedarse ahí todo el tiempo que soporte el hambre y el frío del río.
— ¿El frío del río? ¡Que suba he dicho! —estalló el Austria.
Mucho más que un espectáculo... y un cortesano
Aunque los fastos, fiestas, exhibiciones y juegos eran algo habitual en la Corte vallisoletana de Felipe III, el protagonizado la tarde del 2 de agosto de 1602 en el Pisuerga por Jerónimo de Ayanz y su peculiar equipo de buceo se salía de lo habitual. Primero, porque aquel espectáculo distaba mucho de ser tal. Lo que De Ayanz ofreció al Austria era en realidad una demostración científica en toda regla en la que, si algo se exhibía, era el alcance de su ingenio.
Y segundo, porque tampoco el propio De Ayanz era una figura al uso en el círculo del monarca. Ni siquiera en aquel vasto reino de los Austrias en el que nunca se ponía el sol. Comendador de la Orden de Calatrava, administrador de minas, gobernador y regidor, héroe de guerra, pintor, músico, poeta, empresario e ingeniero, ligado a una influyente familia de la nobleza navarra, Jerónimo de Ayanz y Beaumont (1553-1613) era el paradigma del humanista insaciable. Su carácter polímata, su curiosidad voraz y el éxito con el que compaginaba arte y ciencia le valen todavía hoy —con permiso de Juanelo Turriano o Leonardo Torres Quevedo— el apodo de “Da Vinci español”.
Desde luego, tampoco el equipo que mostró a Felipe III se había diseñado para divertir a la Corte.
Aunque los dispositivos de buceo no eran nada nuevo en el siglo XVII —se conservan bajorrelieves asirios del IX a.C. que muestran lo que parecen hombres respirando bajo el agua gracias a pellejos hinchados—, los tesoros sumergidos de las Indias habían redoblado el interés por aquella tecnología subacuática. Quien consiguiese manejarse a gusto en las profundidades de ríos y mares pasaba a tener a su alcance en América perlas como las de los ostrales de isla Margarita, corales y las montañas de oro y plata hundidas en las bodegas de los pecios. No solo eso. También —y quizás fuese esa la aplicación que más interés despertaba en la Corte— una poderosa arma militar.
Atraídos por las mieles del dinero y el poder, durante el reinado de los Austrias algunos inventores se dejaron las pestañas perfeccionando dispositivos y campanas de inmersión. En España destacaron entre otros Blasco de Garay y Giuseppe Bono, hidalgo siciliano que hacia 1580 logró incluso un privilegio de invención que le autorizaba a explotar de forma exclusiva y en todo el reino uno de sus diseños: una campana de buceo de bronce —similar a una bacinilla— en la que se encapsulaba aire, inspirada en realidad en dispositivos que se conocían ya desde la época de los romanos. En su interior los buzos podían aguantar sumergidos aproximadamente veinte minutos.
Nadie sin embargo refinaría tanto los aparatos de buceo como De Ayanz.
En el Archivo de Indias se conservan diseños suyos de inicios del XVII de máscaras conectadas a fuelles que actuaban a modo de compresores, gafas impermeabilizadas, flotadores con contrapesos pensados para que los buzos pudiesen desplazarse bajo el agua, fuelles que el propio explorador era capaz de accionar con sus brazos y le dejaban las manos libres o incluso vejigas rellenas de aire pensadas para fijarse a la espalda o cintura y que, en cierto modo, se adelantaban en más de dos siglos a la botella de buceo inventada en Cánada por James Elliot y McAvity Alexander.
Con el tiempo perfiló tanto sus diseños que logró incluso que sus buzos pasasen de usar dos tuberías de cobre, articuladas con anillas metálicas forradas de cuero flexible —una para la aspiración y otra para la expulsión del aire—, a solo una, para el aporte de oxígeno. El aire expirado pasaba a eliminarse a través de una válvula que impedía la entrada del agua.
Gracias a un sistema de tuberías y fuelles, el navarro logró además idear una campana de madera, chapas de cobre y tiras de cuero que permitía renovar el aire confinado en su interior, toda una innovación. Los buzos que se sumergían dentro de la campana de Ayanz disponían de una boquilla para aspirar aire limpio. Mediante válvulas podían adaptar la respiración a su propio ritmo. Su aparato era más autónomo, más estable —llegó a reforzar la estructura con barras de hierro y apoyos— y desde luego más seguro que los primitivos (y peligrosos) diseños de colegas como Bono.
La pregunta del millón, la que no podía quitarse de la cabeza el navarro era: ¿Había alguna otra forma de pasearse bajo el agua, más segura y autónoma que las campanas?
Para las mentes más atrevidas y adelantadas a su tiempo la respuesta era sí. Estaban los submarinos, naves capaces de sumergirse y navegar bajo el agua.
Naves para conquistar las profundidades
La idea aparecía perfilada ya a inicios del XIV en los escritos de Guido de Vigevano, pasó por la imaginación de Da Vinci hacia 1500 y se pulió en el último cuarto del XVI con el matemático William Bourne. Para la década de 1620 su potencial quedaría definitivamente claro con la máquina diseñada por Cornelius Jacobszoon Drebbel, que dejó pasmados a los británicos —incluido Jaime I— al avanzar varios metros bajo las aguas del Támesis con su armazón de madera y sus ristras de remos.
De Ayanz también vio las posibilidades de aquellos aparatos y en la España de comienzos del siglo XVII, la misma en la que campaba la superstición y la Santa Inquisición —el proceso de las Brujas de Zugarramurdi data de 1610—, escribió un capítulo clave en la historia de los submarinos: ideó una barcaza sumergible, un primitivo batiscafo de madera que para el historiador e ingeniero Nicolás García Tapia —(re)descubridor de la figura del inventor navarro y su principal biógrafo— bien puede considerarse “el primer barco realmente adaptado para sumergirse”.
“Diseñó dos modelos de barcas diferentes, ambas calafateadas interiormente y totalmente cerradas. El aire se renovaba en su interior por unos tubos con juntas flexibles, como en los equipos de buceo, que conectaban con unos grandes fuelles accionados desde la superficie. Unas válvulas de aspiración y escape regulaban el paso del aire al interior de la barca, aspirando el aire limpio y expulsando el contaminado. Además, el aire se difundía en el interior de la barca por medio de unos ventiladores que se movían automáticamente con unas velas que giraban con la corriente del agua exterior”, detalla García Tapia en Jerónimo de Ayanz y Beaumont: Un inventor navarro.
Hasta tal punto mimó De Ayanz los detalles que añadió al sistema de ventilación unas esponjas empapadas en agua de rosas que perfumaban el interior del submarino. A bordo podían viajar dos tripulantes que —entre otras tareas— se encargaban de sumergir la embarcación mediante un dispositivo de lastres y contrapesos accionado con un torno o de maniobrar la nave con remos. “Estaba previsto colocar ruedas para desplazarse por el fondo con la ayuda de unos remos manejados desde el interior”, comenta el biógrafo de Ayanz, quien precisa, eso sí, que probablemente la nave no era capaz de alcanzar grandes profundidades.
Si durante su singladura los tripulantes veían a través de los ventanucos enrejados algún objeto interesante en el fondo —un lingote de oro o perlas, por ejemplo— podían capturarlo sin salir de la nave gracias a las mangas con guantes impermeables que asomaban del casco a modo de fundas. Para guardarlos, De Ayanz había añadido al cascarón varios compartimentos.
“Se preveían todos los elementos necesarios: conductos para la renovación de aire, contrapeso para subir y bajar, remos para maniobrar, cristaleras para ver el fondo y mangas flexibles para recoger los objetos que se depositarían en bolsas o cajones situados en el exterior de la barca”, detalla García Tapia. Para él los diseños sumergibles de Ayanz marcan, sin duda, “uno de los mayores avances tecnológicos en el campo de la inmersión subacuática”.
Y todo en los albores del XVII, una época en la que todavía resultaba confusa la noción misma de presión del agua y en la que el abanico de materiales de construcción era muy limitado.
“Es desde luego el primer diseño patentado en el mundo. Hay otros de barcas, incluso de finales de la Edad Media, pero evidentemente no podrían haber funcionado porque no tienen renovación de aire. El aire que se queda dentro hubiese hecho que, al cabo de un tiempo, la persona que viajase en su interior se asfixiara. Incluso Da Vinci concibió una pequeña barca submarina, pero ninguno de estos precedentes, por llamarlos de alguna forma, tenía algo esencial: la renovación del aire, que se conseguía a través válvulas de aspiración y de escape. Se hacía también creando una corriente de aire artificial a través de vejigas o personas que impulsaban fuelles”, reflexiona García Tapia.
Los expertos creyeron en un principio que la barcaza submarina del navarro estaba enfocada principalmente a la recolección de perlas y corales; documentos localizados hace apenas unos años amplían sin embargo su vocación a un uso militar. A De Ayanz, soldado veterano y de cepa, héroe de Flandes, no se le escapó que su nave permitía acercarse por sorpresa a las armadas enemigas, deslizarse bajo sus cascos y sembrar arcabuces conectados a un aparato de relojería. “¡Hablamos de minas temporizadas en el siglo XVII!”, destaca Rafael E. Romero, autor de la novela Ayanz. La increíble vida del Leonardo español, de Ediciones Oblicuas.
A pesar del empeño con el que trazó sus planos, se cree que el submarino de Ayanz quizás no pasó del papel y las maquetas. Sería injusto sin embargo comparar sus ideas con las de otros inventores que, como Da Vinci, abordaron el reto de una forma más esquemática, vaga y superficial, limitándose casi a trazar un esbozo general. Puede que no llegase a deslizarse por el lecho de Isla Margarita o el Pisuerga, pero el sumergible del navarro era todo lo viable que permitía la técnica del XVII.
“La barca sumergible se probó en maqueta. En tamaño real no podemos confirmarlo, pero que él estuviese tan seguro de que incluso podía colocarse bajo una armada enemiga me indica que sí, que la podía haber probado perfectamente —anota García Tapia—. Además está tan detalladamente descrita que parece increíble que solo salga de la imaginación de una persona. Estaba prevista hasta la comodidad del buzo. Para la época, De Ayanz era un avanzado en seguridad”.
Buena prueba —recuerda García Tapia— es que en 1602 sus diseños recibieron el visto bueno de dos de los más ilustres doctores del país, Juan Arias de Loyola y Giulano Ferrofino. De Ayanz logró también el privilegio por invención de sus aparatos de buceo, una patente primitiva que la Corona solo concedía tras un examen minucioso y que acreditaba la utilidad de los ingenios.
"Existen indicios de que el comendador intentó aplicar sus invenciones de bucear en España y en América, una vez resueltos a su favor los pleitos que lo impedían; compró incluso el material necesario para ello, pero todo conduce a suponer que resultó un fracaso económico. Las causas aún no están claras: engaño de sus socios, el no poder atender personalmente el desarrollo de los aparatos o fallo de los encargados de hacerlos. Pero hay algo indudable, y es que Ayanz, como todos los genios, se adelantó a su tiempo y al resto de sus contemporáneos", anota su biógrafo.
Un inventor genial: del vapor al aire acondicionado
No todos los esfuerzos de Ayanz se centraron en cualquier caso en la navegación submarina. Ni ese fue, desde luego, el único campo en el que el navarro demostró su talento. Si sus propuestas hubiesen caído en otra tierra más fértil para la ciencia y la tecnología que la Corte de Felipe III, quizás la historia moderna de España habría sido bastante distinta. Más de un siglo antes de que Thomas Savery, Thomas Newcomen y James Watt desarrollasen y mejorasen la máquina de vapor, que acabaría convirtiéndose en el gran motor de la Revolución Industrial, De Ayanz había ideado ya mecanismos que funcionaban con la misma energía.
Desde hace años, de hecho, no son pocas las voces que reivindican al navarro como el inventor de la máquina de vapor. Aparatos como la eolípila, que se basaban en chorros de vapor de agua, se datan ya de la época de Herón de Alejandría o el romano Vitruvio, y siguieron desarrollándose durante la Edad Media e incluso el XVII —a inicios de siglo Giovanni Battista della Porta o Juan de Escrivá trazaron artificios de interés—, pero corresponde a De Ayanz, reivindica García Tapia, el mérito de ser el “primero que se atrevió a darle un uso práctico industrial útil al vapor”.
Su primer “ingenio de vapor” fue un eyector. De inicios del XVII datan los planos de un mecanismo que el comendador ideó con el propósito de mejorar la ventilación de las minas, una preocupación que alimentó durante su etapa como Administrador General de Minas del Reino, entre 1597 y 1608, cuando él mismo llegó a intoxicarse por respirar el aire nocivo que emitía un horno en mal estado. “No tenemos noticia de que los eyectores de vapor fuera empleados antes del XX. El principio empleado por el navarro, la depresión creada por una inyección de fluido a gran velocidad en el interior de una tubería, no se estudió científicamente hasta que Daniel Bernoulli enunció su teorema en el siglo XVIII”, recuerda Tapia antes de recalcar “la sorprendente anticipación” de Ayanz.
Sus aplicaciones para la presión del vapor no se quedaron sin embargo en la renovación del aire viciado de las minas. De nuevo el navarro volvió a ir más allá y se planteó otra pregunta: ¿En qué otros espacios y qué otras aplicaciones podría encontrar? Y de nuevo la respuesta fue sorprendente. Con la misma base, De Ayanz ideó un primitivo aparato de aire acondicionado.
Gracias a su eyector de vapor el navarro impulsaba aire a lo largo de una extensa tubería que circulaba por espacios frescos y húmedos, como un sótano o incluso pozos llenos de agua fría o nieve. Cuando después de su canalización la bocanada llegaba al hogar se había enfriado lo suficiente como para rebajar la temperatura varios grados. El chorro de aire salía de un búcaro al que De Ayanz añadía flores para perfumar el ambiente. La eficacia del sistema pudieron comprobarla en sus propias carnes los doctores Arias y Ferrofino, quienes se quedaron de piedra el día que visitaron al navarro para examinar sus inventos. Nada más entrar en su cuarto comprobaron maravillados que la temperatura era allí mucho más agradable que en el resto de Valladolid.
De Ayanz comprendió muy pronto también el potencial de la fuerza expansiva del vapor para elevar el agua, aplicación tremendamente interesante en las minas anegadas. Con ese propósito ideó una instalación dotada de válvulas, dos calderas y un par de depósitos de presión que funcionaban de forma alternativa y garantizaban un aporte continuo de vapor. "Cuando se trataba de una mina inundada, el agua se conducía a unos aljibes en la parte más baja y desde allí, por unos conductos, se llevaba a las máquinas de vapor, cuyo funcionamiento se basa en las esferas de cobre o calderas de vapor para aspirar el aire viciado", detalla García Tapia en Un inventor navarro.
Consciente de lo delicado del proceso, el riesgo de explosiones y sobre todo el papel crucial que desempeñaba la resistencia de las tuberías y soldaduras, De Ayanz recomienda el uso de tuberías gruesas y depósitos de cobre robustos. Gracias a modernos programas informáticos, capaces de simular la deformación de la esfera, los expertos han calculado que una caldera como la del navarro sufriría deformaciones importantes a partir de una presión de tres atmósferas. El dato revela que la altura de elevación del ingenio estaría limitada a alrededor de 30 metros.
El inventor probó su mecanismo en modelos a pequeña escala, logró la bendición de los doctores Arias y Ferrofino y se cree incluso que llegó a utilizarlo con el propósito de desaguar las minas de Guadalcanal, en la Sierra Norte de Sevilla, una empresa compleja en la que ya se habían embarcado antes otros ingenieros de renombre y para la que se había demandado la ayuda, incluso, del mismísimo Juanelo Turriano, creador de una admirable máquina hidráulica en Toledo.
“Él inventa la máquina de vapor y la patenta 70 años antes de que lo haga un inglés. La suya además funciona mejor porque tenía mayores conocimientos hidráulicos, ya que había conocido a Pedro Juan de Lastanosa”, reflexiona Romero. La clave de que el diseño del español no alcanzase mayor proyección, explica, hay que buscarla seguramente en la propia España del siglo XVII: “Felipe II sabía que la primera sociedad del mundo debía ser tecnológica. El problema viene detrás, con Felipe III. Si hubiese tenido el mismo espíritu que su antecesor la historia se hubiese escrito diferente”. “El aparato de Savery fue la base de la Revolución Industrial. Se asoció con Newcomen, que cambió los depósitos de presión de agua por cilindros de vapor e hizo la máquina que luego perfeccionó Watt. Pero el eslabón fundamental es el aparato de Ayanz”, conviene Tapia.
Para el ingeniero e historiador, experto también en la obra de Da Vinci, el legado de Ayanz se adelanta al de otras figuras a las que, a lo largo de los años, se les ha asignado el título de "precursores de la máquina de vapor". García Tapia resalta por ejemplo los detallados diseños del navarro frente al lenguaje "escueto y oscuro" con el que Edward Somerset describe su propio ingenio en el libro A century of the Names and Scantling of such Inventions, publicado en 1663; y destaca las similitudes entre el aparato de dos depósitos alternativos de Ayanz y el expuesto por Thomas Savery en 1698 y en su histórico ensayo The Miner´s Friend, dibujado décadas despúes.
El listado de invenciones de Ayanz suma y sigue: balanzas tan precisas que —se ufanaba— permitían pesar “la pata de una mosca”; hornos de fundición diseñados para ahorrar leña y carbón y evitar humos nocivos; aparatos de drenaje de minas basados en el principio del sifón; un destilador de agua de mar, ideal para las galeras que cruzaban el océano, molinos… Diseños bendecidos con las patentes y que, tras su muerte, en gran parte acabaron acumulando polvo y olvido en los estantes de Simancas. Allí los rescató siglos después Tapia, en una labor de buceo archivística, distinta en las formas pero no en empeño a aquella otra inmersión de 1602 en el Pisuerga.
Su aventura no requirió zambullirse bajo el agua, pero sí desempolvar legajos y unir las piezas que durante cerca de cuatro siglos —en gran medida por “envidias” que se remontan ya a la propia época de los Austrias— se habían dispersado hasta convertir a Jerónimo de Ayanz en una figura oculta en los pliegues de la historia. “Al principio, cuando me presentaron un documento impresionante con más de 50 invenciones y dibujos a los que nadie había echado un vistazo me pareció increíble. Tuve que verlo varias veces para ver que era de 1606 y mostraba inventos de, ni más ni menos, la máquina de vapor, una barca submarina, buzos… Eso me llevó a investigar quién era Jerónimo de Ayanz, a Navarra, por toda España y su imperio. Fue difícil, pero muy gratificante también”.
Su exploración, a diferencia de la de 1602, frustrada por la impaciencia de Felipe III, ha culminado con éxito. Y hoy el recuerdo de De Ayanz empieza a reflotar del limo del olvido.
Imágenes: Wikipedia, MUNCYT, Eulogia Merle (Wikipedia), Wikipedia, Nicolás Pérez (Wikipedia)
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