El 22 de octubre de 1938 es uno de esos días que, por sí solos, podrían pasar a la historia de la humanidad. Lo que ocurre es que, para entenderlo, tendríamos que irnos unos años atrás. A ese momento de 1930 en que Chester Carlston acabó la carrera en física con una deuda de 1.500 dólares (el equivalente a 26.000 de hoy en día) y un panorama desalentador: la Gran Depresión se acaba de llevar el mundo por delante.
Que sepamos, el joven Carlston mandó 82 currículums a otras tantas empresas. Las 82 le dijeron que, en fin, no era el mejor momento para ponerse a buscar trabajo. Desesperado, Carlston se la jugó a atravesar todo Estados Unidos (desde California a Nueva York) para probar suerte en Bell Labs y, afortunadamente para esta historia, la tuvo.
Un joven que se aburría
Carlston empezó a trabajar como investigador en la compañía, pero rápidamente se dio cuenta de que la Gran Depresión iba a seguir haciéndole la vida imposible. Sin recursos, sin ganas de buscar nuevas innovaciones... investigar en los Bell Labs era un tostón. Tanto, imaginad, que pidió que lo trasladaran al departamento de la empresa que se dedicaba a tramitar patentes.
Allí, en plena oficina de patentes, se encontró con el alimento fundamental del que se nutren los ingenieros: problemas. El suyo en cuestión era simple: había que hacer decenas de copias de miles de documentos y, en aquella época, solo disponían de dos herramientas: el papel de calco y, bueno, volver a teclear todos y cada uno de ellos.
Durante los años siguientes, Carlson no dejó de darle vueltas al asunto: debía de existir una forma mejor de hacer copias y, ni corto ni perezoso, decidió que él iba a descubrirla. Los primeros experimentos los hizo en la cocina de su propia casa hasta que su mujer lo convenció de que tenía que buscarse otro sitio.
"La madre de todos los inventos"
Fue ese 22 de octubre de 1938 cuando descubrió una manera de unir en el mismo proceso dos fenómenos naturales: "que los materiales de cargas eléctricas opuestas se atraen y que algunos materiales se convierten en mejores conductores de electricidad cuando se exponen a la luz". El procedimiento conseguía fijar la tinta seca en el papel solamente proyectando luz sobre una superficie fotosensible. Acababa de nacer la xerografía.
Pero eso no era nada. Literalmente nada. Una cosa es poder hacer eso en un laboratorio y otra cosa conseguir generar la tecnología necesaria para que aplicar el proceso fuera fácil y sencillo. De hecho, Carlson tardó 10 años en presentar el primer modelo mínimamente viable. Un modelo que, todo hay que decirlo, fue un completo fracaso. Era una máquina compleja de usar y, en general, los originales corrían un alto riesgos de ser destruidos en el proceso.
Por suerte, la competencia no fue capaz de hacerlo mucho mejor y, en 1958, otros diez años más tarde, salió al mercado la Xerox 914. Y fue un bombazo. Según parece, la revista Fortune la denominó «el producto más exitoso de todos los tiempos comercializado en los Estados Unidos de América en términos de retorno de la inversión».
Es cierto que la clave del éxito no fue solo técnico. Sí, su uso era muy sencillo; sí, ya no se podía destruir el original; sí, no necesitaba papeles especiales. Pero, sobre todo, había una cuestión económica: Xerox decidió alquilarlas y la gente estaba hambrienta de fotocopias. Debía estarlo: no sé cómo explicar el éxito brutal de un producto que venía con un extintor de serie.
Como decía Edward Tenner hace unos años, la Xerox 914 fue, en realidad, la "madre de todas las invenciones" de la era de la información. Ahora que el "reino del papel" ha caído quizás es difícil verlo, pero la irrupción de la reprografía comercial en el burocrático mundo de la mitad de siglo cambió todo: desde la más pequeña tarea administrativa o de documentación hasta la forma en la que los movimientos democráticos luchaban contra las dictaduras. Las fotocopias abrieron el apetito de información de las sociedades contemporáneas. Y no hemos dejado de comer desde entonces.
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