“La defensa de España no debe dejarse en manos de EEUU ni de la OTAN, aunque en un futuro pudiésemos entrar en esta organización. España necesita su propia fuerza de disuasión nuclear”. La reflexión es de Manuel Díez-Alegría, jefe del Alto Estado Mayor entre 1970 y 1974, y demuestra hasta qué punto la España franquista llegó a plantearse e incluso se rompió los cuernos por acceder a uno de los clubs más selectos, influyentes y desde luego conflictivos de la política internacional de la segunda mitad del XX: el de las naciones con poder nuclear, dotadas de bombas atómicas.
Incluso un informe de la CIA de 1974 señalaba a España como “el único país europeo con interés y capacidad” para seguir los pasos de la propia EEUU, la URSS o los dados en su día por Francia y Reino Unido para fabricar un ingenio nuclear y lograr un nuevo estatus en el tablero geopolítico.
España acarició el sueño atómico.
Lo persiguió en un agotador baile de décadas, repleto de pasos atrás y adelante.
Llegó a complicarle el sueño a más de un funcionario de Washington.
Y, con las mismas, acabó esfumándose.
La gran pregunta, case seis décadas después, es: ¿Por qué quería Francisco Franco una bomba atómica? ¿Cómo de cerca estuvo de lograrla? ¿Y por qué se abandonó el proyecto?
Los flirteos de la dictadura con las bombas nucleares se remontan a la década de 1960, cuando el entonces videpresidente y peso pesado del gobierno, Agustín Muñoz Grandes, encargó a José María Otero Navascués, presidente de la Junta de Energía Nuclear (JEN), que elaborase un estudio sobre la viabilidad de que el país desarrollase un arma "made in Spain". La tarea acabaría sobre la mesa de un hombre de confianza del Ejecutivo y sólida formación, Guillermo Velarde, militar del Ejército de Aire, físico, académico y quien incluso había estudiado física nuclear en Estados Unidos.
La encomienda era tan peliaguda, tan compleja, que en un gesto de clarísimo olor castizo que refleja bien el ánimo con el que lo asumía, Velarde decidió bautizar aquella tarea como Proyecto Islero, el mismo nombre del Miura que años antes había acabado con la vida de Manolete la plaza de toros de Linares. “Presentía que terminaría matándome a disgustos”, confesaría tiempo después.
No llegaría a tanto la cosa, pero el camino para alcanzar las veleidades armamentísticas nucleares que debió transitar Velarde a lo largo de los años siguientes fue de todo menos sencillo.
El militar se consagró en cuerpo y alma en la búsqueda de la mejor forma de que la España franquista se pudiera proveer de armamento nuclear. El reto se las traía y era doble, en realidad: estaba el diseño y fabricación de la bomba atómica, por supuesto; pero también la construcción de un reactor, sus elementos combustibles y la planta de extracción. Otra cuestión crucial que debían aclarar antes de meterse en faena era qué materiales emplear. ¿Plutonio o uranio?
Cualquiera de las dos opciones tenía pros y contras. España dispone por ejemplo de reservas de mineral de uranio, pero enriquecerlo exigía un trabajo complejo, costoso y que difícilmente podría escapar al radar del control internacional, una de las prioridades del Ejecutivo franquista, que quería que el Proyecto Islero se desarrollase en sumarísimo secreto. Con todos esos contras en la balanza, la opción del uranio acabó descartándose y los mandos acabaron decantándose por el plutonio.
Para finales 1964 Velarde tenía ya su informe y se repartieron copias entre los principales mandamases del régimen, incluidos el propio Franco y los ministros Muñoz Grandes y Gregorio López Bravo. Una cosa es sin embargo tener una intuición de por dónde empezar y otra saberlo con certeza y tomar la decisión de poner toda la carne en el asador y lanzarse a la aventura.
Manteniendo la metáfora taurina del propio Velarde, Islero regresó a las cuadras.
Alrededor de un año estuvo en el limbo hasta que a principios de 1966 cayó del cielo un revulsivo en forma de bomba que activó el proyecto. Y literalmente, además. El incidente de Palomares, que se saldó con cuatro bombas termonucleares de Estados Unidos precipitándose sobre suelo español y dejó impreso en la retina de varias generaciones la imagen de Manuel Fraga en bañador, ayudó a revitalizar el proyecto. De la noche a la mañana Velarde y el resto de expertos patrios vieron una oportunidad fabulosa para examinar de cerca los artefactos estadounidenses.
Velarde desde luego supo aprovechar la oportunidad. En Palomares, descubrió una especie de “piedras negras” que le permitieron desentrañar el mecanismo de explosión de las bombas de hidrógeno, la configuración Ullam-Teller, uno de los grandes secretos de la Guerra Fría.
Ni esa revelación ni la confianza de Velarde en la JEN servirían de mucho al Proyecto Islero. Antes de que terminara 1966 el propio Franco se entrevistó con el físico y le ordenó que echase el freno de forma indefinida. Su miedo: que aquellos planes nucleares que España estaba intentando llevar en secreto, sin levantar la liebre internacional, hiciese saltar las alarmas de EEUU y acarreasen nuevas sanciones que, estas sí, asestarían un golpe de gracia a la débil economía española.
Por si el miedo a las represalias internacionales no fuese suficiente estaba también el desorbitado coste del programa nuclear, una sangría de alrededor de 60.000 millones de pesetas que reforzó el recelo con el que lo miraban algunos pesos pesados del franquismo, como López Bravo.
El veto del dictador, eso sí, no fue total. Franco tomó dos decisiones que muestran que no estaba dispuesto a dar carpetazo definitivo a las aspiraciones atómicas de España —decidió no firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear y permitió que se mantuviesen las investigaciones, separadas, eso sí, de las Fuerzas Armadas—; pero su decisión supuso en cualquier caso un revés para Velarde.
El proyecto se sacaría del cajón varios años más tarde, en 1971, cuando Díez Alegría encargó al físico que lo retomara con un apremio claro: “España necesita su propia fuerza de disuasión nuclear”. En su peculiar baile de pasos adelante y atrás, Islero volvió a recibir un espaldarazo a mediados de 1973 con el ascenso a la presidencia del Gobierno de Carrero Blanco, defensor del proyecto.
Cómo de serias eran las pretensiones de España lo muestra que la propia CIA la etiquetase como “posible proliferador” nuclear de Europa: “Tiene reservas autóctonas de uranio de tamaño medio y un amplio programa de energía nuclear de largo alcance —tres reactores en funcionamiento, siete en construcción, más 17 planificados— y una planta piloto de separación química”. La idea era que el plutonio necesario para las bombas se produjera de forma discreta en Vandellós.
Para finales del 73 Velarde estaba convencido de que España estaba preparada para fabricar tres bombas de plutonio al año y el propio Carrero Blanco llegó a presentar los resultados al secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, con quien mantuvo una reunión la víspera del atentado de ETA que acabó con su vida. Un año después su sucesor, Arias Navarro, insuflaba nuevo aire al proyecto con el propósito de lograr un arsenal de 36 bombas de fisión de 20 kilotones.
Tampoco entonces la cosa acabó de arrancar.
Tras varios años con el proyecto dando bandazos entre las diferentes administraciones y con Franco ya enterrado, en 1981, el gobierno de Calvo-Sotelo aceptaba la aplicación de salvaguardias de la AIEA y a finales de esa misma década, en el 87, el gobierno socialista firmaba el Tratado de No Proliferación y daba carpetazo definitivo a las pretensiones atómicas de España.
La pregunta del millón, llegados a este punto es: ¿Por qué quería España disponer de su propia bomba atómica? La respuesta está en el propio tablero geopolítico de la segunda mitad del siglo XX. España había suscrito en 1955 un acuerdo de cooperación nuclear con EEUU, pero, como reconocía Díez-Alegría, aspiraba a disponer de su propia salvaguardia. Con el estatus nuclear, España quizás se granjease incluso un sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.
A modo de telón de fondo estaba la Guerra Fría y sus tensiones internacionales, la carrera armamentística, el peculiar y estratégico rol que jugaba España en el continente y, sobre todo, las complicadas relaciones con Marruecos, independiente desde 1956 y a quien Madrid quería disuadir de cualquiera aspiración territorial por sus territorios fuera de la península, como el Sáhara.
Islero se quedó sin embargo en el papel.
Y como uno de los capítulos armamentísticos más locos de la España franquista.
Imágenes | Wikipedia y United States Department of Energy
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