La madrugada del 3 de febrero de 1947 el meteorólogo Gordon Toole se echó encima toda la ropa de abrigo que encontró en su armario y salió del barracón que ocupaba en el aeródromo de Snag, una remotísima localidad de Yukón, Canadá.
Una de las primeras sensaciones que probablemente lo sacudió nada más cruzar el umbral y poner un pie en el exterior fue el frío. Un frío punzante, que parecía morderle los huesos. Y no es que Toole no estuviese habituado a las bajas temperaturas. Desde hacía días él y sus colegas soportaban valores gélidos, capaces de congelar en minutos cualquier porción de piel que quedase al descubierto.
Lo segundo que debió de llamar la atención de Toole a lo largo de aquella mañana fue la combinación de ruidos. Aunque estaba en un lugar remoto y sus seis huskies dormían acurrucados para soportar la helada, el científico podía escuchar con total claridad unos ladridos lejanos. No habría tenido mayor importancia si no fuera porque los perros en cuestión estaban en el pueblo, a seis kilómetros al norte.
No fue lo único extraño que percibió.
La visión era horrorosa y solo podía apreciar con claridad lo que tenía a unos metros de distancia, pero el científico era capaz de escuchar sonidos lejanísimos como si le llegasen desde el otro extremo de su barracón a o él estuviese dotado de un oído más fino que el mejor de sus huskies. Una de las cosas que identificó con claridad aquel día, por ejemplo, fue cómo el hielo se resquebrajaba en el río White, a aproximadamente 1,6 kilómetros de donde él se encontraba. "Se quebró y retumbó con fuerza, como disparos", explicaría poco después.
Por oír podía oír incluso el "tintineo" que producía el aliento que exhalaba al congelarse y caer al suelo convertido en fino polvo blanco.
El sonido de un día gélido
Ninguno de aquellos fenómenos era muy convencional, pero, claro, tampoco lo eran las temperaturas que Toole registró a lo largo de aquel gélido día de febrero de 1947. Como relata Canada´s History, cuando llegó al complejo donde tenía su instrumental meteorológico el científico comprobó que el termómetro se le había quedado corto. En sentido más literal de la expresión. El instrumento parecía marcar un valor situado por debajo de la cifra más baja señalada, -62,2 ºC.
Intrigado, Toole regresó al barracón y pidió ayuda a uno de sus colegas para calcular cómo de baja era la temperatura que estaban soportado. Su estimación final fue sorprendente: -63,8ºC. Y dado que con semejante frío era imposible utilizar un boli con tinta, decidió dejar constancia marcándolo con una lima.
Varios meses después y tras realizar pruebas de calibración que demostraron que el termómetro tenía un ligero error, el servicio meteorológico aceptó que el valor corregido era ligeramente más alto, pero igual de sorprendente: -63ºC. A día de hoy aún se presenta a menudo como la temperatura más baja registrada hasta la fecha en Canadá o incluso América del Norte, si bien hace no mucho se alcanzó una sensación térmica en el Monte Washington, New Hampshire, de -78ºC.
Lo que sigue intrigando casi ocho décadas después es cómo pudo Gordon Toole escuchar aquel día de 1947 los ladridos de unos perros que estaban a seis kilómetros de distancia o el crujir del hielo a casi dos kilómetros.
El fenómeno sin embargo tiene poco de misterioso y se explica por las temperaturas de récord que se alcanzaron aquel día, como aclara David Phillips, climatólogo de Environment Canada, a National Post: "Una inversión térmica hizo que las ondas sonoras se curvaran hacia el suelo en lugar de escapar hacia arriba. La gente del aeropuerto podía oír con claridad los ladridos de los perros y los habitantes hablando como si estuvieran cerca en vez de a cinco kilómetros".
La clave: la temperatura y cómo influye en la propagación del sonido.
Cuando el aire es muy frío o excepcionalmente frío, como ocurría en Yukón a principios de febrero de 1947, se propaga de forma más lenta y puede desplazarse también a mayores distancias. Una de las claves para comprender el fenómeno es la diferencia entre las capas de aire: el frío forma una masa densa que se asienta a nivel del suelo, mientras que el situado por encima es más cálido.
Al viajar, las ondas de sonido experimentan una refracción que permite que se desplacen a mayores distancias. "Se doblan desde el aire que es menos denso hacia el aire que es más frío y más denso. Eso significa que las ondas que se propagan desde alguien a nivel del suelo se reenfocan hacia el suelo. El sonido sigue un camino curvo y viaja más lejos en esas condiciones", explica Tom Spears.
Añade a ese escenario la ausencia de vientos que compliquen la audición y tendrás el curioso fenómeno que relata Toole de aquel día de principios de 1947.
Quizás fuesen condiciones extremas, pero al menos —bromea Toole— tanto él como sus compañeros tenían algo asegurado: a pesar de que la visibilidad no era buena, perderse resultaba casi imposible. Y no solo porque sus voces podrían oírse a varios kilómetros de distancia sin ayuda de altavoces ni ninguna otra ayuda.
"Perderse no era motivo de preocupación. Mientras un observador caminaba por la pista, cada respiración permanecía como una pequeña niebla inmóvil detrás de él a la altura de la cabeza—añade—. Estos parches de niebla de respiración humana seguían en el aire inmóvil durante tres o cuatro minutos, antes de desvanecerse. Un observador incluso encontró un rastro de este tipo que seguía marcando su camino cuando regresó por el mismo camino 15 minutos después".
Espectáculos asombrosos... para un día asombroso.
Imagen | Yashima (Flickr)
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*Una versión anterior de este artículo se publicó en julio de 2023
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