Hace algo más de tres años un grupo de investigadores de Estados Unidos decidió sacar partido extra a un tramo de unos veinte kilómetros de cable de fibra óptica que llevaba una década sumergido en el fondo de la Bahía de Monterey, en California. Además de su función habitual como transmisor de datos —en concreto enlazaba un nodo de recolección de información y un laboratorio californiano— decidieron usarlo para a modo de sismómetro de alta sensibilidad.
Durante cuatro días aprovecharon el tendido y su enorme susceptibilidad a cuanto sucedía en su alrededor para crear el equivalente —aseguraron desde la Universidad de Berkeley— a alrededor de 10.000 sensores de movimiento virtuales. Resultado: detectaron un terremoto de 3,4 grados cerca de Gilroy, en California, y aumentaron su conocimiento del sistema de la Falla de San Gregorio.
De volcanes al permafrost
La experiencia de Monte Rey no es un única. Ni siquiera un caso aislado. En 2015 otro equipo de científicos alemanes, del GFZ Potsdam, echó mano también de las fibras ópticas infrautilizadas en un cable de 15 kilómetros que enlazaba dos plantas de energía geotérmica de Islandia para “cazar” terremotos distantes. Poco después, hacia 2016, otro investigador de California comprobaba cómo un tendido de 2,5 km repartido por los túneles de Stanford recogía tanto los seísmos, como las vibraciones del tráfico, las pisadas de los transeúntes o incluso las olas de los océanos.
La experiencia de Monterrey, la del GFZ Postdam y la desarrollada en los túneles de Stanford se enmarcan en una tendencia común: el provecho cada vez mayor y cada vez más interesante que los científicos están sacando de los cables de fibra para crear redes de sensores que les permiten sondear las dinámicas que se ocultan bajo la tierra. La revista Science explora sus posibilidades en un artículo en el que destaca cómo, a lo largo de los últimos años, los cables han pasado únicamente de transportar datos a convertirse, ellos mismos, en valiosos. Y con dos ventajas añadidas: su coste, reducido, y las posibilidades de crear una red tupida de indicadores para “peinar” el terreno.
¿Cómo lo consiguen?
Los cables son haces de finas fibras de vidro, no mucho más gruesas que un cabello humano, por las que viaja información codificada en forma de luz. Como detalla Science, a menudo las compañías operadoras las dotan de mayor capacidad de la que luego utilizan, lo que genera una fibra “oscura”, sin aprovechar, de la que los investigadores pueden echar mano de forma barata y segura sin cortar el flujo de datos. Las fibras incluyen también “defectos” aleatorios, que actúan a modo de espejos. Cada vez que la luz impacta contra ellos, acaba rebotando y se dispersa. Cuando una onda externa, como por ejemplo la asociada a un terremoto, atraviesa el segmento de fibra, esos mismos “defectos” se ven alterados. Es muy poco, nanómetros, pero lo suficiente para afectar a la luz.
Los investigadores se aprovechan de esas leves alteraciones —medidas de forma pormenorizada— para sus estudios. Se dedican a lanzan pulsos láser a lo largo de una fibra sin uso y registran luego los cambios. Con los datos sobre la mesa, los científicos pueden monitorear y leer una variedad sorprendente de fenómenos: seísmos, los temblores que acompañan a las erupciones volcánicas, movimientos en glaciares y avalanchas, el deshielo del permafrost, tormentas, ondas acústicas que sondean la temperatura de las profundidades oceánicas… O incluso los cambios en los flujos de vehículos y peatones en una ciudad, lo que podría tener aplicaciones comerciales.
No es solo teoría. Science recoge una amplia lista con aplicaciones de la fibra óptica de las que ya se están beneficiando diferentes áreas de investigación. En Islandia lo están aprovechando para “tomar el pulso” de un volcán situado a escasa distancia de Reyjavik; se ha usado también para analizar movimientos en el glaciar Rhone, en los Alpes Suizos; avalanchas de nieve en el suroeste de Suiza; la descongelación del permafrost en Alaska o terremotos en California. En mayo un equipo de Cambridge explicaba cómo la usa incluso para mapear el hielo de Groenlandia.
La fibra óptica tiene ventajas evidentes. Gracias a su manejo, por ejemplo, los científicos disponen de un despliegue difícil de imaginar hace décadas con los sismómetros tradicionales, aparatos que en ocasiones debían instalar con kilómetros de separación. Sus características permiten adaptarla a diferentes escenarios y su coste, para más inri, es relativamente bajo. Hay peros, claro. El principal, quizás, la enorme cantidad de datos que genera, lo que hace muy difícil almacenarlos.
Lo que está claro es que los tiempos en los que los cables de fibra óptica servían solo para transmitir información quedan ya atrás. Hoy parecen, como mínimo, igual de importantes para generarla.
Imágenes | Ramón Lozano Rodas (Flickr) y Denny Müller
Vía | Science
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