A principios de los años 70, en un reactor experimental soviético cerca del lago Baikal, un grupo de investigadores descubrió una cosa sorprendente: parte de las protecciones de plomo que constituían los sistemas de seguridad de la central se habían transformado en oro. ¡En oro! Durante cientos de años, miles de alquimistas se habían dejado la vista, los ahorros y la vida en conseguir una manera de transmutar un elemento en otro; y ahí estaba la clave, en mitad de la Siberia meridional.
Sin embargo, el secretismo soviético hizo que la anécdota quedara para siempre a medio camino entre la realidad y el mito. Por eso, menos de una década después, en 1980, el prestigiosísimo Glenn Theodore Seaborg decidió que era momento de tomar cartas en el asunto. Cartas científicas, eso sí: iba a crear oro. La "piedra filosofal" estaba al alcance de la mano.
Alquimia, sí; pero alquimia acelerada
Porque Seaborg no era un mindundi. Nacido en 1912, este químico atómico y nuclear estadounidense era toda una eminencia. Había descubierto y aislado diez elementos químicos, había desarrollado el concepto de "elemento actínido" que, a posteriori, fijaría la disposición actual de la tabla periódica. Durante la Segunda Guerra Mundial había tenido un papel importante en el 'Proyecto Manhattan' y en 1951 se llevó el premio Nobel.
De sus trabajos con los primeros aceleradores de partículas, obtuvimos el hierro-59, un isótopo que resultó utilísimo para entender el funcionamiento de la hemoglobina en la sangre humana. O, más importante aún, en 1937 crearon el yodo-131,una pieza fundamental durante décadas y décadas en tratamiento de varias enfermedades relacionadas la tiroides.
Pero la anécdota de hoy, que me ha recordado Sergio Palacios, ocurrió años después. Como decía, en 1980, Seaborg diseñó una técnica experimental para transmutar un isótopo del bismuto, el bismuto-209, en oro. La idea era usar un acelerador de partículas para eliminar protones y neutrones de un puñado de átomos de bismuto hasta transmutarlos en oro. Y tuvo éxito. Al menos en el plano experimental. El procedimiento, lamentablemente, era demasiado caro (e inestable) como para hacer oro de forma industrial.
Pero, como tantas otras veces en la historia de la ciencia, eso es lo de menos: abrió camino. Hoy por hoy, los aceleradores de partículas transmutan elementos sin ningún problema y si no lo hacemos con cosas como los residuos nucleares es, fundamentalmente, porque el proceso es complejo e inecesariamente peligroso. Lo importante es que el camino que empezó con Henry Becquerel en 1898 con el descubrimiento de la radioactividad natural ha sido uno de los más fascinante del último siglo y, ciencia mediante, será un elemento esencial de los próximos años.
Imagen | Fly D
Ver todos los comentarios en https://www.xataka.com
VER 30 Comentarios