Podríamos decir que esta historia empieza el 2 de agosto de 1939, pero, como siempre ocurre en estas cosas, lo cierto es que empieza un poco antes. Empieza con dos físicos húngaros, Leo Szilárd y Eugene Wigner, llegando al 1255 de West Cove Road en Nassau Point (Nueva York).
Huyendo de un Europa cada vez más inhabitable, Wigner acaba de llegar a Princeton tras algunos años en Wisconsin. Szilárd, por su parte, tras unos años en Inglaterra había conseguido refugio en la Universidad de Columbia. Eran dos de los mayores expertos del mundo en fisión nuclear y estaban asustados.
A lo largo de ese 1939, Szilárd (junto al premio Nobel Enrico Fermi) habían llegado a la conclusión de que el uranio "podía convertirse en una nueva e importante fuente de energía en el futuro inmediato". Pero lo que los asustaba no era eso, era algo más sutil: el hecho de que, desde la anexión de los Sudetes (apenas unos meses antes), la Alemania nazi había cortado súbitamente las exportaciones mineras.
Y allí, en Bohemia, estaba uno de los mayores yacimientos de uranio del mundo.
El rastro del uranio
Pese a la "fuga de cerebros" de los últimos años, Alemania seguía siendo uno de los epicentros de la física mundial (y la cuna de muchas de las teorías atómicas), ¿era posible que los investigadores y técnicos nazis hubieran llegado a la misma conclusión que ellos? Es más, ¿era posible que estuvieran detrás de convertir esa "nueva e importante fuente de energía" en un arma?
En un primer momento, el grupo de físicos atómicos del que formaban parte Szilárd y Wigner decidió que era el momento de avisar de todo esto al rey de Bélgica. Había más minas de uranio en el mundo, pero el otro gran yacimiento estaba precisamente en el Congo. Si Hitler iba detrás de este mineral (y más aún, si intuía que las distintas potencias estaban en la carrera), no era de extrañar que entre sus siguientes movimientos estuviera intentar tomar el control de mina de Shinkolobwe, al sureste de la colonia.
Ese es el motivo por el que los dos físicos húngaros llegaron a Nassau Point en julio del 39. Entre 1937 y 1939, otro físico (en este caso alemán) veraneó allí. Un físico que, según había trascendido en los medios, tenía buena relación con la familia real belga: Albert Einstein.
Aunque nos pueda sorprender hoy en día, Einstein llevaba años dando clase en EEUU y no estaba muy al día de los avances en torno a la fisión nuclear. Por eso, en aquella visita, los investigadores le mostraron los datos que habían conseguido sobre el uranio y le persuadieron de escribir una carta a Bruselas. Szilárd la redactaría y se la enviaría a Einstein para que este la firmara.
Sin embargo, mientras lo hacía, Szilárd sintió que había queda dar un paso más allá, que el destinatario de esa carta no tenía que ser Leopoldo III, sino Franklin Delano Roosevelt. Y así fue. El 2 de agosto de 1939, Albert Einstein firmaba una carta en la que pedía al presidente de Estados Unidos que se tomara en serio la cuestión nuclear y empezar a desarrollar la bomba.
Un mes después, William C. Bullitt, el embajador americano en París, despertaba a Roosevelt de madrugada. Hitler había invadido Polonia. La Segunda Guerra Mundial acababa de comenzar.
"Esta larga noche"
Casi exactamente seis años después, en el desierto neomexicano de Jornada del Muerto, Robert Oppenheimer y el resto de personal científico y militar del proyecto Manhattan asistían a la primera detonación nuclear de la historia. El 16 de julio de 1945, a las 05:29:45, la prueba Trinity hizo que "de repente, la noche se convirtiera en día" y "el frío se convirtiera en calor".
Según podemos leer en 'Prometeo Americano', el libro en el que se basa la nueva película de Christopher Nolan, "la bola de fuego gradualmente cambió de blanco a amarillo y luego a rojo a medida que crecía en tamaño y subía al cielo". Nadie lo sabía, pero aquella explosión de 19 kilotones (el equivalente a 19.000 toneladas de TNT) no solo dejó un cráter de 330 metros de ancho, no solo acabó con la Guerra: cambió el planeta a nivel geológico, dio comienzo a una nueva era.
Pero, como digo, todo eso lo sabemos ahora, en ese momento la situación era muy distinta. Basta recordar la nota que un desesperado y desesperado Zweig dejó al suicidarse en la ciudad brasileña de Petrópolis en 1942: "Ojalá vivan para ver el amanecer tras esta larga noche".
Por eso, aunque desde Einstein hasta el mismo Oppenheimer, la mayor parte de los científicos involucrados en el desarrollo de la bomba atómica se arrepintieron de su participación, es interesante acercarse no sólo a la reacción política a la bomba, sino también a cómo afectó al tejido ético de la misma ciencia contemporánea.
El centro de la carrera
Se suele decir que, después de la explosión del 16 de julio del 45, Oppenheimer citó un pasaje célebre del Bhagavad Gita: "me he convertido en la muerte, en el destructor de mundos". Hasta donde sé, no está confirmado; pero sí sabemos que cuando William L. Laurence, el reportero del New York Times seleccionado para cubrir el evento, le preguntó por la explosión, Oppenheimer hizo una pausa y dijo: "Muchos niños que aún no han crecido le deben la vida" a esto.
También sabemos que cuando Oppenheimer se reunió con el Presidente Truman para hablar del control internacional de las armas nucleares, le dijo: "siento que tengo las manos manchadas de sangre". Esa (y no otra) es la gran paradoja que creó la bomba atómica en el seno de la ciencia mundial.
A veces, cuando miramos la historia del Proyecto Manhattan, la sombra de la Guerra Mundial y todas las vidas de las que hablaba Oppenheimer, corremos el riesgo de olvidar que la construcción de la bomba fue un tema extremadamente polémico ya mientras se desarrollaba. Y que cada uno de los participantes tuvo que cargar durante décadas con las consecuencias de sus decisiones.
El mejor ejemplo de esto, como explicaba George Iskander, es Joseph Rotblat. Este físico polaco que trabajó como parte de la delegación británica en el Proyecto Manhattan, pese a sus reservas, estaba convencido de que detener a la Alemania nazi justificaba el riesgo. Pero, en marzo de 1944, cuando el general Leslie Groves Jr, director del proyecto, le dijo que su objetivo "era someter a la Unión Soviética", se dio cuenta del problema que venía y abandonó el equipo para dedicar su vida trabajando por la no proliferación atómica. Eso le valió el Nobel de la Paz de 1995.
Por lo que sabemos ahora, muchos de los científicos involucrados solo estaban a favor de un uso "demostrativo" de la bomba, por eso el uso en Japón cambió todo. "La ciencia se identificó con la muerte y la destrucción", dijo Rotblat en su discurso del Nobel. También citó a Lord Zuckerman, otro defensor de la no proliferación nuclear, recordando que "cuando se trata de armas nucleares... [e]s él, el técnico, y no el comandante, quien está en el centro de la carrera armamentística".
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Imagen | Laboratorio Nacional de Los Alamos
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