La escurridiza definición de vida

La escurridiza definición de vida

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La escurridiza definición de vida

A unos 450 kilómetros de San Francisco se encuentra el observatorio astronómico de Hat Creek. Desde 2007 cuarenta y dos telescopios Allen, funcionando en conjunto, constituyen el radiotelescopio de interferometría más potente del mundo (y más que lo será, pues el proyecto tiene planteado erigir trescientos ocho telescopios más).

En su construcción han colaborado la Universidad de California y el SETI. El propósito es crear un observatorio que sirva tanto para la observación astronómica como para la búsqueda de vida o inteligencia extraterrestre. Estas enormes antenas sirven tanto para explorar el espacio profundo como para intentar captar cualquier señal electromagnética que pueda ser una prueba de que no estamos solos en este inmenso universo.

Desgraciadamente para todos los amantes de la sci-fi, desde los años 70 hasta día de hoy, en más de cuarenta años de rastrear el firmamento, no se ha encontrado nada que se asemeje remotamente a una prueba de vida extraterrestre. El cosmos permanece absolutamente silencioso ante nuestras antenas ¿Por qué? ¿No se oye constantemente a la mayoría de la gente decir que es imposible que estemos solos? ¿No estamos descubriendo exoplanetas continuamente? ¿No oímos decir por doquier que tal o cual satélite o planeta se parecen mucho al nuestro o puede tener o ha tenido agua? ¿Por qué entonces el SETI no encuentra nada?

Lo primero que tenemos que hacer para afrontar la cuestión es definir con precisión qué es lo que estamos buscando en el universo. Si buscamos vida, primero tendremos que saber qué es la vida, y aquí es donde ya surgen los problemas.

En 2004 el biólogo Radu Popa publicó un extenso y exhaustivo estudio en donde recogió más de cien definiciones de ser vivo por parte de profesionales de diversas especialidades interesados en la vida ¡Más de cien! Debería ser un escándalo el hecho de que en una de las disciplinas más importantes de la ciencia contemporánea no se haya llegado a un acuerdo sobre lo más básico: el propio objeto de estudio ¡La biología no sabe definir la vida!

Realmente no es tan grave. Si pensamos en cualquier otra disciplina científica nos encontramos con exactamente el mismo problema. Pruebe el lector a preguntarle a un físico qué es el universo o la materia, o a un matemático qué son los números. Y, de todas formas, que no exista una definición precisa no quiere decir que no sepamos absolutamente nada de lo que significa la vida.

Vamos a hacer un recorrido por los principales intentos de definición para que, aunque al final sigamos sin una definición precisa, tengamos una visión mucho más rica de lo que significa estar vivo.

Nacer, crecer, reproducirse y morir…

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Cuando yo iba al colegio (ignoro cómo será ahora, pero me temo que no mucho mejor) nos hacían memorizar como un mantra que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Esa era la definición con la que nos movíamos: si naces, creces, te reproduces y mueres eres un ser vivo. Si no cumples estas cláusulas pasas a ser catalogado como ser inerte. Nefasta definición: podemos encontrar excepciones y/o problemas para todas y cada una de ellas.

Nacer: ¿qué significa exactamente nacer? ¿Es exactamente lo mismo el nacimiento de un mamífero cualquiera que la mitosis de una célula? Cuando, por ejemplo, partimos una planaria en dos y de cada uno de los trozos surge una nueva ¿podemos decir con propiedad que de cada trozo ha nacido una nueva planaria? Si definimos nacer como generar un nuevo organismo autónomo y funcional, tenemos el problema de que se nos cuelan dentro de la definición entidades que no consideraríamos como vivas. Por ejemplo, yo puedo construir una máquina o un programa de ordenador que sea plenamente autónomo y funcional… ¿está viva esa máquina o ese software? ¿Han nacido?

Crecer: Infinidad de seres vivos no cambian absolutamente nada desde su nacimiento hasta su muerte. En el mundo de los microorganismos esta es la regla: una bacteria permanece exactamente igual durante toda su existencia. Del mismo modo, el envejecimiento como última fase del desarrollo tampoco se da en gran parte del mundo vivo: ¿alguien ha visto alguna vez un pez con arrugas?

Reproducirse: Si bien una de las características que parecen más esenciales de los seres vivos es su capacidad para transmitir su ADN de una generación a otra, también encontramos excepciones: una mula o una hormiga obrera son organismos estériles y nadie diría que no son seres vivos de pleno derecho.

Morir: las bacterias son potencialmente inmortales. Mueren porque se les termina el alimento o por agresiones externas, pero nunca de viejas. Si queremos, podemos mantener un cultivo de bacterias vivo durante un tiempo indefinido. También tenemos a la sorprendente turritopsis nutrícola, una medusa capaz de rejuvenecer y retornar a su más tierna infancia un número de veces, que sepamos a día de hoy, igualmente indefinida. No, morir no parece ya una característica necesaria de los seres vivos.

La vida desde la física

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En 1944 el inminente físico Erwin Schrödinger publicó un ensayo titulado "¿Qué es la vida?" que revolucionó completamente el mundo de la biología. Schrödinger, sencillamente, tuvo la valentía de aplicar el campo en el que él era un excepcional experto (la física) a otro en el que solo era un aficionado (la biología). Los resultados fueron pura luz (y es que los descubrimientos siempre están en las fronteras, nunca en la comodidad de las propias capitales).

Según el tétrico Segundo Principio de la Termodinámica, todo sistema cerrado aumenta irreversiblemente su entropía. Siempre que hay un intercambio de energía de cualquier tipo hay una pérdida, hay un aumento del desorden general del sistema en el que nos encontremos (no existe el diablillo de Maxwell).

Aceptar este principio es llegar a unas conclusiones poco esperanzadoras para la vida de nuestro universo. Al final, irremediablemente, nuestro mundo acabará en un estado de desorden total en el que será imposible cualquier tipo de vida, menos aún inteligente. Es lo que los astrofísicos denominan como BigRip.

Pues bien, curiosamente, la vida parece llevar la contraria a esta tendencia cósmica: la vida genera orden. Cualquier ser vivo representa una determinada organización que consume energía para mantener ese mismo orden. Esto no quiere decir, como muchos han malentendido, que la vida viole el segundo principio de la termodinámica. Cuando un ser vivo aumenta su orden, siempre lo hace a nivel local, pero a nivel global del sistema, está aumentando la entropía. Lo siento amigos, por muchos esfuerzos que hagamos, el BigRip es inapelable (tanto más inapelable cuanto más nos esforcemos por pararlo ya que, precisamente, se alimenta de nuestro esfuerzo).

Cualquier objeto inerte afectado por la gravedad, el magnetismo y cualquier ley física o química en general, tenderá al equilibrio termodinámico, es decir, a alcanzar su grado máximo de entropía. Sin embargo, nos dice Schrödinger, los seres vivos están constantemente haciendo cosas, generando orden y, por lo tanto, siempre estarán en desequilibrio termodinámico. Precisamente, cuando un ser vivo entra en equilibrio es cuando muere.

En términos generales, desde la física se ha insistido en las capacidades metabólicas de los seres vivos. Nuestro metabolismo no es más que la facultad de intercambiar materia y energía con nuestro entorno. Todos los seres vivos (con alguna excepción como siempre) extraen energía de su entorno que transforman en materia o trabajo, y expulsan desechos de tal actividad.

Sin embargo, a pesar de esta enriquecedora aportación, definir la vida en términos energéticos es incompleto. Cualquier artefacto mecánico intercambia, en algún sentido, energía y materia con el entorno. Pensemos, simplemente, en un automóvil: consume combustible que transforma en movimiento y, como desecho, contamina nuestra atmósfera con humos tóxicos ¿Un automóvil es un ser vivo? Parece que no.

Autopoiesis

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En total coherencia con la perspectiva de Schrödinger, los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela propusieron la expresión autopoiesis (auto: uno mismo, poiesis: producción) para referirse a la vida. Un ser vivo es un organismo que utiliza todos sus recursos para seguir siendo él mismo. Un ser vivo se produce constantemente a sí mismo: repara sus tejidos dañados, regenera sus órganos, todo para mantener su propia estructura interna.

La vida no se define por el material que la compone, sino por su propósito: la autoperpetuación. De hecho, la materia que constituye nuestro cuerpo está cambiando continuamente. Pocos átomos originales que nos conformaban cuando éramos bebés quedan en nuestro cuerpo adulto.

Sin embargo, lo que sí se perpetúan son ciertas estructuras funcionales que están orientadas a la autorregulación del organismo para mantenerse a sí mismas. Los seres vivos forman sistemas homeostáticos, sistemas que se corrigen en feed-backs de retroalimentación para mantener siempre un cierto nivel de algo. Por ejemplo, pensemos en nuestra temperatura corporal, la presión sanguínea, los niveles de azúcar, oxígeno, colesterol, triglicéridos… han de mantenerse siempre entre ciertos márgenes para mantener una buena salud. Nuestro propio cuerpo (y los médicos) trabajan constantemente para que estos niveles no se disparen.

La vida no se define por el material que la compone, sino por su propósito: la autoperpetuación

Los seres vivos serían las entidades egocéntricas por naturaleza: seres diseñados sin otro propósito que seguir siendo ellos mismos a toda costa. Vivir es, esencialmente, trabajar para seguir viviendo. Si lo pensamos es algo un tanto desconcertante: que el sentido de algo sea solo luchar por seguir siendo deja la cosa un tanto a medias: ¿y para que seguir siendo? Para nada. El éxito en la supervivencia ha consistido en no hacer otra cosa más que intentar sobrevivir, sin ningún objetivo superior o más loable. En un competitivo mundo natural en el que solo sobreviven los más aptos, quien perdiera tiempo y recursos dedicándose a algo que no fuera la estricta supervivencia, se extinguiría.

El chauvinismo del carbono

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Una perspectiva diametralmente opuesta a la anterior vendría a subrayar el papel material, y no tanto el funcional o estructural. Que sepamos, a día de hoy, los únicos organismos vivos conocidos son aquellos basados en química orgánica o química del carbono. Las moléculas fundamentales que nos configuran (proteínas, ácidos nucleicos, lípidos, carbohidratos…) están formados por moléculas basadas en átomos de carbono enlazadas con hidrógeno, oxígeno y, en menor medida, con otros elementos.

Estos compuestos químicos tienen unas propiedades tales que producen la vida, y dado el estado de la ciencia actual, no hemos conseguido reproducirla con ningún otro material. El equipo de Craig Venter, liderado por el Premio Nobel Hamilton Smith, diseñó en el 2007 la bacteria Mycoplasma laboratorium.

Los medios de comunicación sensacionalistas pronto lanzaron las campanas al vuelo, anunciando que Venter había sido capaz de crear vida en laboratorio, cual Doctor Frankenstein se tratara. Nada más lejos de la realidad. Lo que realmente hizo el equipo de Venter fue quitarle los genes a otra bacteria llamada Mycoplasma genitalium y eliminar todos los que no fueran estrictamente necesarios para mantener a la bacteria viva (dejando unos 382), para luego volverlos a poner en su sitio, creando, por así decirlo, una especie nueva de bacteria. Fue un gran logro para la ingeniería genética pero, desde luego, no fue crear vida de la nada o a partir de materia inerte.

En este sentido, si todavía no hemos sido capaces de crear vida a partir de compuestos orgánicos, menos aún somos de hacerlo a partir de otro tipo de elementos químicos. El sueño de crear vida a partir de, por ejemplo, la química del silicio, está muy lejos. Esto podría indicar que en toda definición de ser vivo no podría faltar el hecho de necesitar un tipo determinado de materiales con sus respectivas propiedades. Sin embargo, la cosa parece no ir por ahí.

El nacimiento de la química orgánica suele ubicarse en el año 1928, cuando el químico alemán Friedrich Wöhler logró sintetizar urea (sustancia orgánica presente en la orina) a partir de cianato de amonio (una sustancia inorgánica). El descubrimiento fue realmente revolucionario, precisamente, porque demostró que los seres vivos no están hechos de ningún material especial, diferente de lo que compone el resto del universo.

Era un fuerte golpe al viejo vitalismo, que ya desde tiempos de Aristóteles, afirmaba que la esencia de la vida estaba en una fuerza vital que, de algún modo, insuflaba vida a la materia inerte. No, no parece haber nada esencialmente diferente a nivel físico entre los compuestos orgánicos y los inorgánicos. Todos los objetos del universo estamos hechos de mismo polvo de estrellas.

Igual que conseguimos hacer dispositivos electrónicos capaces de calcular sin neuronas “de carne y hueso”, ¿por qué no podríamos crear vida con materiales inorgánicos?

Además, defender a ultranza que la vida depende fundamentalmente de su substrato material nos lleva a lo que se ha denominado críticamente como “chauvinismo del carbono”, ya que negaría a priori la posibilidad de crear vida a partir de cualquier otro material. Los ingenieros de vida artificial contraargumentan que, igual que conseguimos hacer dispositivos electrónicos capaces de calcular sin neuronas “de carne y hueso”, ¿por qué no podríamos crear vida con materiales inorgánicos?

La dificultad solo estribaría en conseguir replicar las propiedades de los materiales orgánicos, pero nada indica que por principio no pueda conseguirse. Hemos ideado automóviles que se desplazan sin patas o aviones que vuelan sin plumas, ¿por qué no vida sin carbono?

Autorreplicación

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Probablemente, el mayor descubrimiento científico del siglo XX fue el de la estructura del ADN. Uno de los grandes enigmas que la teoría de la evolución dejaba sin solución era el de la herencia: ¿qué mecanismos posibilitaban que heredáramos características de nuestros padres? Darwin y sus contemporáneos no tenían ni idea. Ni siquiera Mendel sabía todavía nada de los mecanismos de codificación y transmisión de información genética.

Fue entonces en 1953 cuando Watson y Crick descubrieron esa maravillosa doble hélice presente en todas y cada una de nuestras células (excepto en los glóbulos rojos), el manual de instrucciones para crear y hacer funcionar a todo ser vivo.

Y así llegamos a otra de las principales características de lo vivo: su autorreplicación. Los organismos autopoiéticos no se conformaron con subsistir, sino que pretendieron expandirse creando copias de sí mismos transfiriendo su ADN a sus descendientes. La vida se multiplica aumentando sus posibilidades de perpetuación. El objetivo de cualquier organismo vivo no es ya solo la supervivencia sino, sobre todo, la procreación.

De hecho, la procreación pasa a ser el objetivo primordial del que la supervivencia pasa a ser subordinado. Hay que sobrevivir al menos hasta que hayas pasado tus genes a la próxima generación, después serás prescindible (que se lo digan al macho de la mantis religiosa).

Esta visión se cristalizó en la teoría del popular etólogo británico Richard Dawkins. Veámosla directamente en un hermoso fragmento del libro de divulgación científica más famoso de los últimos tiempos: "El gen egoísta" (1976):

¿Llegaría a tener algún final este gradual perfeccionamiento de las técnicas y artificios empleados por los replicadores para asegurarse su propia continuidad en el mundo? Habría mucho tiempo disponible para su perfeccionamiento. ¿Qué misteriosas máquinas de autopreservación producirían al cabo de milenios? En cuatro mil millones de años, ¿cuál sería el destino de los antiguos replicadores? No murieron, porque son maestros en el arte de la supervivencia. Pero no se les debe buscar flotando libremente en el mar; ellos renunciaron a esa desenvuelta libertad hace mucho tiempo. Ahora, abundan en grandes colonias, a salvo dentro de gigantescos y lerdos robots, encerrados y protegidos del mundo exterior, comunicándose en él por medio de rutas indirectas y tortuosas, manipulándolo por control remoto. Se encuentran en ti y en mí; ellos nos crearon, cuerpo y mente; y su preservación es la razón última de nuestra existencia. Aquellos replicadores han recorrido un largo camino. Ahora se les conoce con el término de genes, y nosotros somos sus máquinas de supervivencia.

La historia de la vida consistiría en una carrera armamentística entre genes cuyo único propósito es su egoísta supervivencia (si bien, ellos no tienen ni consciencia ni intención alguna de nada, es decir, no son egoístas ni altruistas). Todas las características de los organismos (su fenotipo) no serían más que los medios, las herramientas que los genes utilizan para su autopreservación.

Somos, por decirlo de modo sencillo, los medios de transporte, los autobuses que los genes utilizan para ir a la siguiente parada. Y morimos cuando ya hemos cumplido nuestra efímera misión. Prestemos atención al hecho de que en la inmensa mayoría de los animales su tiempo de fertilidad coincide con su plenitud como individuos. En la infancia y en la vejez no hay procreación, lo cual no parece más que indicar con claridad organismos moldeados por la selección natural para estar en plena forma a la hora de dejar descendencia. Una vez plantadas las semillas e invertido el tiempo suficiente para la educación de los vástagos, ya no valemos para nada: envejecemos y morimos.

La autorreplicación es de las más definitorias características de lo vivo, ya que es realmente complicado diseñar una máquina que sea capaz de crear una copia exacta de sí misma (es lo que en términos técnicos denominamos como máquina de Von Neumann). Ya se han conseguido ciertos modelos teóricos (por ejemplo, el Langton’s loop) pero, que yo sepa, no se han llevado a la práctica: no tenemos aún robots capaces de la autorréplica. A día de hoy solo los seres biológicos son capaces de copiarse a sí mismos.

El enigmático origen de la vida

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Cuando Charles Darwin publicó "El Origen de las especies" le llovieron las críticas. Algunas, a las que Darwin no hizo mucho caso, iban desde la religión y sostenían que no era posible que la gran complejidad y belleza del diseño de los seres vivos no fuera fruto de una acción divina.

Darwin explicaba cómo unas especies surgían de otras previas, pero no podía, de ningún modo, explicar el origen de la misma vida

Otras, más serias, sí que dieron dolores de cabeza a nuestro gran naturalista. Una de ellas fue la del origen de la vida. Resultaba paradójico que un libro titulado "El Origen de las especies" no dijera nada del origen primigenio de las mismas especies. Y es que la objeción era totalmente irresoluble con los conocimientos disponibles en el siglo XIX. Darwin explicaba cómo unas especies surgían de otras previas, pero no podía, de ningún modo, explicar el origen de la misma vida ¿Podemos nosotros, siglo y medio después? Sabemos algo más, pero, desde luego, no lo suficiente.

Los famosos experimentos del ruso Oparin y de los norteamericanos Miller y Urey, mostraron que de los componentes de la atmósfera primitiva y de su posible actividad electro-química podrían surgir algunos de los constituyentes esenciales de los seres vivos: aminoácidos y ácidos nucleicos.

Sin embargo, el enigma está en cómo esos constituyentes se organizaron para crear moléculas capaces de codificar información para realizar actividades metabólicas y, aún más, capaces de replicarse a sí mismas. Una molécula actual de ADN es algo bastante complejo, por no hablar de la increíble actividad que podemos observar en el interior de la célula más simple ¿cómo pudo surgir esta complicadísima organización de meras moléculas que flotaban a su aire en las fumarolas de los océanos de la Tierra primitiva?

Por si la dificultad del tema fuera poca, el bioquímico alemán Manfred Eigen formuló la paradoja que lleva su nombre. La explico. Sabemos que la evolución avanza, entre otras causas, a base de mutaciones: errores de traducción en la réplica de las moléculas de ADN. Las mutaciones, habitualmente, son nefastas para los organismos al igual que lo sería el fallo de un brazo mecánico en la cadena de montaje de un automóvil. Sin embargo, hay mutaciones que son menos perniciosas que otras. Un coche puede seguir funcionando si le faltan algunos tornillos o sin un espejo retrovisor, pero seguramente que no si tiene fallos graves en el cilindro.

Los genetistas llaman “catástrofe de errores” al punto a partir del cual un organismo tiene tantos fallos en su ADN que es inviable, que no puede sobrevivir. Hay organismos con una resistencia mucho más alta que otros al número de errores. Eigen descubrió que existía una correlación entre esa resistencia a las mutaciones y la longitud del genoma: cuanto más largo es el genoma menos resistente es a la catástrofe de errores.

Nuestro genoma, muy largo y complejo, es mucho menos resistente que el de las bacterias. Por eso, los seres humanos, hemos desarrollado un montón de mecanismos para corregir cualquier error en nuestro genoma. Las bacterias, por el contrario, no reparan su ADN, todo lo contrario, aprovechan esos desperfectos a su favor. Como se reproducen a gran velocidad no les importa generar una alta cantidad de organismos inviables. Lo que les interesa es generar individuos diferentes y así, por ejemplo, resistir a las vacunas o a cualquier agresión externa que ataque a un tipo de bacteria determinado. Es el truco que utiliza el virus de la Gripe para hacerse inmune a nuestras vacunas o las langostas contra los plaguicidas.

La paradoja de Eigen reside en aplicar esta correlación a los primeros organismos de la historia biológica. Para que un organismo consiga replicarse su genoma tiene que ser bastante largo (ha de contener toda la información suficiente para crear otro nuevo organismo completo desde cero) pero, a la vez, lo suficientemente corto para ser resistente a una catástrofe de errores (mucho más si pensamos que en los albores de la vida esos primeros organismos no podrían haber desarrollado aún ningún mecanismo para corregir los errores en su genoma). El caso es que ambas opciones son excluyentes: o genoma largo que se autorreplica o corto que resiste los errores. Entonces ¿cómo consiguieron los primeros autorreplicantes sortear la catástrofe de errores? No lo sabemos.

El sentido de la vida biológica

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El primer gran naturalista de la historia, Aristóteles, creía que todo ser existente orientaba su conducta siguiendo unos objetivos o fines. Todos los seres, desde los minerales hasta los seres humanos, vivíamos siguiendo una meta. El universo aristotélico era teleológico (del griego telos: finalidad), todo en él tenía un claro sentido. De ahí la inmortal frase aristotélica: “La naturaleza no hace nada en vano”.

Pero la ciencia avanzó y esa plenitud de sentido universal se desvaneció. En primer lugar se derrumbó la idea de que los seres inertes operaran siguiendo algún propósito. La Tierra gira alrededor del sol sin ninguna intención u objetivo, simplemente obedece las leyes de gravitación. No llueve para que crezcan las plantas ni las plantas existen para que las coman los herbívoros, sino que debido a que llueve hay plantas y gracias a que hay plantas hay herbívoros. Y, en segundo lugar, se derrumbó la idea de que la vida biológica siguiera una finalidad más allá de su propia preservación.

Si lo pensamos profundamente puede resultar desolador: toda la grandiosa complejidad y diversidad del mundo biológico no obedece a nada. Los seres vivos son sofisticadísimos transportes de información genética, siendo esa información nada más que instrucciones para hacer funcionar dichos transportes. Seguir siendo a toda costa, ese parece ser el único imperativo que da sentido a la vida.

No obstante, no se deprima el lector. Solo nos estamos refiriendo al sentido de la vida biológica. La vida, en el sentido de nuestra propia existencia en tanto que seres humanos es algo muy distinto. Tu propia vida puede tener muchísimo sentido a pesar de que tu biología no tenga demasiado. Enamórate, hazte rico o famoso, triunfa o vive cómodamente sin más, haz lo que desees para sentirte pleno, a tu información genética le importara poco, eso sí, siempre que la repliques.

Imagen | ESO/José Francisco Salgado

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