El segundo día de la semana de los Nobels ha premiado a Rainer Weiss, Barry C. Barish y Kip S. Thorne por "el desarrollo del detector LIGO y la detección de las ondas gravitacionales". Eran el gran favorito en las quinielas.
Y no es para menos, la detección de las ondas gravitacionales es uno de los descubrimientos del siglo. No sólo por el desafío técnico que suponía, sino sobre todo por que constituía el nacimiento de una nueva forma de mirar al universo: la astronomía gravitacional.
Un nobel merecidísimo que llega unos meses tarde
Sin lugar a dudas, el descubrimiento de las ondas gravitacionales era el gran favorito para Nobel, como también lo ganó en 2013 el bosón de Higgs. El año pasado, hablábamos que los candidatos a ganarlo eran Kip S. Thorne, Rainer Weiss y Ronald W.P. Drever. Por desgracia, Drever no ha podido ganarlo: murió a principios de este año.
En este caso, el comité del Nobel tenía una excelente oportunidad para cambiar algo de lo que hablaba ayer: la imagen distorsionada que genera el olvidar la contribución de tantos investigadores anónimos. Podrían haber concedido parte del premio a LIGO, la colaboración científica detrás del descubrimiento. Pero, como dice Francisco Villatoro, era poco probable. No está prohibido, pero no tiene precedentes en los nobels científicos y nada indica que el Comité estuviera por la labor. En su lugar se ha premiado a Barry Barish, que fue director de la colaboración LIGO.
¿De qué hablamos cuando hablamos de las ondas gravitacionales?
Por analogía y salvando todas las distancias, quizá la mejor forma de entenderlas es pensar que una onda gravitacional no deja de ser el "equivalente cósmico" a las ondas que produce una piedra en una charca. Solo que a una escala física tan descomunal (y, a la vez, tan sutil) que solo imaginarlo es un desafío muy complejo.
Una de las cosas que nos ha enseñado la física moderna (y en especial las ideas de Einstein) es que todo lo que existe forma parte de un amasijo físico que denominamos espacio-tiempo. Einstein nos explicó que la ley de la gravedad que todos experimentamos (y que todos asociamos a un jovencísimo Newton sentado bajo un manzano) no tiene nada que ver con la atracción entre los cuerpos, sino con la estructura (y las deformaciones) de ese espacio-tiempo.
Está concepción del universo tenía una consecuencia casi imprevista: los eventos realmente masivos (y estamos hablando de cosas como la colisión de dos agujeros negros) provocarían que esa estructura vibrara. O, dicho de una forma más visual, provocaría que se ondulara como las ondas de la charca de las que hablaba antes.
Durante más de cien años, las ondas gravitacionales fueron eso, una deducción lógica del modelo einsteiniano. Durante más de cien años fueron la 'próxima frontera científica', el "gran continente que quedaba por explorar". Su descubrimiento y el nacimiento de la astronomía gravitacional merecía, está claro, un Nobel de física.
Esta vez las quinielas no han fallado
Sin embargo, aquí también hay vida más allá de las ondas gravitacionales. Mucha gente estaba en las quinielas: Sandra Faber por su contribución a la comprensión del proceso de formación de galaxias; Alexander Polyakov por sus contribuciones a la teoría cuántica de campos; Avouris, Dekker y McEuen por construcción de nanoestructuras de carbono (aunque esto era difícil tras el nobel de química del año pasado), Feinganbaum por sus trabajos sobre la teoría física del caos o Sunyaev por sus contribuciones sobre la radiación de fondo de microondas.
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