«Si crees que entiendes la física cuántica, en realidad no entiendes la física cuántica». No lo decimos nosotros. Lo dice Richard Feynman, Premio Nobel de Física por sus contribuciones a la electrodinámica cuántica y uno de los científicos más admirados del siglo XX. La mecánica cuántica estudia las leyes que gobiernan el mundo de lo muy pequeño, de las partículas, y las interacciones a las que están expuestas las estructuras atómicas y subatómicas. Y la mayor parte de esas reglas son radicalmente diferentes a las leyes con las que nos hemos familiarizado en el mundo en el que vivimos. En el mundo macroscópico.
Tanto Feynman como otros científicos que también han hecho aportaciones importantes a la mecánica cuántica han defendido con vehemencia que intentar entender esta rama de la física es un esfuerzo vano. Sus leyes son tan distintas a las que estamos acostumbrados a observar en el mundo macroscópico que escapan a nuestra comprensión. Por esta razón, lo razonable es aceptarlas una vez que han sido confirmadas experimentalmente. Sin más. Tomarlas como las leyes que describen el comportamiento del Universo, y que quizá no tengan un propósito. O quizá sí.
Las leyes de la mecánica cuántica son tan distintas a las que estamos acostumbrados a observar en el mundo macroscópico que escapan a nuestra comprensión. Lo razonable es aceptarlas una vez que han sido confirmadas experimentalmente. Sin darles más vueltas
Aceptar la complejidad y la capacidad de impregnar todo nuestro mundo que tiene la física cuántica es posiblemente la mejor forma de reconciliarse con esta disciplina científica. Los tres experimentos de los que os vamos a hablar en este artículo ilustran a la perfección lo antintuitivo que es este campo. Y también lo apasionante que puede llegar a ser si lo abrazas aceptando tu incapacidad para comprender sus leyes. Posiblemente en el futuro tendremos que seguir conformándonos con describirlas tal y como, de alguna manera, nos sugiere Richard Feynman con otra frase suya que merecidamente ha pasado a la posteridad: «Hay que tener la mente abierta, pero no tanto como para que se te caiga el cerebro al suelo».
El experimento de Stern y Gerlach
El espín es una magnitud cuántica. Lo sabemos gracias al experimento que los físicos alemanes Otto Stern y Walther Gerlach llevaron a cabo en 1922. Aquella investigación resultó crucial a la hora de afianzar las bases experimentales de la mecánica cuántica y nos ayudó a entender que las partículas tienen propiedades cuánticas. Y que, lo que es aún más sorprendente, cuando medimos esas propiedades las estamos alterando por el mero hecho de observarlas. Pero mejor empecemos por el principio.
Lo que hicieron Stern y Gerlach en su experimento fue lanzar un haz de átomos de plata para hacerlos chocar contra una pantalla después de que hubiesen atravesado un campo magnético no homogéneo generado por un imán. Los átomos de plata tienen un momento magnético que provoca que interaccionen con el campo magnético, y al observar la pantalla estos físicos se dieron cuenta de que unos átomos se habían desviado hacia arriba, y otros hacia abajo. Pero lo realmente sorprendente era que la huella que dejaban los átomos al impactar sobre la pantalla no cubría todos los posibles valores del espín.
Solo había dos grandes zonas de impacto claramente localizadas, de manera que una de ellas correspondía al espín positivo, y la otra al espín negativo, lo que refleja con meridiana claridad que se trata de una magnitud cuántica que no tiene una correspondencia en el mundo macroscópico que observamos en nuestro día a día. En ese caso ¿qué es el espín? No es sencillo definirlo de una manera que sea fácilmente comprensible, pero podemos imaginarlo como un giro característico de las partículas elementales sobre sí mismas que tiene un valor fijo y que, junto a la carga eléctrica, es una de las propiedades intrínsecas de estas partículas.
El electrón, que tiene espín 1/2, tiene que dar dos vueltas sobre sí mismo para recuperar su posición original. Esta característica es muy poco intuitiva, pero aún lo es menos el hecho de que al medir el espín de una partícula en un eje se destruye automáticamente la información de la medida en cualquier otro eje. ¿Por qué? Sencillamente porque así lo dictan las leyes de los sistemas atómicos y subatómicos. Como nos recuerda Feynman, lo mejor es asumir que la naturaleza se comporta de esta forma y no hacer esfuerzos vanos para intentar entender a qué obedece esta conducta.
El efecto Zenón cuántico
El nombre de este fenómeno se debe a Zenón de Elea, un filósofo griego del siglo V a. C. discípulo de Parménides, y fue descrito por primera vez por Alan Turing, el matemático inglés que afianzó las bases de la algoritmia y la inteligencia artificial, entre otros logros por los que ha pasado muy merecidamente a la historia. Turing se dio cuenta de que si observas un estado cuántico retrasas su evolución en el tiempo, de manera que si lo observas un número de veces infinito permanecerá en ese mismo estado indefinidamente. De nuevo estamos ante un fenómeno absolutamente contraintuitivo, que, a pesar de lo extraño que resulta, ha sido probado experimentalmente muchas veces.
Curiosamente, este fenómeno desempeña un papel esencial en el funcionamiento de los ordenadores cuánticos. Para entender por qué necesitamos repasar el principio de superposición de estados, que defiende que en un procesador cuántico de n cúbits un estado concreto de la máquina es una combinación de todas las posibles colecciones de n unos y ceros. Cada una de esas posibles colecciones tiene una probabilidad que nos indica, de alguna forma, cuánto de esa colección en particular hay en el estado interno de la máquina, que está determinado por la combinación de todas las posibles colecciones en una proporción concreta indicada por la probabilidad de cada una de ellas.
Como veis, es un tema complejo, pero aún no hemos llegado a la parte más interesante: el efecto de superposición cuántica solo se mantiene hasta el instante en el que medimos el valor de un cúbit. Cuando llevamos a cabo esta operación la superposición colapsa y el cúbit adopta un único valor, que será 0 o 1. Así funcionan, sin entrar en detalles aún más complicados, los ordenadores cuánticos. El colapso del estado de los cúbits fue descrito por Alan Turing mucho antes de la invención de estas máquinas, lo que refleja el inmenso legado que nos ha dejado este colosal científico. Si queréis indagar y conocer con más detalle cómo funcionan los ordenadores cuánticos os sugiero que echéis un vistazo al artículo que enlazo aquí mismo.
La doble rendija de Thomas Young
El experimento de la doble rendija fue diseñado por el científico inglés Thomas Young en 1801 con el propósito de averiguar si la luz tenía naturaleza ondulatoria, o si, por el contrario, estaba constituida por partículas. El resultado que obtuvo en aquel momento le llevó a pensar que, tal y como habían pronosticado mucho antes Hooke y Huygens, la luz estaba constituida por ondas. Lo que Young no pudo imaginar es que muchos años más tarde, a principios del siglo XX, su experimento sería repetido en multitud de ocasiones para demostrar la dualidad onda-partícula, que es uno de los principios fundamentales de la mecánica cuántica.
Este fenómeno cuántico ha sido demostrado empíricamente en infinidad de ocasiones, y revela que no hay una diferencia fundamental entre las partículas y las ondas; las partículas pueden exhibir el mismo comportamiento de las ondas en unos experimentos, y preservar su naturaleza discreta en otros. A lo largo del siglo XX el experimento de Young se ha ido refinando poco a poco, y ya hace décadas que los científicos están convencidos tanto de la naturaleza ondulatoria de la luz como de la dualidad onda-partícula de la materia.
En su forma más sofisticada el experimento de la doble rendija consiste en lanzar una sucesión de electrones (aunque también pueden utilizarse protones o neutrones) hacia una pantalla, pero de manera que entre la fuente de electrones y la pantalla se interponga una lámina en la que previamente se han practicado dos rendijas muy finas. Al lanzar uno a uno los electrones hacia las rendijas y analizar posteriormente en qué zona de la pantalla han impactado, los científicos han comprobado que cada electrón pasaba por ambas rendijas simultáneamente, lo que demuestra, efectivamente, que se están comportando como si se tratase de ondas. En su experimento original Thomas Young utilizó un haz de luz en vez de electrones, pero el patrón de interferencia que obtuvo en la pantalla fue esencialmente el mismo que los científicos actuales obtienen al utilizar electrones u otras partículas.
Lo mejor llega justo al final. Si os ha parecido sorprendente lo que hemos visto hasta ahora a lo largo de este artículo, preparaos. Si colocamos detrás de la doble rendija un instrumento que nos permite medir por cuál de ellas pasa cada electrón, el patrón de interferencia desaparece. Esto significa que en el momento en el que decidimos medir por qué rendija pasa un electrón deja de comportarse como una onda, y pasa a comportarse como una partícula. En ese momento comprobamos que pasa únicamente por una rendija, y no por las dos. De alguna manera hemos eliminado el efecto cuántico.
No obstante, lo más inverosímil es que no importa en qué momento decidimos llevar a cabo la medida. Si utilizamos el instrumento para comprobar por qué rendija ha pasado una partícula mucho tiempo después de que lo haya hecho y haya impactado sobre la pantalla, también se elimina el efecto cuántico, por lo que estamos alterando algo que ha sucedido con anterioridad, y que describe la forma en que la partícula se ha desplazado hacia la pantalla. Como veis, Richard Feynman tenía razón. Es preferible que aceptemos que la mecánica cuántica funciona así porque es lo que nos dicen los experimentos. No sirve de nada dar más vueltas a este asunto.
Imagen de portada: Killian Eon
Imágenes: Andrew pmk | NekoJaNekoJa
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