Corrían buenos tiempos para la cristiandad en Europa. El año pasado se cumplieron quinientos años desde que Martin Lutero colgara su hilo de 95 tuits en la iglesia de Wittenberg, iniciando a la sazón el último gran cisma religioso que rajó al continente por la mitad. Desde entonces, equilibrio y prosperidad. Iglesia católica, protestante y ortodoxa habían mantenido sus cimientos incólumes e inalterados. Hasta hoy mismo: 1.000 años después, la Iglesia Ortodoxa se rompe.
¿Por dónde? Por Rusia. El Patriarca de Moscú acaba de anunciar la ruptura de sus lazos con el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, autoridad última de todas las iglesias ortodoxas del planeta. La decisión desgaja al principal semillero de fieles ortodoxos, Rusia (unos 150 millones), de la rama eclesiástica principal (300 millones en todo el globo). Es un cisma sólo comparable al que independizó a las iglesias del este del Papa en 1054.
¿Por qué? Por cuestiones políticas. El origen de la disputa se encuentra en Ucrania. Durante siglos, el Patriarcado de Kiev ha estado subordinado jerárquicamente al de Moscú. Sin embargo, las autoridades ucranianas siempre han proclamado su derecho a la independencia ("autocefalia" en jerga ecuménica). Los hechos del Maidán, la guerra en el Donbass y la tensión entre ambos gobiernos ha favorecido que las autoridades ucranianas presionen a Constantinopla.
Según Ucrania, el patriarca de Moscú se ha plegado a los intereses del Kremlin, convirtiéndose en un censurable instrumento político. El pasado mes de septiembre, Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, daba la razón a Kiev. Moscú advirtió de que el reconocimiento legítimo de la escisión podría acarrear consecuencias drásticas. Así ha sido. Su ruptura desgaja a la Iglesia Ortodoxa Rusa, que ya no estará en comunión con la de Constantinopla.
¿Qué significa? Al margen de las graves consecuencias eclesiásticas, el gesto evidencia la extraordinaria importancia simbólica que Rusia otorga a Ucrania. Para el Patriarca de Moscú la independencia ucraniana es insostenible porque Kiev, al igual que el corazón territorial ucraniano, no es sino la matriz histórica del estado ruso. Una continuidad cultural y religiosa de inaceptable división. Gran parte de la política exterior de Putin post-Maidán bebe de este principio.
¿Quién manda? Gran parte del problema se origina en la propia naturaleza de la Iglesia Ortodoxa. Al contrario que la Apostólica Romana, no hay una autoridad central indiscutible. Sus diversas ramas gozan de una amplia independencia. La rusa es la más numerosa, rica e influyente, pero el poder ecuménico reside en el Patriarca de Constantinopla (allí se fundó), ciudad hoy inexistente (es Estambul) con menos de 3.000 fieles. Es una paradoja histórica.
Consciente de ello, Moscú aspira a ganar el corazón de la Iglesia Ortodoxa evidenciando su poder sobre el (amplio) terreno. Es una lucha por la influencia de toda la cristiandad oriental. De ahí, entre otros proyectos, el lanzamiento de un canal en griego destinado a la populosa población ortodoxa de Grecia, país que guarda las esencias de la fe ortodoxa en los monasterios del Monte Athos (una península semi-independiente del estado griego).
Imagen: Mindaugas Kulbis/AP
Una versión anterior de este artículo indicaba que las tesis de Lutero clavadas en la catedral de Wittenberg fueron 98, y no 95.
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