Apenas un mes después de que dos aviones se estrellaran contra el World Trade Center neoyorquino, la administración de George W. Bush iniciaba la que, hasta la fecha, es el conflicto bélico armado más largo en el que jamás se haya visto involucrado Estados Unidos: la guerra de Afganistán. A aquella invasión le han seguido diecisiete años de inversiones en guerra por parte del Departamento de Defensa estadounidense. Y la factura es astronómica.
¿Cuánto? Según un informe remitido por Defensa este mismo mes, las diversas campañas bélicas de EEUU tras el 11-S le han costado alrededor de 1,3 billones de dólares. Es decir, más de un millón de millones. Cifras astronómicas que han ido a sufragar los ingentes, incesantes, a menudo infructuosos esfuerzos bélicos en Afganistán e Irak (conflicto ya finalizado), amén de Siria durante los últimos cuatro años. El coste de la guerra contra el terror ha resultado tremendamente alto.
¿Por qué? En gran medida, por las decisiones tomadas en su día por George W. Bush. El presidente republicano escenificó una contundente respuesta a escala global contra Al-Qaeda y sus diversos aliados. El primer paso fue Afganistán, el único conflicto en el que otras naciones han colaborado bajo el amparo de la OTAN. Desde allí se aspiraba a desmantelar la red de la organización terrorista acabando con el régimen de los talibanes. Pese a su derrocamiento inicial, los talibanes continúan muy presentes aún a día de hoy. Jamás fueron derrotados del todo.
¿Cómo? Fundamentalmente, en entrenamiento, equipamiento y material militar. No es ningún secreto que Estados Unidos gasta en defensa mucho más que la suma del resto de principales naciones combinadas, requisito ineludible para sostener su primacía mundial. Los larguísimos esfuerzos bélicos de Afganistán, Irak (ocho años y nueve meses) y , contra el ISIS (más de cuatro años) requieren de inversiones extra que elevan el coste de la factura.
¿Cuánto más? Es la pregunta que el público estadounidense lleva haciéndose desde hace más de un lustro. Irak es historia, pero la retirada de las tropas del país provocó un vacío de poder del que se nutrió ISIS entre 2015 y 2016. En Siria la inversión humana y financiera es menor. Pero Afganistán continúa su curso: una guerra que Estados Unidos no puede permitirse perder, pero que, diecisiete años después, tampoco puede ganar. El actual secretario de Defensa, Mattis, ha anunciado que la administración Trump desearía iniciar negociaciones con los talibanes.
¿Y ahora. Hasta la fecha, ningún presidente ha logrado poner fin a Afganistán. Quienes defienden la prolongación del conflicto aducen argumentos vetustos: los talibanes son una fuerza creciente (de nuevo), y el gobierno de Kabul es aún débil. Si Estados Unidos se marchara del país, es probable que diecisiete años de esfuerzo bélico hubieran caído en saco roto. El espejo de Vietnam, el otro larguísimo conflicto que hipotecó a EEUU durante décadas, es demasiado reluciente.
Quienes defienden el fin de la guerra y la partida de las tropas interpretan que Afganistán es caso perdido desde hace años: EEUU no puede acabar con los talibanes. Y la guerra no prevendrá futuros atentados como los de las Torres Gemelas. Toda una generación ha nacido y vivido a la sombra de la guerra afgana. Reconocer que habría sido en balde siempre es difícil.