Hubo un día en que las salas de cine eran el centro de la vida social de las clases populares. Ese día hace tiempo que quedó atrás, pero durante su reinado se erigieron más de 21.000 salas sólo en Estados Unidos.
Hablamos de los teatros palaciegos, enormes espacios de cine construidos y profusamente adornados entre los años 1910 y 1940. Grandes catedrales de lujo y belleza para un país carente de un pasado histórico que, de alguna forma, harían a sus visitantes sentir una suerte de consciencia de la grandeza del hombre, al estilo del sentimiento que envuelve al europeo común cuando pasea bajo la mirada de distintos y vetustos hitos arquitectónicos presentes en su horizonte urbano.
Pero, en lugar de celebrar el poder de Iglesia y Estado, estas nuevas catedrales americanas se construirían con el objetivo de envolver el poder del entretenimiento popular y sus estrellas. Los dioses de aquel momento.
Estos “movie palaces”, con aforos de hasta 4.000 personas, de los que los españoles más mayores también hemos disfrutado (aunque sin la misma fastuosidad, por supuesto), fueron también producto del gobierno hegemónico de los grandes estudios. Son los años en los que las Big Five (MGM, Warner, 20th Century Fox y RKO) mantenían un sistema vertical que les permitían un control absoluto del negocio del entretenimiento cinematográfico. Ellas producían, dirigían, distribuían y exhibían sus grandes obras.
Fueron también estas cinco gigantes quienes construyeron muchos de los capitolios, alternando edificios al estilo art nouveau con art decó o egipcio. Puede que ellas, como grupo asociado, marcasen el sueldo de sus trabajadores e impusieran la distribución de las películas sin que nadie pudiese protestar, pero también supieron darle al pueblo enormes espacios de veneración de la imagen en movimiento.
Todo eso acabó en 1948, con la sentencia de la Corte Suprema contra Paramount Pictures en un juicio que marcó jurisprudencia. Desde aquello, todas las productoras se verían obligadas a ceder su parte del pastel, buscando la venta o el cierre de sus salas de exhibición.
De ahí llegamos al día de hoy, al trabajo de los fotógrafos franceses Yves Marchand y Romain Meffre, que pasaron años viajando por Estados Unidos para constatar cómo subsiste aquella romántica era del pasado en nuestro presente. La respuesta es que no demasiado bien: en los años 50, con la televisión y la proliferación de la vida suburbana, muchos de estos teatros perdieron su éxito.
Cuentan los fotógrafos que algunos mantenimientos y renovaciones se han hecho con mucho gusto, pero en otros casos se ha maltratado el espacio, en una muestra de desprecio (voluntaria o no) de estos retablos casi santos. Algunos gerentes bondadosos los usan como centros comerciales o canchas de baloncesto, pero otros los adaptan como espacios de almacenamiento utilitarios que se van deteriorando hasta que llegue su fin.
También por lo colosal de estas obras, muchos de los teatros se conservan excepcionalmente bien, y no podrían ser demolidos salvo una acción activa de destrucción de las salas. Es lo que Meffre ha llamado una "preservación por negligencia".
Ahí permanecen, casi agazapados a la llegada de alguna nueva ocupación que les de lustro y permita ejercer la tarea para la que nacieron: de centro de admiración y culto para quien lo merece.
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