“Observando incrédula la primera imagen que he tomado en mi vida de un agujero negro justo cuando terminada de reconstruirse”, escribió Katie Bouman, que se había retratado con las manos a la boca y una expresión de excitación merecida: era la cúspide de toda su carrera profesional hasta el momento. Esta es una de las diversas fotos que están circulando desde redes sociales a raíz del descubrimiento científico de ayer.
Ella es “la mujer detrás de la primera fotografía a un agujero negro”, una profesora de ciencias de la computación en el Instituto de California de Tecnología, desarrolladora de métodos computacionales y una de las líderes del proyecto Telescopio Horizonte de Sucesos (EHT, por sus siglas en inglés) que culminó ayer cuando el mundo entero vio qué aspecto tenía una de las mayores incógnitas del espacio allá en una galaxia elíptica a 50 millones años luz.
A todo esto, Bouman cumple los 30 ahora en mayo.
La aportación de Bouman
Según el paper de la investigación publicado por la organización del telescopio Event Horizon, ha habido al menos siete departamentos encargados de materializar este logro. Entre ellos estaba el de Imágenes, en el que Bouman se encontraba. Por la enorme magnitud de distancia a la que se encontraba el agujero, los telescopios segregados por todo el planeta impedían dar una imagen correcta, aunque la red de intercambio de información de los ocho radio telescopios que finalmente han participado en el hallazgo sí ofrecían datos fidedignos de lo que ocurría dentro de la galaxia M87.
El plan era juntar esos datos fidedignos, que no son otra cosa que señales astronómicas, y crear una única imagen completa. Pero las señales de cada telescopio se producían a ritmos ligeramente diferentes.
Era un puzzle, y había que juntar las piezas.
De ahí al algoritmo de Bouman, uno de los (al menos) cinco que el equipo usó operando de forma independiente para corroborar que a todos ellos les daba el mismo resultado visual.
La solución algebraica de Bouman iba así: si multiplicamos las mediciones de tres de los telescopios, anulamos el ruido atmosfético causado por los retrasos entre las señales, y, aunque perdemos información, aumentamos en precisión de recogida de datos.
Había un segundo problema: ¿qué le decimos al algoritmo que recoja como información útil para elaborar esa imagen? Pues le damos información sobre cómo es el universo conocido así como las predicciones físicas de Einstein sobre los agujeros negros para que, a modo de una IA, vaya reconstruyendo las formas en base a los datos que le damos.
Mucho trabajo, cálculos y cuatro millones de gigabytes después, el círculo anaranjado que hemos visto, algo que no sólo nos ayuda a darle aún más firmeza a la teoría de la relatividad de Einstein, sino que podría tener futuras consecuencias científicas imprevistas. A fin de cuentas, la historia de la ciencia está llena de aventuras como esta: el GPS fue una herramienta para localizar la situación del Sputnik en cada momento, y la tecnología implicada en el descubrimiento del cáncer de mama se desarrolló como herramienta para la exploración espacial por la NASA.
Y el equipo coordinado que había detrás
Katie Bouman ha circulado por la red comparada con Margaret Hamilton, la mujer que diseñó el programa informático que utilizó la misión Apollo 11 y, por tanto, quien consiguió que el ser humano llegara la Luna por primera vez en 1969. Se ponen frente a frente como hitos de presencia femenina en entornos de prestigio tradicionalmente masculinizados.
Pero si algo nos ha enseñado la revisión de la historia es que nada nace de un único individuo. Que, sin desmerecer el talento individual, ningún logro nace por generación espontánea, sino que se trata más bien de una cooperación entre muchas más personas. Bouman ha dado entrevistas estos días reafirmando esta idea: ella ha liderado uno de los equipos más importantes de la investigación, pero ni mucho menos ha estado sola.
La ingeniera era una más de los, al menos, 327 participantes en el estudio coordinado entre el Laboratorio de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial del MIT, el Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian y el Observatorio Haystack del MIT. Cada uno de los siete departamentos de la investigación (también comparación de modelos y estimación de parámetros o modelado teórico, por ejemplo). debía hacer su trabajo, y dentro de cada grupo había distintos líderes a cargo de diferentes facetas.
Lo que sí podemos recoger de la historia de Bouman es recordar que el mérito científico no es patrimonio de los varones. De entre todo el conjunto de la investigación de la EHT que aparece como coautor en la revista Astrophysical Journal Letters apenas hay 30 nombres femeninos. Es una proporción equivalente a la que presenta el ámbito laboral de la astronomía (8% de mujeres), astrofísica (10%) y ciencias computacionales, la rama en la que la joven está especializada (actualmente con una presencia del 18% de mujeres, cuando en los 80 esta cifra estaba cercana al 85%).
De ahí nacen las buenas intenciones detrás de los artículos y mensajes de apoyo que estamos leyendo provenientes de los medios de comunicación y la política: Katie Bouman es el cerebro detrás del descubrimiento del momento, un ejemplo a seguir que podríamos incluir en esos libros de historia que, a lo largo de las décadas, han oscurecido las posibles aportaciones que la mujer puede hacer a este ámbito, bien por los impedimentos a que ellas se incorporasen a estos puestos bien porque, al no ser las cabecillas de cada equipo se invisibilizaban sus papeles hasta trasmitir la idea de que la ciencia no es cosa de ellas.
Así que sí, Katie Bouman es un modelo para las futuras generaciones de jóvenes que quieran dedicarse a la investigación, una referencia especialmente valiosa por su rareza, por pertenecer a un campo que aún sigue adoleciendo de referencias femeninas. Pero, en cualquier caso, su proeza debe ser puesta en contexto, al igual que las de tantos científicos de hoy y ayer que siguen apareciendo como islas de genialidad navegando en el vacío.
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