Dada la extensión mediana de una novela, su primera frase no parece ser demasiado determinante. Al fin y al cabo, restan decenas de miles tras ellas. Sin embargo, son numerosos los libros clásicos y modernos cuyas primeras palabras han definido, al menos icónicamente, su posterior legado. Formas de introducir una historia, tan carismáticas como memorables, que ocultan tras de sí no sólo un brillante dominio del lenguaje y del ingenio, sino también la esencia misma de la novela a la que preceden por completo.
En el Día del Libro hemos querido recopilar 37 de nuestros comienzos favoritos. El orden es irrelevante.
1. El nombre de la rosa, de Eco
En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible.
Fallecido hace algunos años, Umberto Eco desplegó en El nombre de la rosa todo su talento narrativo. Y aquí, en sus primeras palabras, encontramos parte de las claves de su relato: juegos semióticos, significante-significado, contexto religioso, dogma y, a la postre, una novela de misterio deliciosamente medieval que sería llevada al cine en una excelente película homónima. Cuyo incio, claro, no es igual de poderoso.
2. Historia de dos ciudades, de Dickens
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.
Uno de los más emblemáticos párrafos de inicio de la historia de la literatura universal, y también uno de los más citados en todos los recopilatorios. Pierde algo de fuerza en la traducción, pero refleja igualmente la dicotomía constante entre el Londres conservador de finales del siglo XVIII y el París convulsionado, revolucionario, a las puertas del XIX, la Historia de dos ciudades que Charles Dickens inmortalizó en una novela de riquísima prosa, a mitad de camino entre lo histórico, lo social y lo eterno.
3. El extranjero, de Camus
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: "Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias". Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
El absurdo elevado a su máxima potencia. El inicio de El extranjero, posiblemente la obra cumbre de Camus, es maravilloso y una oda al talento creativo por sus dotes introductorias. Leyendo sus escuetas palabras se vislumbra el completo universo de duda, desazón tranquila y carencia total de relación empática o afectiva de Meursault, el personaje de la novela, incapaz de relacionarse con el mundo gastado que le rodea.
4. Colmillo Blanco, de London
Aun lado y a otro del helado cauce de erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hielo que los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos hacia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su esencia era la tristeza.
De un plumazo, Jack London introdujo el universo narrativo de todas sus novelas centradas en las tierras más septentrionales de América del Norte: tanto Colmillo Blanco como La llamada de lo salvaje se imbrican de la tristeza inherente a la descomunal belleza del Yukón, de Alaska, tan abandonada como solitaria e intimidatoria. También para sus protagonistas, animales u hombres, diminutos ante la naturaleza.
5. Miedo y asco en Las Vegas, de Thompson
Estábamos en algún lugar de Barstow, muy cerca del desierto, cuando empezaron a hacer efecto las drogas. Recuerdo que dije algo así como:
—Estoy algo volado, mejor conduces tú...
Y de pronto hubo un estruendo terrible a nuestro alrededor y el cielo se llenó de lo que parecían vampiros inmensos, todos haciendo pasadas y chillando y lanzándose en picado alrededor del coche, que iba a unos ciento sesenta por hora, la capota bajada, rumbo a Las Vegas.
Psicodelia descarnada, crudo contexto realista y el desierto y Las Vegas como coartada: Miedo y asco en Las Vegas, la obra más reconocida de Hunter S. Thompson, también quedó condensada en ese inicio ubicado en medio de ninguna parte, dando continuidad a una historia de la que, tan sólo por su presentación, sabemos ya demasiado.
6. Los detectives salvajes, de Bolaño
He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
Aquel 2 de noviembre se iniciaron las aventuras narradas de Juan García Madero, protagonista central de la primera y la tercera parte de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. El realismo visceral, o el infrarrealismo, formaría parte del eje temático en el que Bolaño insertaría la poesía y a sus escritores sudamericanos radicales del siglo XX en la novela. ¿Quién podría negarse a tamaña aventura? No madero, no el lector.
7. Anna Karenina, de Tolstoi
Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.
Y cuáles no son infelices, se preguntaría Tolstoi a lo largo de Anna Karenina, no su novela cumbre, sí una de las más trepidantes. Lo sería la de Karenina, sin duda, una mujer presa de amores indebidos entre la alta nobleza rusa, tiempo antes de la caída de la monarquía y del desmoronamiento del mundo antiguo. El universo que tan certeramente retrató Tolstoi y que aquí se disfraza de relato de costumbres, usos y romances.
8. El camino, de Delibes
Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.
Lo fantástico del inicio de la tercera novela de Miguel Delibes, El camino, es que podría aparecer en la primera línea de cualquier obra de narrativa del mundo. Sin embargo, sólo él la escribió: condensación de la novela, conjunto de hechos que derivan en una serie de consecuencias, Delibes advierte sobre el mundo desgarrado de posguerra que se dispone a relatar. Fue así, pero nada impidió que fuera de otro modo.
9. Asfixia, de Palahniuk
Si vas a leer esto, no te preocupes. Al cabo de un par de páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras sigas entero. Sálvate. Seguro que hay algo mejor en la televisión. O, ya que tienes tanto tiempo libre, a lo mejor puedes hacer un cursillo nocturno. Hazte médico. Puedes hacer algo útil con tu vida. Llévate a ti mismo a cenar. Tíñete el pelo. No te vas a volver más joven. Al principio lo que se cuenta aquí te va a cabrear. Luego se volverá cada vez peor.
No es habitual que un libro te invite a dejar de leerlo en la primera línea. Palahniuk lo hizo en Asfixia, en un posterior relato sobre la vida extravagante, excéntrica y satirizada de Víctor Mancini, y por ello merece aparecer aquí.
10. El aleph, de Borges
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
De entre los muchos y muy memorables inicios que Borges escribió a lo largo de su vida, ¿es quizá el de El Aleph, el cuento, el más fantástico, en todos los sentidos de la expresión, legó? Es difícil decirlo, pero sí es seguro que se trata de uno de los más emblemáticos. Aquí, Borges se sumergería de forma total en la fantasía, a lo largo de una serie de cuentos breves y apasionantes donde lo real chocaba con lo imaginado.
11. El jardín de cemento, de McEwan
Yo no maté a mi padre, pero a veces me he sentido como si hubiera contribuido a ello.
En ocasiones, y al margen de su contexto formal dentro de la temática y de la corriente literaria de la obra, un inicio es por sí mismo una pequeña obra de arte. La de Ian McEwan, inmortalizada en la primera página de El jardín de cemento, golpea en el mentón a primera vista, introduce una historia aún por suceder y ya sucedida, y explica el carácter emocionalmente turbulento de sus personajes. Es fantástico, perfecto.
12. La máquina del tiempo, de H. G. Wells
El Viajero a través del Tiempo (pues convendrá llamarle así al hablar de él) nos exponía una misteriosa cuestión. Sus ojos grises brillaban lanzando centellas, y su rostro, habitualmente pálido, mostrábase encendido y animado. El fuego ardía fulgurante y el suave resplandor de las lámparas incandescentes, en forma de lirios de plata, se prendía en las burbujas que destellaban y subían dentro de nuestras copas.
Y a partir de aquí, de tan fascinante descripción de unas escena común, la de un puñado de amigos reunidos con la dedicación expresa de charlar, es imposible salir de la historia narrada por H. G. Wells en La máquina del tiempo. El misterio y el poder de lo oculto, tan consustancial al empuje de la novela, se manifiesta en su inicio de cara al lector tan sólo con el nombre del inquietante protagonista: El Viajero a través del Tiempo.
13. Cien años de soledad, de García Márquez
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Lo fantástico como lo cotidiano: García Márquez acuñó en Cien años de soldedaduno de los inicios más célebres de la historia de la literatura juntando pasado y presente de la familia Buendía, mezclando la cruda realidad de la guerra y la ejecución de uno de sus personajes principales con las aventuras demenciales de su progenitor, asentado tiempo atrás en una remota villa de las montañas, obsesionado con escapar mentalmente a través de los inventos y objetos maravillosos que, como el hielo, traían los zíngaros a su aldea.
Y precisamente, merece la pena recalcar esto último, que no es sólo un detalle kitsch, sino una forma de hilar el inicio y el final del capítulo, en un primer pasaje demencial y de locura. Casi al final del mismo, y tras toda una odisea de aventuras, cuando el hielo ya sólo es un remoto recuerdo en nuestra mente, volvemos a él, volvemos a la niñez de Aureliano Buendía y al inicio del libro, no con las mismas palabras pero sí de igual forma:
Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los niños, que muchos años más tarde, un segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado con la mano en el aire y los ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores y sonajas de los gitanos que una vez más llegaban a la aldea, pregonando el último y asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis.
El hielo, nada menos.
14. El mundo de Sofía, de Gaarder
...al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había nada de nada...
No es un inicio al uso, sino más bien una frase entre puntos suspensivos, colgando del primer párrafo de El mundo de Sofía, esa guía de la filosofía occidental resumida en un aparente cuento para niños. Y la frase, que pende de un hilo tras el título del primer capítulo, se desglosa a lo largo del resto del libro: de la nada surge el algo, y de la respuesta a tan imposible pregunta, nace la filosofía, concentrada aquí de forma rica y simple.
15. El túnel, de Sábato
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
Pero se necesitarán, de hecho, y el resto de El Túnel, la novela más reconocida de Ernesto Sábato, girará en torno a ellas. Sin embargo, como inicio resulta altamente excitante, e invita a devorar las consecuentes páginas de una narración de carácter pesimista, psicológico y existencialista a través de los cajones de la mente tanto de Juan Pablo Castel como de María Iribarne, verdugo y víctima.
16. La familia de Pascual Duarte, de Cela
Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.
Ambientada en la Extremadura rural de posguerra, La familia de Pascual Duartenarra las desventuras y penurias de esta, encarnizada en primera persona por Pascual Duarte, un hombre incapacitado para la habilidad social que tiende a resolver sus problemas por la vía violenta. Él, escribió Cela, no era malo. Y aunque pudiera parecerlo, no lo era, pero motivos, en aquella España deshecha, no le faltaban.
17. Romancero gitano, de Lorca
El río Guadalquivir
va entre naranjos y olivos.
Los dos ríos de Granada
bajan de la nieve al trigo.
¿Habría de ser todo novela? En absoluto. En su Romancero Gitano, Lorca legó algunos poemas maravillosos jalonados por inicios de una sutil belleza y musicalidad, como el que más arriba se transcribe, de Baladilla de los tres ríos.
18. A sangre fría, de Capote
El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman "allá".
¿Es particularmente memorable el inicio de A sangre fría, la novela de no ficción que catapultó a la celebridad a Truman Capote? Depende de la respuesta a la siguiente pregunta: ¿es particularmente memorable A sangre fría desde un punto de vista literario? Sí, claro, aunque no desde la novela ficcionada, sino desde un ejercicio de periodismo en larguísima prosa donde Capote, situando la acción en la remotísima Holcomb, retratada en dos líneas como el aislado pueblo que era, narra con multitud de detalles, extensas descripciones y profundos perfiles la historia de un crimen que conmovió a todo un país.
19. Yo, Claudio, de Graves
Yo, Tiberio Claudio Druso Nérón Germánico Esto-y-lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido por mis parientes, amigos y colaboradores como "Claudio el Idiota", o "Ese Claudio", o "Claudio el Tartamudo" o "Clau-Clau-Claudio", o, cuando mucho, como "El pobre tío Claudio", voy a escribir ahora esta extraña historia de mi vida.
Con una debida distancia cómica, Robert Graves se puso en la piel de Claudio, el emperador romano, para contar su vida desde su propio prisma, y no desde el de los demás. Relevante, no en vano, ya que Claudio fue un gobernante controvertido y polémico. Por otro lado, Graves se sirve de su relato en primera persona, y del esbozado por otros sobre él, para narrar el cómo del poder romano.
20. Las aventuras de Huckleberry Finn, de Twain
No sabréis quién soy yo si no habéis leído un libro titulado Las aventuras de Tom Sawyer, pero no importa. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain y contó la verdad, casi siempre. Algunas cosas las exageró, pero casi siempre dijo la verdad. Eso no es nada.
No lo era, como ponen de manifiesto todas las trepidantes obras de Mark Twain, donde la honestidad cotiza a la baja pese a ser presentada como el más noble de los valores humanos, junto a la amistad. Huckleberry Finn representa esa inquebrantable bondad, truncada, en ocasiones, en un entorno hostil y salvaje como los estados sureños de aquel primitivo Estados Unidos. A Twain, todo esto le sirve, además, para enlazar con una novela quizá aún más célebre que la que nos ocupa: Las aventuras de Tom Swayer.
21. Fahrehneit 451, de Bradbury
Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia.
¿A qué temperatura prende el papel de un libro como Fahrenheit 451? Según el título de la novela de Ray Bradbury, a 451 grados Fahrenheit, claro. La temperatura idónea para su mundo distópico, uno en el que la quema de libros es obligada, y en el que el poder de la destrucción es más fuerte que el de la creación.
22. Scaramouche, de Sabatini
Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio.
Hay inicios que han superado la prueba del tiempo aún cuando sus novelas no lo han hecho. La primera frase de Scaramouche, sin duda, aparece en más recopilatorios de "lo mejor de" que la propia novela de Sabatini, un correcto trabajo de aventuras en torno a la comedia del arte y la Francia prer-revolucionaria.
23. Orgullo y prejuicio, de Austen
Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa.
Jane Austen difícilmente podía haber experimentado en primera persona el matrimonio cuando escribió Orgullo y prejuicio, pero conocía, o había osbervado con la suficiente clarividencia, el sistema de relaciones, prejuiciosas y orgullosas, de la alta sociedad británica de finales del siglo XVIII. Y sobre el amor y esa misma sociedad, cambiante en una época de cambio histórico, versaría su novela más célebre, la de un inicio arrebatador que estipulaba un cliché, o un mandamiento social, antes de la obra.
24. Si una noche de invierno un viajero, de Calvino
Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume enlo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: «¡No, no quiero ver la televisión!» Alza la voz, si no te oyen: «¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!» Quizá no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: «¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo Calvino!» O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.
Como hemos visto, las metarreferencias en los inicios de libro no son demasiado extravagantes. Mark Twain lo hizo, y también Chuck Palahniuk. Italo Calvino optó en Si una noche de invierno un viajero por una aproximación distinta a la de Palahniuk, invitando gozosamente a la lectura antes que ahuyentando al lector, buscando crear de antemano un vínculo de confidencialidad entre la persona que acude al primer párrafo, el libro y el resto del mundo exterior. Si una noche de invierno un viajero es, además, coherente a su inicio: hipertextual, plagada de saltos de historias en historias y en continua referencia al lector y a sí misma.
25. Lolita, de Nabokov
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
¿Qué añadir a lo ya escrito sobre Lolita, la obra más célebre de Nabokov, y su inicio? Poco: es fiel al espíritu perverso de la novela, es rítmico y es tremendamente evocativo, es tan descriptivo como estilístico y es de un talento descriptivo casi visual. Sin duda, uno de los mejores inicios de la historia.
26. Moby Dick, de Melville
Llamadme Ismael.
La solemnidad filosófica y reflexiva de Moby Dick, una gigantesca elegía metafórica sobre la condición del ser humano frente a la naturaleza, al resto de seres humanos y a su propio carácter, se relata en primera persona. Es Ismael, al que muy amablemente tenemos la invitación de llamar por su nombre en la primera línea, quien nos monta en el Pequod y sobre el que observamos la historia del barco, de Ahab y de la enorme ballena blanca. Puro icono de la literatura universal, es una introducción perfecta.
27. El Hobbit, de Tolkien
En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
La obra de Tolkien es fantástica no sólo por su arco temático, por la riqueza de su universo fantasiosos y por las historias en las que sus personajes, como Bilbo Bolson, se ven involucrados, sino también por las descripciones sobrias y precisas, repletas de imágenes visuales, a través de las que llegamos a sus mundos. El Hobbitse inicia con una fotografía perfecta y definitoria de la vida de un hobbit, y está bien así.
28. Luces de Bohemia, de Valle-Inclán
Hora crepuscular. Un guardillón con ventano angosto, lleno de sol. Retratos, grabados, autógrafos repartidos por las paredes, sujetos con chinches de dibujante. Conversación lánguida de un hombre ciego y una mujer pelirrubia, triste y fatigada. El hombre ciego es un hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales, Máximo Estrella. A la pelirrubia, por ser francesa, le dicen en la vecindad Madama Collet.
Valle-Inclán, el hombre que hoy sería Kanye West, describió la España decadente post-desastre del 98 a través de los riquísimos diálogos de Luces de bohemia, obra de teatro que, en sus pausas y pasajes descriptivos, se convertía en una narración esplendorosa del carácter de la sociedad española del momento, de sus artistas bohemios, como Max Estrella, al que conocemos en esta introducción, y de sus personajes accesorios. La España oscura, nocturna y alcohólica de Luces de bohemia, en un párrafo.
29. La metamorfosis, de Kafka
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.
Al igual que Lolita, La metamorfosis cuenta con una de las primeras frases más glosadas de la historia de la literatura. Tanto por su aspecto formal, la narración cotidiana y tranquila de hechos extraordinarios e imposibles, como por su temática: no necesitamos más que una línea y un título para saber qué nos depara La metamorfosis.
31. El Quijote, de Cervantes
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Se explica por sí mismo.
32. El hombre invisible, de Ellison
Soy un hombre invisible. No, no soy uno de aquellos trasgos que atormentaban a Edgar Allan Poe, ni tampoco uno de esos ectoplasmas de las películas de Hollywood. Soy un hombre real, de carne y hueso, con músculos y humores, e incluso cabe afirmar que poseo una mente. Sabed que si soy invisible ello se debe, tan sólo, a que la gente se niega a verme. Soy como las cabezas separadas del tronco que a veces veis en las barracas de feria, soy como un reflejo de crueles espejos con duros cristales deformantes. Cuantos se acercan a mí únicamente ven lo que me rodea, o inventos de su imaginación. Lo ven todo, cualquier cosa, menos mi persona.
Cabe plantearse, como hacía Norman Mailer, si no estaba Ellison, en realidad, tremendamente equivocado: ¿hay algo más visible en la sociedad americana que un negro? ¿Existe alguien que pase menos desapercibido en todo contexto social que un afroamericano? Ambos planteamientos, la de la visibilidad o la de la invisibilidad, depende de cómo se planteen, redundan en lo mismo: las diferencias raciales, el racismo, la discriminación y los múltiples retos a los que los hombres y las mujeres afroamericanos, a mediados del siglo XX, afrontaban en su día a día. Todo ello, introducido en un párrafo magistral.
33. Fiebre en las gradas, de Hornby
Me enamoré del fútbol tal como más adelante me iba a enamorar de las mujeres: de repente, sin explicación, sin hacer ejercicio de mis facultades críticas, sin ponerme a pensar en el dolor y en los sobresaltos que la experiencia traería consigo.
Al igual que en Alta fidelidad, las vivencias personales de Nick Hornby se entremezclan con un elemento definitorio de la cultura pop británica, el fútbol, dando como resultado un relato repleto de empatía con su lector, divertido y vívido en experiencias propias y ajenas. Como el enamoramiento, definido en su primera línea de forma magistral.
34. El siglo de las luces, de Carpentier
Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros.
Ambientada en los tiempos de la Revolución Francesa, El siglo de las luces se despliega con elegancia y profundas descripciones, todas tan rítmicas y poéticas como la que abre su primera página, en la historia caribeña a finales del siglo XVIII. Alejo Carpentier logra en apenas un puñado de líneas agarrar por el cuello al lector, de forma mansa y bella, para no soltarlo hasta el punto final de su novela.
35. La isla del tesoro, de Stevenson
El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo bajo nuestro techo.
Como relato de aventuras, La isla del tesoro alcanza la cima de su género. La novela de Robert Louis Stevenson está repleta de misterio, personajes fascinantes e historias apasionantes que apuntan, por intriga y por mundos fantásticos, al corazón del adolescente apasionado que todos llevamos dentro. Y su inicio está pigmentado de todos esos elementos, colocando al lector en predisposición para disfrutar tan esencial libro.
36. Memorias del subsuelo, de Dostoyevski
Soy un hombre enfermo... Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del hígado. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y no sé con certeza lo que me duele. No me cuido y jamás me he cuidado, aunque siento respeto por la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso, cuando menos lo bastante para respetar la medicina (tengo suficiente cultura para no ser supersticioso, pero lo soy). Sí, no quiero curarme por rabia. Esto, seguramente, ustedes no lo pueden entender. Pero yo sí lo entiendo.
Texto clave para entender la evolución posterior de Dostoyevski, Memorias del subsuelo aborda las taras psicológicas y las contradicciones existenciales de un hombre turbado y enfermo, en el sentido emocional del término, que atravesaba una fase muy baja en su vida, tras la pérdida de sus seres queridos y sus graves problemas financieros. De ahí surge su propio subsuelo y sus propias memorias, autodestructivas y existencialistas antes de que existiera tal término, oscuras y deprimentes, pero brillantes.
37. Las intermitencias de la muerte, de Saramago
Al día siguiente no murió nadie.
Y el hecho, aunque gozoso a priori, alteró de forma definitiva la historia del país en el que se ubica el relato de Las intermitencias de la muerte, publicado por José Saramago en 2005. Es un shock, emocional y físico, y una reflexión sobre la muerte, protagonista aquí como personaje alegórico y como personaje antropomorfo. Ese golpeo, todo en uno, se plantea en una simple frase: "Al día siguiente no murió nadie". ¿Y luego qué?
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