El Centro para Contrarrestar el Odio Digital (CCDH en sus siglas en inglés), una ONG británica, ha realizado una reciente investigación que ha llegado a varios fiscales de Estados Unidos. Entre otros, han analizado una batería de 812.000 posts en inglés del movimiento antivacunas de Facebook y Twitter entre el 1 de febrero y el 16 de marzo de este año.
Su conclusión: el 65% de la desinformación generada sobre la pandemia es atribuible a doce cuentas. La concentración mediática es más intensa aún si cabe en Facebook: allí esas doce cuentas suponen el 73% de la desinformación covid total.
Los doce de la desinformación: tienen nombres y apellidos y cada uno de ellos ofrece diferentes formas de infoxicación. Ty y Charlene Bollinger eran ya populares por su empresa de bulos sobre el cáncer, discurso del que luego se lucran de diferentes maneras (venden libros, tienen una web que reporta visitas, promociones de cursos terapéuticos de terceros), y se subieron al carro del coronavirus. Kelly Brogan alega ser una “psiquiatra holística” y tiene vínculos con Goop. Sayer Ji es el principal adalid del grupo de la “conspirituality” o revolución espiritual antisistema. Rizza Islam y Kevin Jenkins están centrados en llegar a los grupos afroamericanos y latinos desde ese ángulo racial. Esta mujer está especializada en la tiranía y el debilitamiento de la salud de las mascarillas, estos dos fueron los ideólogos de la conexión entre Bill Gates y el 5G, etc.
Cómo es posible que sean tan relevantes, si además hablamos de cuentas que, a priori, no parece que sean tan relevantes como el poder destructivo que pueden ejercer sobre la población. Joseph Mercola, el más famoso, cuenta con 1.7 millones de seguidores en Facebook y 280.000 en Twitter, mientras que a Sayer Ji le siguen apenas 50.000 y 10.000 seguidores respectivamente en esas apps, y las cifras de los demás están entre medias.
El problema es doble: a) son altamente activos, capaces de generar ellos mismos en conjunto hasta 10.000 publicaciones mensuales (pueden ser tanto sesudos artículos como memes graciosos), y b) que sus mensajes se propagan no sólo de forma directa entre sus seguidores, sino amplificados en grupos anglosajones y en otros idiomas por intermediarios que difunden y traducen sus posts en grupos abiertos y cerrados.
¿Y qué han hecho las plataformas hasta ahora? En el tiempo que condujeron sus investigaciones, los del CCDH vieron que, a pesar de sus propias denuncias y de las de otros usuarios, nueve miembros del selecto grupo siguen hoy con sus cuentas abiertas en Facebook, Twitter e Instagram y sólo a tres de ellos se les borró la cuenta en una de estas tres plataformas mientras siguieron activos en las otras dos (de hecho, y en lo que hemos revisado, a uno de ellos se le ha devuelto posteriormente su cuenta bloqueada en Twitter).
Según su seguimiento a la desinformación de todo 2020, la ONG asegura que ninguna empresa hizo lo suficiente para combatir el 95% de los bulos sobre Covid y vacunas. Aunque por su parte Facebook asegura que han etiquetado como “información cuestionada” o han borrado hasta 167 millones de posts sobre este tema en el periodo señalado.
La dependencia de los grupos en Facebook: en 2017, tras Cambridge Analitica, Zuckerberg potenció la importancia de los grupos, una funcionalidad con la que contaban desde 2010 pero que no había despegado, y que ayuda a que las comunidades con intereses determinados se recluyan de la vista del público general, creando menos fricción ideológica y también menos denuncias y enfados por el contenido que circula en la red social (la moderación pasó a manos de los gestores de los propios grupos, la responsabilidad también a ellos). También, no lo olvidemos, se convirtieron en una fuente imprescindible para mantener e incluso incrementar sus cifras de engagement y de mejora del rendimiento comercial cuando el feed abierto fue perdiendo adeptos.
En cuatro años pasaron de 100 millones de grupos a 400. Según The Wall Street Journal, para agosto de 2020 70 de cada 100 grupos “cívicos” presentaban problemas de difusión de discursos de odio, desinformación o acoso selectivo. Entre estas cámaras de eco estarían también las de los antivacunas.
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