La historia de la violencia humana ha tenido un protagonista indiscutible: el hombre. Es un fenómeno observable aún hoy en todos los países desarrollados. Los hombres tienden a ejercer más la violencia, incluso contra ellos mismos, que las mujeres. Los motivos son muy variados y ocupan un lugar predilecto no sólo en los estudios antropológicos y sociológicos, sino también en las guerras culturales del presente.
Cabría imaginar pues un escenario en el que a mayor volumen de mujeres en puestos de poder menor número de guerras entabladas entre los estados. De tan interesante pregunta se ocupa un estudio elaborado por Oeindrila Dube y S. P. Harish, dos investigadores de la Universidad de Chicago y del College William & Mary. Su punto de partida es simple: ¿hubo más o menos guerras en Europa cuando gobernaron las mujeres?
El género de los gobernantes europeos ha sido casi siempre masculino. Numerosos países contaban con leyes o tradiciones que impedían el ascenso de herederas al trono (en España no hay ley sálica, pero si los reyes tuvieran hoy un hijo varón se toparían con un problema). Pero no en todos los estados existía tal prerrogativa legal. Como resultado, fueron frecuentes, si bien no predominantes, las mujeres al frente de monarquías en determinados periodos históricos.
Un grupo de control ideal para observar la inclinación de ambos géneros frente a los conflictos bélicos.
El trabajo se centra en un extenso periodo de la historia moderna de Europa (1480-1913) e incluye a países "que tuvieron al menos una mujer gobernante durante este periodo". En total, los investigadores analizan el rol de 193 soberanos repartidos a lo largo de 18 estados. Las reinas representan el 18% del total de los gobernantes, un porcentaje minoritario, pero lo suficientemente significativo como para entrever diferencias.
Un 27% más beligerantes
¿Cuál fue su actitud frente a la guerra? Más abierta, ya fuera por motivaciones endógenas o exógenas. Controlando por diversos factores de acceso al poder, las reinas o mujeres soberanas fueron un 27% más proclives a participar en una guerra durante un año cualquiera que los hombres. Algo cierto tanto si fueron agresoras como si fueron víctimas de ataques por parte de otros reyes o soberanos.
Los motivos son variados, y algunos de ellos intuitivos. Por ejemplo: los hombres de su alrededor, los gobernantes vecinos, percibían cierta debilidad en el ascenso al trono de una mujer, y por tanto una oportunidad para socavar sus esferas de poder territoriales. Percepción que podría explicarse por los roles asignados a cada género o por una minusvaloración de sus competencias al frente del estado. Lo que incentivaba un ataque.
Es algo cierto sólo parcialmente. La clave: el estado civil. "Entre los monarcas casados, las mujeres tendieron más que los hombres a batallar como agresores. Entre los monarcas solteros, las reinas tuvieron que luchar más que los hombres en guerras donde sus territorios fueron atacados", desarrollan los investigadores. Es decir, las mujeres solteras fueron muy atacadas, pero las mujeres casadas optaron por el ataque.
¿Qué explica la diferencia? Hubo algo de percepción cultural (las mujeres solteras como un elemento más débil que los hombres casados o solteros y que las mujeres con un esposo a su lado), pero también de recursos políticos y administrativos. Y he aquí lo más sorprendente del estudio.
Los roles de género en la Europa moderna generaron grandes asimetrías en los modos y usos de unos monarcas y otros al frente del estado. Los hombres tendían a relegar a sus mujeres a un segundo plano, sin voz o voto dentro de los asuntos de estado (una tendencia rastreable en algunos países, como Brandenburgo-Prusia, extremadamente masculino a partir de Federico Guillermo I, tras décadas de participación femenina en la corte), pero las soberanas maximizaban a sus consortes.
"Las reinas tendían a colocar a sus esposos al frente de las reformas militares o fiscales", explican los autores. Una "división del trabajo" que pudo haber mejorado a largo plazo la "capacidad" de los estados gobernados por mujeres. O lo que es lo mismo: una eficiencia administrativa y burocrática que permitió a las reinas obtener más recursos y mejores posiciones políticas para adoptar políticas bélicas más agresivas.
Fue este un factor más determinante en el desempeño de las soberanas frente a la guerra que los condicionantes culturales, también relevantes. El impacto en la eficiencia estatal del doble rol de reina y consorte tuvo beneficios a largo plazo para todas las gobernantes. "Las reinas ganaron más territorio en el curso de sus reinados, algo consistente a grandes rasgos con la idea de que una posición más agresiva facilitaba ganancias que de otro modo se hubieran quedado encima de la mesa", añade el estudio.
Es decir, los líderes femeninos no rehusaban el conflicto en situaciones donde las ganancias potenciales eran amplias, como por ejemplo la guerra, tan arriesgada como beneficiosa (si se sale vencedor). Una idea reforzada por otros estudios modernos y contraintuitiva a los tradicionales estereotipos de género: "La competición femenina puede ser altamente agresiva, si se dan los incentivos adecuados".
Tanto monta, monta tanto
Ideas que evidencian el enorme peso de los prejuicios históricos hacia las capacidades de gobierno de las mujeres. Federico II de Prusia, gran monarca europeo del siglo XVIII y reconocido misógino, proclamó en una ocasión que "ninguna mujer debería tener permitido gobernar nada". Cuando María Tudor ascendió al trono a finales del siglo XVI, en Inglaterra, fue recibida con gran escepticismo por parte de las élites gobernantes dada su "naturaleza" tendente hacia "la debilidad, la impaciencia" y la "necedad".
El propio Federico podría en práctica la visión predominante sobre la mujer y su capacidad al frente de los estados y de la guerra cuando invadió Silesia en 1740, aprovechando la muerte sin descendencia del Emperador del Sacro Imperio, Carlos III, y el ascenso al trono, mediante pragmática sanción, de María Teresa. Aquel conflicto, englobado a Gran Escala en la Guerra de los Siete Años, cimentaría el crecimiento posterior de Prusia.
Sea como fuere, la evidencia apunta a patrones distintos. La "división del trabajo" dentro de los matrimonios monárquicos delegaba una gran responsabilidad bélica al consorte, dado que las mujeres, por tabú cultural, casaban mal en el frente. Algo que liberaba tareas y responsabilidades políticas. Fue el caso de Maximiliano en Borgoña, consorte de María; de Fernando de Aragón en los reinos hispánicos (ambos abuelos de Carlos V); o de Francisco I en Austria, esposo de María Teresa.
En esencia, ya tuvieran una participación predominante o no en cuestiones militares, "cuando las reinas colocaban a sus esposos en posiciones de poder, la gobernanza obtenía el beneficio de la supervisión de dos monarcas". Algo que no sucedía cuando eran los hombres quienes gobernaban, siempre en solitario. España cuenta con un buen ejemplo en su historia en la exitosa empresa común de Isabel y Fernando, y sus respectivas áreas de poder, gestión e influencia. Tanto monta, monta tanto.
En el proceso, las reinas explotaban la legitimidad de su esposo, también monarca, permitiendo una mayor capacidad impositiva o bélica (por la influencia que ejercían sobre los nobles o sobre el ejército), algo que meros funcionarios públicos o consejeros de confianza, pero sin ascendencia real, no podían hacer con tanta efectividad. Los maridos, al mismo tiempo, no representaban amenazas directas al poder real (no así los hermanos), lo que les convertía en piezas perfectas de consejo y apoyo leal.
Un factor que a largo plazo habría permitido a las reinas estar más preparadas para dirimir sus disputas en el frente, y que les habría habilitado a posiciones de poder más nítidas en la esfera internacional, pudiendo desarrollar estrategias más agresivas y menos temerosas del conflicto bélico. O lo que es lo mismo: más proclives a la guerra.
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