Pocas semanas después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara el "estado de emergencia global" a causa del ébola, otra amenaza se yergue en el horizonte de África: la malaria. El último informe de la institución es devastador. Alrededor de cinco millones y medio de personas están infectadas en Burundi, el país más afectado, y unas 1.800 han perdido la vida en lo que va de 2019. La situación es alarmante por una amplia variedad de motivos. El principal: sin recursos ni voluntad política, la epidemia afecta ya al 50% de su población.
Cifras. Burundi ha sufrido otras graves epidemias de malaria en el pasado. La última en 2017, cuando se registraron más de seis millones de casos y 2.875 muertes... A lo largo de doce meses. Ahora los plazos se han acortado. El ritmo de infecciones es tan alto que el volumen de fallecidos e infectados, con probabilidad, se superará antes de que termine el año. Los casos mortales en Burundi superan ya a los provocados por el ébola en el Congo, donde la enfermedad lleva meses causando estragos en las provincias del interior.
Causas. Son enfermedades muy distintas, no obstante. La malaria se transmite mediante el picotazo de determinados parásitos, esencialmente mosquitos, entre poblaciones no vacunadas. Los problemas de Burundi son varios: la tasa de inmunización es muy baja; las infraestructuras sanitarias son muy pobres; y el gobierno ha habilitado escasos medios sobre el terreno para prevenir el contagio. Pierre Nkurunziza, de hecho, ni siquiera ha declarado el estado de emergencia, temeroso de las consecuencias políticas de la crisis sanitaria.
Burundi celebra elecciones en menos de un año. Reconocer la emergencia implicaría reconocer un fracaso en materia de gestión y prevención, cuestiones que Nkurunziza prefiere obviar.
Perspectivas. El problema es que la ausencia de colaboración gubernamental, tanto en materia de personal como de financiación, hace improbable que los planes diseñados por la OMS sean efectivos. Hay otros factores que agravan la crisis: las altas temperaturas, atribuidas al calentamiento global, han provocado que los mosquitos viajen cada vez más alto, llegando a poblaciones montañosas tradicionalmente ajenas a las infecciones y, por tanto, no inmunizadas. En paralelo, el gobierno ha fomentado durante los últimos años el cultivo de arroz, un vivero natural para la proliferación de mosquitos.
La suma de causas ha provocado un efecto letal: hay un 50% más de infectados a estas alturas del año que en 2017.
Resistencia. Los mosquitos, por su parte, se están volviendo cada vez más resistentes a las vacunas contra la malaria. La situación es de particular gravedad en el sudeste asiático, en especial en Vietnam, Laos y Tailandia, donde el 80% de los parásitos más comunes ya están inmunizados contra los dos medicamentos más utilizados. Los expertos tienen pavor a que la resistencia se extienda al continente africano, donde se registran la mayoría de casos de malaria cada año y donde la vulnerabilidad de las poblaciones es superior, como el ejemplo de Burundi demuestra.
Año a año siguen muriendo 400.000 personas a causa de la malaria. La abrumadora mayoría (93%) en África.
Y en el Congo. Mientras tanto, el ébola sigue siendo objeto de gran preocupación en el Congo, muy cerca de Burundi. En julio, la muerte de un sacerdote en Goma, ciudad con más de un millón de habitantes y puerto fluvial para todo el Valle del Rift, disparaba todas las alarmas. Hasta entonces la epidemia se había concentrado en zonas rurales y aisladas. Durante los últimos meses los contagios se han multiplicado, y han pisado otros países colindantes, como Uganda. En medio año, la región, densamente poblada, se asoma a dos epidemias fatales.
Imagen: AMISOM
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