Surrealismo en estado puro. Albania parece estar saliendo de una terrible guerra. Destruido y convaleciente del sueño comunista del dictador Hoxha. Entrando desde Macedonia me reciben los Bunkers que en su paranoia mandó construir por toda la nación. Los llaman pill boxes (caja de pastillas) por su forma de champiñón.
Fábricas en ruinas, puentes destruidos, grisura y oxido, pero también una naturaleza salvaje imposible de domeñar. Se sucede la miseria junto a algunos restaurantes y hoteles de lujo. Y Mercedes Benz. Mercedes Benz de todos los años, tamaños y modelos. Albania está llena de ellos. Todos robados, claro. Y no me extraña. He llegado hasta aquí cruzando los Balcanes y salvo la carta verde y el pasaporte, no he tenido que mostrar ningún otro documento.
Elbasan es una población mediana. Conducen como les da la gana. ¿Habrá autoescuelas en Albania? ¿Pasarán exámenes o directamente regalarán o venderán los carnets de conducir? Paro en un taller para preguntar si tienen pegatinas de su país o saben donde puedo conseguirlas y al verme aparecer me arman un verdadero recibimiento. Me invitan a café y bollos, el dueño manda a un aprendiz a que vaya a buscar los adhesivos. ¿Ah, pero acaso me voy ya?, se extraña el patrón. De ningún modo, sentencia, tengo que conocer el castillo.
Casi me obligan a montarme en un coche para que puedan mostrar al inesperado visitante las maravillas históricas de la ciudad. Están tan orgullosos de ella y son tan amables que me siento de nuevo eufórico y feliz. Así es estar viajando en moto. Estas son las cosas que me recuerdan por qué hago lo que hago. Este calor humano, este interés y esta simpatía. Estas miradas, estos gestos de amabilidad gratuita en los países más pobres… esto es para mí viajar en moto.
Insisten en que visite el pueblo de Berat, en el centro del país. Mi destino se decide así, por instinto, haciendo caso a unos y desobedeciendo a otros. La carretera es mala, hay baches, llueve y los conductores son homicidas. No hay motos en Albania. Llego al destino ya de noche cerrada y encuentro una ciudad muy animada. En el centro, cruzo el puente Gorica siguiendo la indicación de Park Castle Hotel. No es un castillo real, sino una copia moderna de lo que un cursi puede entender por un castillo de cuento de hadas.
El interior es de un lujo pretencioso, con muebles de madera oscura, copas de cristal, mantelería fina, animales disecados. Un delirio de nuevo rico o mafioso con ínfulas artísticas. Pero lo importante es que la habitación con desayuno cuesta 30 euros y que tendré una gran cama, un baño limpio y una cena en condiciones. Aun mejor de lo que yo esperaba, porque una de las cosas que suceden en Albania, el país del surrealismo, es que todo es real. La comida también.
Aparece un grupo de cuatro hombres. Uno es viejo, otro es fuerte, el de más allá mezquino y éste que tengo más cerca es bajo y rechoncho. Hablan italiano con acento del sur. Les pregunto. Son de Nápoles. ¿Qué carajo hacen cuatro napolitanos en Albania? ¿cuatro hombres solos y sin pareja? Turismo seguro que no. Sus negocios no deben ser muy limpios e imagino que tienen que ver con las principales industrias del país: la importación de coches robados o el tráfico de armas.
Me llama la atención la cantidad de gente joven que hay. Muchachos, niños, adolescentes. El albanés es un pueblo que se reproduce rápido. Hay mezquitas pero también iglesias. De hecho, las dos más grandes que hay están una frente a otra en la plaza mayor. Los hombres pasean o toman café en las terrazas. No he oído todavía la llamada del muecín a la oración, y tampoco dificultad alguna para encontrar alcohol.
Berat es considerada la ciudad más antigua de Albania. Tiene un interesante casco histórico empedrado y un impresionante castillo en lo alto de un monte. Están celebrando una boda en su interior. Una pequeña muchedumbre bailotea al son de la música electrónica. Me doy un paseo por las almenas observando el panorama. No hay barandillas ni avisos de peligro.
Me gusta Albania, aquí tu seguridad es problema tuyo. Si te despeñas por subir borracho, es culpa tuya y a nadie podrás reclamar una responsabilidad que solo a ti te compete. Me hace sentir bien este respeto por la autonomía personal. Ya está bien de que la Administración nos trate como a niños o subnormales profundos. Reivindico mi derecho a equivocarme, a sufrir las consecuencias de mis actos irreflexivos sin que forme parte de las obligaciones del Estado velar por la sensatez de aquellas decisiones que sólo a mí pueden afectar.
Decisiones como tomar la carretera equivocada. Quiero ir hacia el sur por el interior del país hasta Kelquire. La gente a la que pregunto me aconseja que no vaya por ahí, que dé un rodeo de más de 100 kilómetros porque la carretera, la “Rruga” en Tosco, es muy mala. No entienden que eso es justo lo que yo quiero, una pista cabrona donde pasarlo bien pasándolo muy mal. Aparece un tipo chapurreando italiano. Tatuado, con camiseta de tirantes y gafas de sol ray ban de palo. Coñón, asegura que con esta moto no tendré problemas. Los demás ríen de medio lado. Es evidente que piensa que las voy a pasar canutas. Pero si el señorito extranjero quiere meter su flamante BMW por el pedregal, adelante, que se escoñe.
— No está tan mal— dice con la sonrisa de medio lado.
La pista es mala de verdad. Sube y baja montañas convertida en un río de grava. Cuando no hay grava, hay piedras enormes, cuando no hay piedras, hay barro. Esto es lo peor. Con las cubiertas mixtas en el barro la moto patina y no tracciona. Me caigo varias veces. Pero voy avanzando entre un paisaje espectacular. Aquí no hay nadie. Esto es horrible incluso para los albaneses. Me cruzo con algún que otro coche 4X4, pero prácticamente estoy solo. A veces se descubren restos de adoquines o incluso pequeñas manchas de asfalto en el camino. Esto fue una carretera hace 80 años. El agua, la lluvia, la nieve, la desidia, los Mercedes han ido mordiéndola y desgarrándola.
Cuando se empina de verdad, retuerzo el puño y la moto trepa como un gato. Llego hasta varias aldeas muertas. Tejados hundidos, casuchas derruidas, perros sarnosos y enclenques. Algunos seres humanos se mueven entre las piedras como supervivientes de un bombardeo. Empieza a nublarse cuando inicio un descenso pronunciado lleno de piedras caídas de las laderas. Espero que no haya otro monte que subir.
Bien avanzada la tarde, alcanzo el llano y el asfalto. Malo y arrugado, pero asfalto. Empieza a llover torrencialmente, a jarrear de verdad, es un auténtico diluvio. La carretera está inundada y la moto levanta olas que meten litros de agua sucia en mis botas. En el primer pueblo me miran estupefactos. ¿Cómo puedo venir de las montañas? A pesar de la tormenta, insisto en llegar a Sarande, en la costa. Tengo que superar una última cadena de montes. Deja de llover, clarea y alcanzo el puerto con una espectacular puesta de sol que incendia la bahía.
La ciudad mezcla lo turístico con el típico abandono albanés. Encuentro habitación en el paseo marítimo. El recepcionista tiene un impresionante Mercedes nuevo que asegura le ha costado 20.000 euros de segunda mano. “Segunda mano”, menudo eufemismo. La habitación tiene un gran ventanal frente al mar. Delante de mí flota Corfú como una lejana balsa de piedra.
A las diez sale un ferry. Hora y media de plácida navegación y llegamos al puerto griego donde se encargan de revisar concienzudamente la documentación de los vehículos, incluyendo el número de serie. Supongo que se trata de evitar que se reintroduzcan desde Albania coches robados en Europa, pero aunque el inspector grita mucho, parece que tampoco es todo tan serio. Uno de los pasajeros ha conseguido meter en la UE un lujoso coche que dice estar a nombre de su esposa, de la que no trae ni documentos ni autorización alguna. ¿Surrealismo? No, la última frontera de Europa.
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