A mediados del siglo XIX la humanidad sentiría la imperiosa necesidad de explorar los confines de la Tierra. Lo haría de un modo más profundo y detallado que los navegantes de varios siglos atrás, y lo haría, en gran medida, impulsada por el avance del conocimiento y de la investigación científica. No sólo se trataba de conocer y registrar todo aquello que albergara el planeta, sino también de divulgarlo.
De ahí que la centuria revolucionara alumbrara a un sinfín de exploradores e investigadores, aunados, en ocasiones, en el noble arte de la ilustración. Lo exploramos en su momento a cuenta de este bello gráfico sobre los ríos de la Tierra más extensos: la difusión del conocimiento se entremezclaba con nuevas y excitantes experimentaciones en el campo de lo visual, glosando las publicaciones dedicadas a la ciencia natural.
Como quiera que la Tierra albergaba muchos más elementos que ríos, aquellos gráficos comparativos, elegante fusión de las artes ilustrativas y la divulgación científica, abarcaron otros accidentes naturales. Otros muy queridos tanto por los investigadores como por los ilustradores encargados de trasladarlos al papel fueron las montañas. Su magnificencia y dimensiones podían resultar complejos de imaginar, dado lo ignoto de sus localizaciones y formas para el público general.
¿Cómo explicar, pues, que en los rincones más remotos de Asia hay monstruosidades que superan los 8.000 metros de altura? Colocando otras montañas a su lado y comparando tras escalar las dimensiones. Es lo que muestra este fantástico gráfico elaborado por John Dower en 1832 y recopilado por la colección histórica de David Rumsey. Se puede explorar con más grado de detalle aquí.
La imagen fue publicada por una editorial escocesa dentro de un "atlas general" dedicado a describir el conocimiento vigente sobre la geografía mundial. Su particular hallazgo visual reside en la forma cónica de las montañas: allá donde otras ilustraciones similares, como esta de Andriveau-Goujon publicada en 1829, las colocan lado a lado, como una suerte de pendiente infinita, Dower las abría en canal.
Al igual que otras ilustraciones similares, el trabajo de Dower incluye numerosos ríos. Pero lo relevante son sus montañas. ¿Cuáles? Por aquel entonces las grandes cumbres del Himalaya seguían siendo un misterio tanto para los locales como para la comunidad científica. No existían mediciones precisas del Everest o del K2 (tan remoto que apenas había sido bautizado por las comunidades nepalíes), lo que colocaba en la cima de la pirámide al Dhaulagiri (8.167 metros).
Le seguían otros "picos del Himaleh" cuya altura aproximada había sido calculada, pero que aún no tenían nombre ni habían sido explorados en profundidad. El trabajo de Dower es interesante porque cada pirámide representaba un continente. A Asia le seguía América, con el Chimborazo (6.263 metros) a la cabeza. Por allí se colaban también el Antisana (5.704 metros) o el Cotopaxi (5.897 metros).
Europa quedaba empequeñecida en consecuencia. Asomaban el Mount Blacn, el Cervino, el Grossglockner y el Jungrau, todos ellos ya explorados y conocidos por los europeos. El relieve de África aún era más inexacto: no se tenía constancia de la existencia del Kilimanjaro (por los exploradores europeos) y se incluían figuras tan modestas (en comparativa global) como el "Pico de Tenerife", el Teide.
La ilustración es un testimonio de lo poco que el conocimiento europeo y norteamericano sabía de su propio planeta a comienzos del siglo XIX. El interior de África era virtualmente un territorio aún por colonizar, y muy pocos exploradores se habían adentrado en él. Todos los mapas similares de la época compartían las mismas virtudes (eran bonitos) y los mismos defectos (harto incompletos).
Hoy funcionan como reliquias, y como una ventana a una sociedad, la del siglo XIX, que encontraba motivos para fascinarse por un mundo romántico e ignoto en tan bellas ilustraciones.
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