Poco a poco y en silencio, Países Bajos se ha convertido en uno de los destinos turísticos más demandados de Europa. El volumen de visitantes extranjeros ha crecido un 60% en la última década. En 2017 entraron más de 18 millones de turistas, y se espera que la cifra crezca hasta los 31 millones, el doble de su población, para 2030. Un boom que tiene consecuencias diarias. Para bien y para mal. Ámsterdam lo sabe perfectamente.
Prohibición. Muy en especial en materia urbanística. La capital lleva años batallando contra las plataformas de alquiler privado, como Airbnb. Hoy ha conseguido un victoria resonante, la primera de gran calado: no podrá instalarse en tres barrios del centro (Burgwallen-Oude Zijde, Burgwallen-Nieuwe Zijde y Grachtengordel-Zuid) y los apartamentos disponibles tendrán que limitar su oferta a las 30 noches por año, una medida ya implantada hace más de un año.
Es un golpe duro a la aplicación.
Por qué. Porque es una medida muy popular entre los vecinos. Según el ayuntamiento, el 75% de sus residentes (en torno al millón) estaba a favor de algún tipo de regulación. Como en tantas otras ciudades, Airbnb se interpreta como la causa de un mal, la turistificación, que acapara espacios y dispara los precios. A partir de ahora, su radio de acción quedará severamente coartado. Todos los pisos requerirán de una licencia.
Quien no la tenga y opere un apartamento turístico, afronta multas de hasta 20.000€.
¿Es así? Es el debate que miles de grandes ciudades han afrontado durante los últimos años. La respuesta no siempre es clara. Para el caso de Barcelona, un estudio identificó el impacto de Airbnb en un aumento de hasta el 7% del alquiler medio. Es una contribución importante, pero insuficiente para explicar la increíble escalada de precios en la ciudad condal. Similares conclusiones se pueden extraer de San Francisco o Nueva York. Airbnb puede contribuir algo, pero no es el único factor.
Todo caro. Ámsterdam afronta un problema similar. El acceso a la vivienda se ha encarecido. Tanto la compra (aumentos del 8% anuales) como el alquiler (más de un 40% en la última década). El gobierno municipal ha aprobado diversas políticas para frenar el impacto especulativo, como la obligatoriedad de residencia cuando se adquiere una vivienda de obra nueva, pero tiene un largo y complejo camino por delante.
Más batallas. Dos historias operan en paralelo en el caso holandés. Por un lado, la particular hostilidad de Ámsterdam hacia futuros incrementos en el volumen de turistas. La ciudad ya prohibió rotular en inglés y promocionar sus principales atracciones. También ha tanteado la posibilidad de cobrar una tasa por noche a todos los visitantes (penalizando el turismo barato) y deslocalizar el célebre Barrio Rojo a las afueras.
Por otro, la guerra general de las ciudades contra Airbnb. Madrid, Palma y Valencia han aprobado distintas regulaciones (obligatoriedad de acceso, registro y licencia, siempre en los bajos o en los primeros pisos del inmueble, veto generalizado y un largo etcétera de instrumentos). Es una pelea global. Y Airbnb no siempre tiene las de perder.
Legal. En diciembre, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea le arrojaba un salvavidas que puede revelarse crucial en el futuro. Airbnb no es un agente inmobiliario, sino un "intermediario", algo que la compañía llevaba defendiendo años. Y por tanto las ciudades no pueden prohibir su actividad (cuestión vigilada por celo por la competencia comunitaria), no al menos de forma taxativa y generalizada. Hay guerra para rato.
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