Al igual que otras ciudades europeas, Ámsterdam tiene un problema con el turismo. El volumen de visitantes que atrae la ciudad año a año no deja de crecer: si en 2015 fueron 12 millones, en 2016 pasaron a ser 17, y para el año que viene el ayuntamiento ya trabaja con cifras que rondan los 23 millones. Si tenemos en cuenta que Ámsterdam apenas cuenta con 800.000 habitantes, la presión es alta.
Como es natural, la creciente afluencia de viajeros ha generado conflictos con los locales, cuyo parque de viviendas o alquiler, servicios municipales y espacios públicos se han visto colonizados por residentes ocasionales. El gobierno de la ciudad ha observado cómo durante los últimos meses se multiplicaban las marchas y las manifestaciones en contra de la creciente turstitficación de Ámsterdam. Y ha decidido actuar.
¿Cómo? Optando por una solución radical: desincentivar el turismo "low-cost", pobre, y priorizar el turismo "de calidad", rico, a través de mayores tasas que eleven el precio de la pernocta y que promuevan estancias más largas (de alrededor de una semana) frente a las visitas exprés de uno o dos días.
La idea de Ámsterdam no es tan radical: Venecia lleva años tratando de poner coto a los cruceros que atraen a millones de personas al año y que revierten poca inversión en la ciudad (porque la estancia ya la tienen pagada en el barco), y Barcelona ha optado por moratorias a las construcciones hoteleras que inevitablemente elevarán el percio de la pernoctación en la ciudad. Pero sí es muy explícita.
"Necesitamos a más gente que gaste dinero en la ciudad. Preferiríamos tener a gente que se quede un par de noches, que visite museos y que disfrute de buenas comidas en los restaurantes a gente que venta tan sólo el fin de semana, coma un falafel y se dé un paseo por el distrito rojo". Las palabras anteriores, tan hermosas, pertenecen al concejal de finanzas de la ciudad, Udo Kock, ideólogo de la nueva tasa de 10€ (por noche) a pagar por todo nuevo turista.
Sobre el papel, la idea de Kock es aumentar los ingresos de la ciudad derivados del turismo. Ámsterdam ya cuenta con una tasa al turismo que obliga a los visitantes a pagar entre el 5% y el 6% de su gasto por noche a las arcas municipales, pero el plan de Kock va más allá y aspira a añadir un gasto fijo de 10€ por pernocta. La idea es pasar de los 80 millones de euros recaudados el año pasado a unos 230 millones, un salto sustancial.
Para Kock, aumentar el precio global de la estancia en Ámsterdam es el único modo posible de que el ayuntamiento pueda hacer frente a las costosas tareas de limpieza y mantenimiento de los servicios públicos, disparados en una ciudad que recibe veinte veces más turistas que habitantes.
Se acabó el "dame tu dinero y dime tonto"
Ahora bien, en el plano real, la decisión de Ámsterdam es muy simple: no queremos a turistas pobres que acudan a pisos baratos y apenas se gasten parte de su presupuesto en dos kebabs y una bolsa de marihuana. Queremos a turistas interesados en la amplia (y cara) oferta de la ciudad, que puedan costearse cenas de 40€ el tenedor en restaurantes de prestigio y que no tengan reparos en pasar una semana en un hotel.
El ayuntamiento quiere ricos. Se ha cansado de los pobres.
Si la idea parece clasista es porque lo es, pero Ámsterdam, al igual que el resto de ciudades en su disyuntiva, no tiene incentivos para actuar de otro modo. Desde un punto de vista puramente mercantil, el ayuntamiento tiene un control absoluto sobre su producto (la ciudad) y puede elegir a qué clase de cliente se quiere dirigir (los turistas) subiendo o bajando el precio o priorizando una serie de atracciones por otras.
El plan de Kock es un win-win para la ciudad: si el turismo no se resiente demasiado por la tasa, los ingresos aumentarán; y si el turismo desciende de forma dramática, sus votantes estarán más contentos y los costes de soportar el turismo descenderán. Ámsterdam ha entendido que el único modo de solventar el problema del turismo es eligiendo una opción fea, impopular a nivel global y en cierto modo hipócrita, pero muy efectiva.
La radical decisión de Ámsterdam, y su explícita forma de venderla, es un ejemplo más de lo complejo que resulta el fenómeno turístico en un mundo donde las barreras de entrada al viaje se han desplomado. ¿Cómo limitar el número de turistas en tu ciudad si todo el mundo puede comprar un billete en Ryanair, alquilar una casa en AirBnb y comer en sitios baratos o comprar su comida directamente en el supermercado?
Una solución es la elegida por Cinque Terre, en la popular costa ligur al sur de Génova: limitar la entrada de turistas a 1.500.000 al año. Pero las cuotas también generan coste de oportunidad (¿qué sucede si se alcanza antes de la temporada alta?) y limitan el desarrollo de la industria turística a periodos cortos. Y logísticamente son complejas: no es lo mismo un pueblito de varios miles de habitantes que una ciudad de un millón.
La otra opción es elevar la barrera de entrada. Y en muchos sentidos, esa barrera implica aumentar costes, expulsando del circuito turístico a quienes tengan menos dinero. Desde un punto de vista neutral, esta idea puede resultar una abominación: una de las grandes ventajas del siglo XXI y de la economía low-cost es que ha democratizado el viaje, el turismo y el ocio que antes sólo disfrutaba una pequeña élite adinerada. Es un bien objetivo, la gente tiene más libertad de elección.
Desde el punto de vista del habitante, sin embargo, la perspectiva es distinta: ¿hay un coste a recuperar espacios públicos, servicios y a reducir el precio de los alquileres inflados de forma natural por AirBnb? Si lo hay y si implica reducir el número de turistas (es decir, el número de turistas pobres), están dispuestos a pagarlo. Para ellos, las consecuencias del turismo masivo son potencialmente peores (y las viven día a día) que las limitaciones a imponer al viajero sin recursos.
De ahí que Ámstedam se lance a una tasa tan cara o a declarar explícitamente que quiere turistas ricos. Sus votantes no le van a penalizar la decisión. En el fondo, el debate sobre el turismo moderno implica enfrentar dos perspectivas y experiencias radicalmente distintas. Con la diferencia que sólo una de ellas tiene la sartén por el mango: la propia ciudad y sus habitantes.