En una línea temporal no demasiado distante de la nuestra los Juegos Olímpicos de 2020 no se habrían celebrado en Tokio, sino en Madrid. A la gestión de una pandemia histórica que ha resquebrajado las costuras del sistema España debería sumar la organización logística del mayor evento deportivo del mundo, transformado ahora en una pesadilla organizativa y sanitaria. A las puertas de su apertura oficial, Tokio 2020 encadena un caos tras otro. Una maldición de la que no escapa.
Lo último. Lo firma el director de la gala inaugural de los Juegos, Kentaro Kobayashi, un imaginativo artista local al que la hemeroteca le ha jugado una mala pasada. Durante los últimos días ha circulado un vídeo de 1998 en el que bromeaba sobre un concurso televisivo en el que "se masacraba" a los judíos. Kobayashi pertenecía por aquel entonces al dúo cómico Rhamens, y en el sketch bromeaba con su compañero sobre ideas locas y aventuradas para un programa televisivo. Era una parodia.
Ha dado igual. Ha tenido que dimitir.
Una más. La banalización del Holocausto (el único tipo de comedia que te perseguirá durante toda la vida) se suma a la larga lista de problemas que arrastra la organización de Tokio 2020. Hace unos días su CEO, Toshiro Muto, el máximo dirigente del evento, declaraba lo siguiente: "No podemos predecir cómo evolucionará la epidemia en el futuro. Sobre qué hacer si hubiera un pico de contagios, lo discutiremos cuando pase". Traducido según la prensa: no descartamos completamente la cancelación.
Positivo más. Si la idea de suspender a última los Juegos es tan sugerente es porque el listado obstáculos es amplio. Comenzando por los brotes de coronavirus en la Villa Olímpica: a esta hora suma más de 70 positivos. Algunos son atletas (que no podrán participar en el evento para el que llevan preparándose cuatro años) y otros técnicos . Simone Biles ha tenido que buscarse un hotel fuera de la Villa tras conocerse el positivo de una de las suplentes del equipo estadounidense.
A esta hora, la posibilidad de que una gran megaestrella se quede fuera de los Juegos porque el tercer masajista de su delegación ha tenido contacto con un positivo directo es real.
Rigidez ante todo. Esto se debe en parte a la rigidez que Tokio 2020 ha impuesto a sus atletas. Aislados en la burbuja de la Villa, sus interacciones sociales se han reducido al límite y cualquier contacto estrecho obliga a cuarentenas lo suficientemente largas como para poner en duda la competición. Esta atleta británica narra con todo lujo de detalles su estancia en las instalaciones olímpicas, más propias de un tiempo pasado (abril o mayo de 2020, para ser más exactos) que de 2021. Geolocalizaciones, vigilancia estrecha, PCR diarias, etcétera.
Pasa de todo. Desde principios del año pasado hemos tenido: los sobrecostes ya inseparables de cualquier JJOO; un paplazamiento histórico rompiendo el ciclo de cuatro años de la Olimpiada; el veto a la presencia de público; la vacunación de la mayoría de los participantes en el evento y su cuarentena posterior si dan positivo, al margen de la vacuna; la amenaza del cambio climático; rumores permanentes de cancelación; y una opinión popular cada vez más en contra del evento por sus riesgos sanitarios en un país que, por lo demás, había lidiado bien con el virus.
Mal rollo. Todo lo que podía salir mal durante el último año y medio (bueno: no todo) ha salido mal. Tokio 2020 parece arrastrar una maldición que llega hasta el mismo día de su inauguración. La oposición al evento entre los japoneses supera el 78%; el documental oficial encargado por la organización reflejará las visiones negativas y reacias a su celebración; y algunos de las principales empresas japonesas, como Toyota o Panasonic, ya han retirado sus anuncios dedicados a Tokio 2020.
Lo peor de todo es que tantísimas penurias y esfuerzos por sacarlos adelante ni siquiera va a gozar del beneplácito popular.
Imagen: Ryohei Moriya/AP
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