A mediados del siglo XIX, el Reino de Dinamarca observaba su pasado con melancolía. La historia de sus dos siglos precedentes estaba marcada por el empequeñecimiento. Si antaño llegó a ocupar las dos orillas del Báltico, gracias a su dominio sobre una significativa porción de Escania, hoy el ímpetu de Suecia lo había convertido en un mero recuerdo. Y si una vez se irguió como la metrópoli de los agrestes fiordos noruegos, aquellas tierras y gentes habían roto el vínculo muchos años atrás.
Dinamarca, pequeña nación, lo era cada vez más.
De ahí que sus clases dirigentes tuvieran una particular obsesión con Schleswig y Holstein, dos pequeños ducados bajo la soberanía de su monarca, Federico VII, pero ajenos a la unidad del reino. Por aquel entonces, tanto Dinamarca como Europa iniciaban un largo idilio con el ideal romántico y nacional. La idea de soberanías fragmentadas, tan afín a los tiempos medievales y tan persistente durante los primeros compases de la modernidad, parecía antigua e insuficiente para responder al anhelo de los estados modernos, funcionales y unificados.
¿Cómo podía una Dinamarca constitucional y nacional, promulgada como tal durante las revoluciones de 1848, convivir con un anacronismo tan evidente como el vasallaje o las soberanías monárquicas? Se trataba de un imposible. Para la joven nación danesa no existía la Dinamarca del reino y las tierras del rey danés. Existía Dinamarca. De modo que Schleswig y Holstein debían quedar bajo el amparo de su unidad y soberanía nacional, y no bajo el control directo de un monarca absoluto, a la sazón el suyo propio. Así lo fijaba el nuevo texto constitucional.
Las revoluciones de 1848 marcaron un punto de no retorno para todos los estados europeos. El modelo fijado por el Congreso de Viena no respondía a las demandas de la creciente burguesía, a las necesidades de un estado cada vez más burocratizado o a las exigencias de una economía donde la propiedad, y no las tradicionales relaciones estamentales, marcaba el camino. Había que cambiar. El proceso fue lento, traumático y en muchos sentidos fallido. Y en aquel camino convivieron a un tiempo modelos sociales y políticos antagónicos. En ocasiones frontera a frontera.
Por aquel entonces, los dispersos territorios de habla germana atravesaban su propio proceso de evolución y transformación. Las revoluciones de mitad de siglo coincidieron con una toma de conciencia nacional azuzada por los poetas románticos, los incipientes periódicos e intelectuales de toda condición. En 1848, el recién constituido Parlamento de Frankfurt ofreció la corona de "todos los alemanes" al rey de Prusia, Federico Guillermo IV. Su rechazo postergaría la unificación de Alemania dos décadas. No se podían pisar los derechos de los príncipes alemanes, explicaría.
Pero una cosa era un desinterés manifiesto en el giro constitucionalista que Alemania estaba adoptando, unificación incluida, y otra que el pueblo alemán no ocupara los desvelos de Federico Guillermo IV. Así que cuando obtuvo noticias de los acontecimientos desarrollados tanto en Schleswig como en Holstein, los ducados al abrigo del rey danés pero de mayoría demográfica germana, no tuvo más remedio que intervenir.
Schleswig y Holstein, como hemos visto, eran a un tiempo parte de los territorios del rey danés pero no parte formal del reino de Dinamarca. La constitución liberal de 1848 aspiraba a solucionar este pequeño problema por la vía de los hechos consumados. Schleswig, donde la mayoría de la población hablaba danés pero donde residía desde hacía siglos una notoria minoría germana, pasaría a incorporarse formalmente al estado danés. Mientras que Holstein, alemana, podría hacer lo que deseara. Si tenía a bien independizarse dentro de la Confederación Germánica (un organismo supraestatal sin poder ejecutivo real), estaba en su derecho.
Sucede que los alemanes de Schleswig y Holstein unieron sus destinos. Una delegación de representantes locales acudió a Copenhague y solicitó a las autoridades danesas el derecho de independencia. Conjunto. Para Schleswig-Holstein. El rey les explicó muy amablemente que Holstein podía marcharse si así lo determinaba, pero que Schleswig era una parte innegociable de la integridad territorial danesa. Por lo que no podía aceptar.
Lo que pasó a continuación, en 1848, no puede sorprender a nadie: una revuelta popular. Es aquí donde regresamos a Federico Guillermo IV, el hombre que había rechazado la corona de Alemania. Consciente de la oportunidad que se había abierto al norte de sus fronteras (Prusia por aquel entonces era el estado más poderoso de la Confederación Germánica, pero sus posesiones eran tan erráticas como sólo la Alemania medieval podría imaginar), envió al ejército en apoyo de los sublevados. Dinamarca aceptó el envite, en lo que se conocería más tarde como la Primera Guerra de Schleswig-Holstein (1848-1852).
Un cerdo para unirlos a todos
El conflicto se cerró en favor de Dinamarca, gracias al interés y a la intervención de las potencias europeas, recelosas de Prusia. Schleswig y Holstein seguirían bajo el control de Dinamarca (en unión personal de su monarca, Federico VII, dueño de sendos territorios) aunque desde un punto de vista técnico no formarían parte del mismo estado. El acuerdo se remitía de las tradiciones dinásticas de la vieja Europa. Que un monarca poseyera dos ducados no los convertía automáticamente en la misma entidad. Es más, incluso podía legarlos a herederos distintos.
Que fue exactamente lo que terminaría sucediendo doce años después, en 1864.
Resulta que Dinamarca y Schleswig-Holstein compartían monarca, pero no líneas de sucesión. Resumido de forma muy breve, la muerte sin descendencia de Federico VII provocó que el heredero al Reino de Dinamarca, Cristian IX (su primo y su tío, todo la vez), no lo fuera también de los ducados. Era algo que agradaba a Prusia, pero que irritaba profundamente a Cristian IX. Dinamarca alteró las leyes sucesorias de Schleswig-Holstein y las puso bajo la soberanía de su nuevo rey. Y ahí podría haberse terminado esta historia.
Sucede que en el camino, Cristian IX y el parlamento danés decidieron modificar el acuerdo alcanzado en 1852. Decidieron, una vez más, incorporar Schleswig al estado de Dinamarca, anulando su independencia. Prusia y Austria no necesitaron más pretexto para declarar una nueva guerra, la segunda por sus ducados del norte. En esta ocasión y sin mayor apoyo por parte del resto de potencias, Dinamarca fue derrotada con estrépito. El pequeño reino, pequeño de nuevo, no tuvo ninguna posibilidad, en una humillación nacional retratada a la perfección en la serie 1864.
Dinamarca perdió Holstein y Schleswig prácticamente para siempre. Y con ellos, a una amplia cantidad de daneses que pasaron a vivir al otro lado de la frontera, convertidos en una nueva minoría de Prusia.
En un breve periodo de tiempo, Prusia dejaría de existir y se transformaría en el Segundo Imperio Alemán. Corría el año 1870 y las nuevas autoridades alemanas estaban altamente interesadas en la forja de una identidad nacional común, por más que de su existencia hubiera quedado constancia décadas atrás. Alemania, por aquel entonces, era aún un cúmulo de pequeños estados, ducados, margraviatos, reinecillos y condados dispares en lo cultural y en lo económico. Si el Imperio quería proyectarse sobre Europa, debía reforzar su identidad nacional. Alemana.
Esta idea dejaba en una posición precaria a los cientos de miles de daneses incorporados al imperio tras la Segunda Guerra de Schleswig-Holstein. Su existencia representaba en muchos sentidos una amenaza, en tanto que avivaba la esperanza de una hipotética reincorporación futura al Reino de Dinamarca. Alemania, como harían tantas otras naciones durante aquellos años, se dispuso a suprimir cualquier tipo de manifestación nacional paralela. No tendría cabida en la esfera pública.
Las décadas finales del siglo XIX marcaron un punto de no retorno identitario para los habitantes daneses de Schleswig-Holstein. Su rey no hablaría su lengua. Su parlamento no les dejaría demasiados espacios de representación. Sus colegios educarían en vectores culturales ajenos a su historia y tradiciones. Y sus leyes les impedirían izar su bandera nacional, Dannebrog, la enseña que desde el siglo XII representaba al Reino de Dinamarca. Y por extensión a todos los daneses.
Este hecho pareció desagradar en exceso a la mayoría de granjeros y agricultores (daneses) de Schleswig-Holstein. ¿Cómo expresar su filiación con Dinamarca si no era mediante la bandera? A riesgo de perder toda visibilidad, y por tanto todo nexo de identidad común con sus vecinos, optaron por una solución imaginativa: cruzar dos razas de cerdos distintas y transformar al animal, orgullo de Jutlandia, en una expresión del nacionalismo danés. Nacía así el "cerdo de protesta danés".
Se trataba de una tarea de relativa sencillez, habida la maestría histórica del ser humano en la creación de razas de todo pelaje. La bandera danesa consiste en un fondo rojo y una cruz blanca superpuesta. Los granjeros sólo necesitaron encontrar una variedad de puerco de pelaje rojizo, cruzarla con otra más clara y jugar al prueba y error hasta que una franja vertical cruzara la parte frontal del animal. Lo consiguieron. El danske protestsvin llenó las granjas de Schleswig-Holstein en un breve periodo de tiempo. Faltaba la franja horizontal, pero era lo de menos.
Dinamarca podía izar su bandera orgullosamente en Schleswig-Holstein. Con cerdos. Pero orgullosamente.
La variedad se consideraría característica de Frisia del Norte (un pedazo de Jutlandia arrimado al Mar del Norte y donde los granjeros reprodujeron a sus cerdos de protesta con mayor intensidad), alcanzaba una estatura de 92 centímetros y llegaba a pesar unos 350 kilogramos. Posteriormente sería catalogada como una raza propia (Rotbuntes Husumer), surgida con toda probabilidad de las razas autóctonas de Jutlandia y Holstein, además de variedades británicas. Su reconocimiento oficial llegaría en 1954, muchos años después de los hechos que dinamitaron su existencia, aunque se le consideraría virtualmente extinto en los ochenta.
Hoy sobreviven menos de un centenar, muchos de ellos en zoos, reliquias de un pasado menos glorioso (pero más imaginativo). El paso de los años y el peso de la historia convirtieron a aquellos cerdos en un instrumento inútil. Tras la Primera Guerra Mundial, la derrotada Alemania sufriría importantes mutilaciones en sus territorios. En ocasiones por referéndum popular. Los aliados convocarían un puñado de ellos para dirimir las fronteras en espacios donde la mezcolanza étnica era especialmente compleja. Por sus características y por lo imposible de delimitar zonas de dominio étnico específicas, Schleswig pudo decidir su destino.
El plebiscito se celebró en 1920. Una gran parte del antiguo ducado decidiría regresar a Dinamarca, mientras que los distritos más al sur, en torno a la ciudad portuaria de Flensburg, optaron por continuar bajo soberanía alemana. La controvertida frontera entre Dinamarca y Alemania quedaría fijada así hasta nuestros días. Holstein, de nítida mayoría germana, no entraría jamás en disputa. Las líneas fijadas por la Segunda Guerra de Schleswig-Holstein se modificarían ligeramente, cristalizando así el viejo sueño del nacionalismo danés. Una Dinamarca unida.
Los granjeros de Frisia del Norte y Schleswig podrían izar de nuevo su bandera. Y esta vez sobre mástiles, no sobre cerdos.
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