Enfrentada hoy a su segundo rival en el Mundial de Rusia, hubo un tiempo en el que la selección española de fútbol no tenía asegurada su presencia en las citas mundialistas. En la actualidad se da por descontado: la elevada competitividad del combinado y la relativa sencillez de la fase de clasificación, plagada de rivales de escasa entidad, favorece la participación de todas las grandes selecciones en cada Mundial. Décadas atrás, viajar a cada torneo representaba un reto.
Lo sabía bien España, que se ausentó de Uruguay 1930 abrumada por la pesadilla logística del traslado, política común a la mayor parte de selecciones europeas, y que se retiró de Francia 1938 en plena descomposición del país durante la Guerra Civil. A la altura de 1954, España sólo había participado en dos Mundiales: el de Italia en 1934 (quinta y retirada a la fuerza por el violento desempeño de la Italia fascista) y el de Brasil 1950 (cuarta, machada de Zarra mediante).
De cara a 1954 las circunstancias resultaban más favorables. El fútbol español atravesaba un periodo de regeneración tras las múltiples miserias acaecidas durante la posguerra, y al buen estado de los dos principales clubes nacionales, el Barcelona previo a la institución de la Copa de Europa y el Real Madrid en génesis hacia la leyenda, había que sumar el esperanzador resultado cosechado en Maracaná cuatro años antes. Se anteponían en el camino, sin embardo, dos selecciones: Turquía y la Unión Soviética.
Una clasificación tortuosa
Aquella era una Mundial importante. Escasos nueve años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la máxima cita futbolística del planeta regresaba a suelo europeo. Lo organizaría Suiza, ajena a las visicitudes del conflicto, y por allí se pasearían algunas de las generaciones doradas del fútbol clásico (la Hungría de Puskas y compañía, la Inglaterra de Wright, la Uruguay vigente campeona de Varela o la Brasil transicional de Didí), reconstruido tras la guerra.
Para España las expectativas eran de relativa altitud. El grupo clasificatorio se antojaba asumible, en especial tras la retirada imprevista de la Unión Soviética: la muerte de Joseph Stalin había enrarecido el clima político del gigante comunista, y las autoridades soviéticas optaron por ausentarse de los partidos. El pase a Suiza se resumiría, pues, en dos partidos trascendentales ante Turquía, país de relativa novedad en las lides futbolísticas y sin mayores estrellas que presentar.
Por España, sin embargo, aparecían nombres aún hoy reconocibles: Agustín Gaínza, uno de los delanteros más memorables del gran Athletic de Bilbao, Campanal II, quizá el defensa más destacado de su tiempo, o Miguel González Pérez, clásico de las convocatorias de los años cincuenta hasta la fase de clasificación del siguiente Mundial. Lejos del rutilante estrellago húngaro, pero también del relativo anonimato turco. España debía pasar.
Más aún cuando el primer partido, disputado en el ya extinto campo de Chamartín, se saldó con un resultado apabullante: 4 goles a 1. Los goles sólo resaltaron la superioridad numérica del combinado español, en tanto que por aquel entonces la FIFA no juzgaba necesaria la diferencia de goles para resolver una eliminatoria. Así, cuando Turquía se impuso por un gol a cero en el partido de vuelta, jugado en Estambul, predominaron las tablas. Había que resolver el desempate, pero no existían instrumentos que lo pudieran hacer con justicia.
Se optó por el partido de desempate, la solución intermedia tradicional al problema. Se jugó en terreno neutral, en Roma, y el resultado volvió a ser decepcionante: otro empate. Ambos equuipos marcharon a la prórroga y el resultado volvió a ser el mismo. Más de doscientos minutos de juego después, España y Turquía parecían destinadas a empatarse mutuamente, por lo que la FIFA tenía que resolver la disputa acudiendo a elementos extradeportivos.
Pese a su largo medio siglo de historia, las autoridades futbolísticas aún no habían encontrado herramientas útiles para solventar un empate. Existían los alargues, pero no podían alargarse hasta el eterno, y las tandas de penaltis no se instaurarían hasta unos pocos años después. ¿Qué hacer? La sapiencia tradicional dictaba que tocaba resumirlo todo al azar: o bien lanzando una moneda al aire o bien eligiendo a una mano inocente para resolver el dilema. Para la FIFA no existían muchas alternativas: un cuarto partido era otro engorro inasumible para todos.
El inicio de diez años secos
De modo que al finalizar el partido en Roma, la solución se apareció en forma de dos sobres sellados. En cada uno de ellos aparecía o bien el nombre de España o bien el de Turquía, y una mano inocente se encargaría de escoger cuál de los dos terminaría viajando a Suiza durante el verano. La responsabilidad recaería en un niño bautizado Franco Gemma, un chaval que acudió al Olímpico de Roma a disfrutar del partido y que fue elegido por la federación italiana por casualidad.
A Gemma le caería una venda sobre los ojos para, instantes después, elegir el sobre de Turquía. España se marchaba a casa.
La prensa nacional lo apodó "el bambino", y su nombre quedó asociado a la tragedia durante los años posteriores. Se especuló sobre posibles amaños pactados entre los organismos internacionales, la federación italiana y Turquía, dada la antipatía que el régimen franquista despertaba en la esfera internacional; y se llegó a conspirar sobre fantasmales estratagemas rivales para forzar la ausencia de Kubala del partido clave. Tanto él como Zarra, las dos estrellas españolas de la época, no pudieron disputar el desempate por lesión. Resultó dramático.
La decepción se tradujo en los términos esperables por la prensa afín al régimen franquista (toda), rememorando el ánimo de venganza turco por los hechos de Lepanto o el estatus de Kubala como refugiado político en España. Como se explica en El fútbol durante la Guerra Civil y el franquismo, de Carlos Fernández Santander, la selección fue abucheada a su regreso al aeropuerto de Barajas, y diversos cargos federativos presentaron su dimisión a consecuencia del desastre.
Tal fue el estado de paranoia en el que se sumergió la prensa institucional y deportiva de momento que comenzaron a circular leyendas sobre Gemma. Hay relativa consistencia en torno a un hecho: la federación turca le estaba tan agradecida por su inverosímil clasificación que le entregó una medalla honorífica. Pero también se teoriza con su supuesta presencia en la concentración turca durante el Mundial de Suiza. Al parecer, el cuerpo técnico turco lo consideraba un amuleto del que no se podían desprender (el camino de Turquía en Suiza fue corto y en ocasiones doloroso).
Peor aún, la mano inocente de Gemma representó el inicio de una espiral decadente dentro del fútbol español. La selección quedaría fuera tanto de Suiza como del Mundial celebrado cuatro años más tarde, en Suecia, y se apearía de la final de la primera Eurocopa por desaveniencias políticas: el propio Francisco Franco ordenó a la federación retirarse de las semifinales ante la Unión Soviética ante la certeza de un viaje a Moscú. El anticomunismo se llevaba a todos los frentes.
No sería hasta 1962 cuando España recuperaría la senda mundialista, con poca suerte: pese a su nacionalización, la selección no pudo contar con la presencia de Di Stéfano (por trágica lesión), y los Puskas, Gento, Luis Suárez y compañía no encontraron suerte. Sólo diez años después, y de la mano de la generación de oro de los sesenta, España se resarciría de tanta desgracia. Sería precisamente ante la Unión Soviética, en el Bernabéu y levantando el trofeo de Campeones de Europa.
Diez años de condena por una mano inocente.