Aquella ocasión en la que extinguimos a una especie de paloma... Por comérnosla

Nada hay tan urbano como una paloma. Ni siquiera el asfalto. Tan ubicuas aves se han convertido en un elemento consustancial a todas las ciudades del mundo. Anidan en las alturas de los edificios, se alimentan con los restos que desperdigamos por el suelo y transitan por las calles en permanente simbiosis con el entorno, siempre grises, permanentemente adaptadas al trajín diario de las grandes urbes. Si hubiera que elegir un animal para representar a la ciudad moderna, sería la paloma.

Todo ello pese a la antipatía permanente de sus convecinos. Una búsqueda rápida en Google revela una honda animadversión hacia su mera existencia. "La plaga de las ratas voladoras", titulaba en 2006 un columnista en un blog de El Mundo. "El más grave problema es que no son reconocidas como tal, y por ello la gente suele alimentarlas en plazas y calles cuando por el contrario nunca se le ocurriría darle de comer a ratas o ratones", opinaba. "Qué tan cierto es que las palomas son ratas con alas que transmiten enfermedades", se preguntaba la BBC hace un año.

Sucias, poco agraciadas desde un punto de vista estético, carroñeras, dependientes, ruidosas. Cualquiera de los adjetivos anteriores ha sido blandido contra la paloma como un animal indeseable. En el camino, algunas asociaciones han salido en su defensa: "Es erróneo considerar a las palomas como las ratas del aire. Ni siquiera las que campan con su mal aspecto por nuestras ciudades. Los roedores son sanitariamente mucho más peligrosos, más agresivos y más desagradables", argumentaba un columnista de El Diario hace unos años.

En algunas ciudades, como Madrid, la defensa de la paloma bordea el paroxismo. Una asociación, Mis amigas las palomas (MALP), se dedica a protegerlas, cuidarlas y alimentarlas, amén de difundir una visión más positiva de su carácter animal. Se trata de una minoría. Aunque sólo sea desde el punto de vista medioambiental, la paloma tiende a traer más problemas que beneficios. Son varias las especies aviares amenazadas por su insoslayable dominio de los entornos urbanos, el gorrión entre ellos. Se mire por donde se mire, la paloma tiene pocos amigos.

Dadas las circunstancias, parece increíble que hubiera un tiempo en el que las devoramos a espuertas, hasta el punto de extinguir a una de sus especies. Sucedió en América del Norte entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El ser humano arrasó con una raza de paloma por su voraz apetito, hasta el punto de extinguirla para siempre. Se trata de la "paloma pasajera", "paloma de Carolina" o "paloma migratoria" (Ectopistes migratorius), y su triste destino estuvo asociado a las acuciantes necesidades demográficas y alimenticias de un país, Estados Unidos, en eterna expansión.

Antes de su alucinante declive y definitiva desaparición, la paloma pasajera era una de las muchas otras especies de palomas que poblaban las latitudes templadas a ambos lados del Atlánticos. Precedentes había sobre su consumo. En ocasiones hasta el punto del manjar. Como relata aquí ABC, la paloma torcaz (Columba palumbus), la hermana salvaje de la paloma urbana (Columba livia), muy presente y reconocible hoy en los entornos semiurbanos de las grandes ciudades, era un plato habitual de los patricios romanos, los nobles altomedievales y los monarcas de la modernidad temprana, como Carlos V, a quien le encantaba desayunarlas.

Pieza de caza por antonomasia, la torcaz sigue siendo hoy objeto del interés de algunos cocineros y gastrónomos, si acaso por su larga ascendencia histórica. "La paloma salvaje, de carne más sabrosa que la de cría, digestiva y más tierna cuanto más joven sea el ejemplar, es un plato de caza imprescindible en restaurantes como El Portal (Alicante), Atrio (Cáceres); y en Madrid", se explicaba en el reportaje. El pichón sigue siendo consumido en regiones tan dispares como Murcia o País Vasco, y en general la paloma (torcaz) no es en absoluto ajena a la gastronomía europea.

Hambre en América, palomas al plato

Pese al tabú que nos hemos impuesto sobre sus variedades más urbanas, miles de europeos que cruzaron el Atlántico hace 150 o 100 años en busca de una vida próspera y más acomodada tenían menos reparos sobre su carne. O sobre cualquier otra. Por aquel entonces el consumo diario de cerdo, pollo o vaca era poco menos de una quimera, pese a que las condiciones del europeo medio habían mejorado respecto a los siglos precedentes. En cualquier caso, el principal motivo de la emigración americana era el hambre, ya se diera en Irlanda, en Suecia o incluso en Alemania. Y cuando hay hambre, incluso una paloma parece una exquisitez.

Más aún en un contexto de aparente abundancia.

A mediados del siglo XIX, la paloma pasajera era una de las aves más comunes de América del Norte, y quizá una de las más numerosas del planeta. Lo tremebundo de sus cifras y lo frecuente de sus migraciones hicieron de sus viajes un espectáculo rememorado memorable: "Parecía que un ejército de caballos ataviados con cascabeles avanzaban desde lo más profundo del bosque hacia mí (...) En vez del galopar de los caballos, se trataba de un trueno distante (...) Un frente infinito de millones de palomas, el primero que había visto aquel año", rememoraba un miembro de la tribu potawatomi en 1895, cincuenta años después.

Según las estimaciones de la época, la paloma migratoria representaba un tercio del total de aves presentes en América del Norte, con más de 3.000 millones de ejemplares, cifras absolutamente excepcionales más de siglo y medio después. En el plazo de apenas cien años, todos ellos desaparecieron. A principios del siglo XX sólo un puñado resistían. La última de ellas, llamada Martha y conservada en el zoo de Cincinnati, murió en septiembre de 1914 tras casi tres décadas de resistencia. Fue la última de las palomas pasajeras, testigo de un cataclismo medioambiental.

Una escena de caza de la época.

La explicación más directa es el ser humano. Estados Unidos atravesó a mediados del siglo XIX un despegue económico y demográfico sin precedentes en su corta historia. Las amables leyes migratorias permitieron que millones de europeos, interesados en mejores condiciones de vida y en un entorno político más abierto y liberal, se trasladaran poco a poco a los confines del país, cada vez más alejados de las costas. Un crecimiento tan agudo, antes de la revolución verde y de las técnicas de producción agrícola y ganadera modernas, planteaba un reto alimenticio.

La paloma pasajera, tan abundante, se convirtió así en una fuente de fácil acceso y muy bajo precio. Las escenas de caza se hicieron cada vez más comunes, y una acuciante industria cárnica en torno a su eterna abundancia creció durante las últimas décadas del siglo XIX. La falta de interés en su preservación y la creencia en su inviable agotamiento condujeron al animal a su virtual desaparición. Es algo largamente discutido entre la comunidad científica, que lleva décadas planteando diversas teorías sobre su extinción, sobre su increíble reducción de 3.000 millones a 0.

El relato admite matices. Uno de los más comunes, por ejemplo, plantea que no fue tanto el voraz apetito de los nuevos habitantes de Estados Unidos el que arrasó con la población de palomas, sino la desaparición de su hábitat natural, los bosques templados de América del Norte. En este caso la acción humana también habría sido determinante, pero de otro modo: al talar árboles para dar paso a plantaciones y cultivos extensivos, los humanos privaron a las palomas de sus frutos (como las bellotas o hayucos). Incapaces de alimentarse, perecieron.

Algunos estudios han cuestionado esta teoría. Al fin y al cabo la paloma es un animal enormemente adaptable, como su simbiosis con los entornos urbanos demuestra, y muchos ejemplares comenzaron a alimentarse de los restos en los campos de cultivos (como tantos otros, cuervos o jabalíes mediante, por citar apenas dos ejemplos). Las palomas pasajeras también podían comer otros alimentos, y se sabe que muchas de ellas lo hicieron a través de maíz o restos de trigo.

Martha, la última de las palomas pasajeras.

Ambas teorías colocan al ser humano en el centro de sus desgracias, y quizá la respuesta sea una mezcla de ambas: por un lado se disparó su demanda cárnica fruto del boom demográfico de Estados Unidos, y por otro ese mismo boom demográfico llenó el medio oeste americano de campos de cultivo, aniquilando los bosques de los que se alimentaban. La suma de ambos factores provocaron un colapso fatal en el número de ejemplares, conduciendo a la especie a su extinción a las puertas del siglo XX. En cualquier caso, nuestro apetito las mató igualmente.

¿O sencillamente estaban condenadas de antemano? En 2014, un grupo de investigadores, impulsados por lo popular de la historia y su teórica moraleja sobre los cataclismos climáticos y medioambientales que se avecinan, decidió ahondar en las causas de su extinción. Lo que descubrieron fue muy interesante: la paloma pasajera era una especie sujeta a eclosiones y disminuciones drásticas y constantes de su número. De tanto en cuanto, su volumen explotaba de forma exponencial.

Casos similares los hay en otras especies vegetales y animales. Las langostas son el mejor ejemplo. Estallidos de su población que preceden a rápidos decrecimientos. Al parecer, era algo a lo que la paloma pasajera estaba acostumbrada. A través de un análisis de su ADN, uno muy bien conocido pese a la naturaleza extinta del ave, el estudio concluyó que el número habitual de la especie a lo largo de los siglos oscilaba en torno a los 300.000 ejemplares. Muy lejos de los miles de millones del siglo XIX.

La especie había sufrido un destino similar (boom y posterior reducción) hace más de 21.000 años, cuando los glaciares congelaron los bosques de los que se alimentaban. En el siglo XIX el vector de crecimiento/decrecimiento fue otro. De nuevo el ser humano. La llegada de migrantes y el desplazamiento de los nativos-americanos de sus lugares de origen, donde competían con la población de palomas mensajeras por bellotas, avellanas y otros frutos del bosque claves en su alimentación, había mantenido a la especie a raya. Su marcha, consecuencia de la colonización interna de Estados Unidos, dio vía libre a la paloma pasajera.

Por muy poco tiempo. El estudio preveía un colapso de sus números decidieran o no decidieran cazarlos los nuevos habitantes de aquellas regiones, al ser demasiado abundantes y demasiado destructivas para con su propio hábitat (algo común y que animales como el koala también han experimentado). Las escopetas de los colonos europeos contribuyeron a reducir su número, y la industria cárnica creada a su alrededor llevaron a la especie a un callejón sin salida.

La fascinante (y trágica) historia de la paloma pasajera es interesante aún hoy por varios motivos. El principal, por los paralelismos y las advertencias que ofrece sobre nuestra relación con el medio ambiente, el entorno que nos rodea y nuestra capacidad de moldearlo por voluntad o por accidente. Y el secundario, por lo rápido que cambian nuestras concepciones y tabúes culturales. Hoy seres despreciables en el imaginario popular, la paloma fue un día un plato tan común como para acabar con sus ejemplares. De uno que rehusamos tocar a uno que nos comíamos gustosamente. Y sólo cien años median en el camino.

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