¿Qué será de la mascarilla una vez que la epidemia haya terminado? Si 2020 versó sobre la necesidad de utilizarla en prácticamente todas las circunstancias sociales, 2021 está tratando, por el momento, de su desescalada. Ya hablamos en su momento de los científicos y expertos partidarios de mantenerla en algunas circunstancias una vez la pandemia sea un mal recuerdo. Hoy es turno de la conversación opuesta: es hora de retirar su obligatoriedad al aire libre.
Algo de contexto. Hace apenas un mes el Congreso de los Diputados aprobaba la ley 2/2021 "de medidas urgentes de prevención" frente al coronavirus. En ella se incluía la obligatoriedad del uso de la mascarilla en todas las circunstancias al aire libre. En todas. Hasta entonces y pese a cierta confusión su uso en la calle sólo era mandatorio si no se podía mantener la distancia de seguridad. En España a día de hoy es obligatorio llevar mascarilla cuando vas caminando solo por el campo.
La decisión culminaba una larga escalada de medidas iniciada el pasado verano, cuando la estabilización del suministro permitió a gobiernos de toda condición utilizar la mascarilla como una herramienta tanto epidemiológica (previene contagios) como psicológica (su uso obligatorio señalizaba un compromiso firme en la batalla contra el virus y operaba como recordatorio para que la sociedad no bajara la guardia). España fue uno de los países más duros a este respecto, pero otros fueron detrás.
La ciencia. ¿Qué sabemos sobre el coronavirus y las mascarillas? La ciencia al respecto es bastante unánime: su uso en espacios interiores y poco ventilados contribuye a limitar los contagios, ya sea limitando las gotículas que emitimos cuando hablamos o generando una suerte de microclima húmedo donde el virus perece. No es una solución mágica. La mascarilla no ha terminado con la epidemia. Pero sí es una intervención sanitaria con un altísimo beneficio potencial y muy pocas externalidades negativas. Traducido: no cuesta nada y puede salvar muchas vidas.
El pero. La conversación no versa sobre este asunto, es importante recalcarlo. Versa sobre su cuestionable efectividad al aire libre. Son ya numerosos los estudios que han evidenciado la baja transmisibilidad del virus en espacios abiertos, naturalmente ventilados. En este, por ejemplo, los investigadores concluyen que el riesgo de transmisión en interiores es 19 veces más alto que al exterior. Es muy improbable, por no decir imposible (el 0,1% de todos los contagios conocidos en Irlanda), caminar por la calle y contagiarnos al cruzarnos con un viandante enfermo.
La actividad más segura es hacer vida al aire libre. Por eso mismo la principal recomendación hoy en interiores es ventilar, es decir, reproducir las condiciones naturales del exterior. Es algo que, por cierto, sabemos desde prácticamente el inicio. Sólo una conversación muy próxima, muy prolongada y muy intensa, a gritos, entraña cierto riesgo.
El cambio. Hasta ahora estos argumentos no han importado. En un contexto de elevados contagios, imponer la mascarilla al aire libre enviaba un mensaje de urgencia a toda la población. Esto no ha acabado. Vigila tu comportamiento. Respeta a los demás. Funcionaba como una nueva etiqueta social. El avance en la campaña de vacunación ha cambiado el discurso: países como Reino Unido o Israel han comprobado cómo la mortalidad e incluso los casos se han desplomado a partir de determinados umbrales de inmunización. España camina en esa dirección.
Una dirección donde la mascarilla obligatoria en exteriores comienza a ser contraproducente. Durante los últimos cinco días la práctica totalidad de grandes medios de comunicación anglosajones cuentan con artículos que parten de la misma premisa: ¿tiene sentido seguir imponiéndola al aire libre? Los CDC ya han sugerido una relajación en la norma: en reuniones con vacunados, la mascarilla, especialmente en exteriores, es menos relevante. Puedes relajarte. Marc Lipsitch, uno de los epidemiólogos más visibles del último año, escribía esto hace una semana:
I must agree. I am generally a hawk about maintaining rules with a clear benefit. Outdoor masking has notable costs and really no evidence of benefits https://t.co/tYTDm9slVX
— Marc Lipsitch (@mlipsitch) April 19, 2021
Los costes. Si los beneficios son bajos, ¿cuáles son los costes? Uno sería la frivolidad de la norma. Hace un año, The Atlantic publicaba un fascinante reportaje sobre las motivaciones de los hombres que se oponían a llevarla. Operaban factores de índole emocional (desde apelaciones a la "libertad" hasta la percepción de mostrarse "vulnerable" al llevarla) pero también de pura psicología colectiva: al hacerla obligatoria en todas las situaciones, la mascarilla entraba en el terreno de lo frívolo. Lo que reducía la urgencia de su uso. Cuando la autora del artículo explicaba a los escépticos que era mucho más importante llevarla en interiores que en exteriores, estos se mostraban más proclives a llevarla en espacios cerrados.
Órdenes poco claras. Cuando una norma nos resulta arbitraria tendemos a seguirla con menos entusiasmo. Con la mascarilla al aire libre sucedería lo mismo, o al menos eso argumentan expertos virólogos como Muge Cevik, consultada aquí por The Washington Post: "Dado el bajo riesgo de transmisión al aire libre, creo que su obligatoriedad, desde un punto de vista de la salud pública, parece arbitraria (...) Creo que afecta a la confianza de la población y a su voluntad para participar en restricciones más importantes. Queremos a la gente más vigilante en espacios cerrados".
Obligar a la gente a llevar la mascarilla en exteriores no va a conseguir que la lleven en interiores. De un tiempo a esta parte lo más habitual es llevarla por la calle y quitárnosla, por ejemplo, cuando nos sentamos en un restaurante. Es la parábola de Pedro y el lobo: una imposición general difumina la urgencia (real) allá donde el riesgo es alto. En palabras de otra especialista recogida aquí por The Atlantic: "No recomendamos el uso del condón cuando la gente se está masturbando para que así se pongan el condón cuando tienen relaciones sexuales".
Medioambiental, económico. A la pérdida de confianza en las autoridades o en las restricciones podemos sumar otros argumentos. Uno sería el medioambiental. Las mascarillas son en última instancia plástico. Un plástico que estamos utilizando de orden de 450 millones de veces al día (3.000.000 de mascarillas al minuto). Sólo un porcentaje marginal de los cubrebocas terminan en la cadena de reciclaje. Otro sería el económico: Hacienda estima un gasto de €9.000 millones anuales para las familias españolas (unos 100€ mensuales de media para las numerosas). Un coste influenciado por la obligatoriedad al aire libre.
El futuro. Puede parecer sorprendente que un año después un amplio número de científicos se muestren contrarios a la mascarilla en exteriores. Pero no lo es. Los tiempos y las necesidades comunicativas (y sanitarias) de la epidemia están cambiando conforme la vacunación avanza. El futuro dirá cuánto tiempo tardamos en quitárnosla. Un mensaje que se acopla de forma menos conflictiva de lo que parece a otro cada vez más ruidoso: sería conveniente llevar mascarillas en el futuro aunque la epidemia remita, en especial en puntos muy aglomerados.
Son dos caras de una misma moneda: mascarilla allá donde importa. Pero sólo donde importa.
Imagen: GTRES