Así es el Museo Savitsky, la joya escondida de Asia Central

Asia Central es un lugar remoto, difícil de visitar. Interminables estepas, infinitos desiertos e inaccesibles montañas. Con sistemas políticos heredados de la Unión Soviética, el extranjero recibe sistemáticamente trato de sospechoso, espía o traficante de heroína. Las nociones de inglés de habitantes y funcionarios son mínimas. Los visados no son sencillos ni baratos. La estadía requiere temple de estoico y estómago de Carpanta; los hoteles suelen ser decrépitos muladares y la gastronomía, por llamarla de algún modo, monótona y pobre cuando no corrosiva.

Entro en Kazajstán desde la ciudad rusa de Astrakhan, fundada sobre el delta del Volga por Iván el Terrible. Caballos y camellos campan a su antojo. A pesar de la aridez de la tierra, el horizonte infinito embriaga. Viajando hacia oriente, el sol se pone a la espalda y delante se incendian de oro los páramos. Aparece Atyrau, urbe de altos edificios de cristal y acero. Es el reciente brillo del petróleo. Fulgor que no alcanza a la mayoría. Casetas de cartón se desparraman en callejones sin asfaltar alrededor de la nueva prosperidad que ejemplifica el hotel Reinassance, castillo de lujo, refugio para ejecutivos de multinacional.

El lugar donde los mapas no reflejan la realidad

El infierno comienza cincuenta kilómetros hacia el éste. Ante el delirio de piedras, grava y agujeros, examino incrédulo el mapa. Tiene que ser una broma surrealista. En el papel hay pintados la línea roja de una carretera y la mancha azul de un mar. En realidad, no existe ninguno. Tal vez en tiempos de Stalin, pero no hoy. Los camiones han abierto pistas en la arena. Muchos, con la amortiguación desecha, permanecen varados como ballenas moribundas. Los conductores se toman el naufragio con paciencia de siglos.

La mancha azul es un desierto inundado de arena. Una vez fue el mayor lago del mundo pero lo secaron los proyectos soviéticos de irrigación a gran escala de campos de algodón. El área que circunda el antiguo mar es hoy un deshidratado montón de nada. Barcos muertos en un muelle vacío, grúas portuarias inútiles y toneladas de arena.

La frontera Oeste entre Uzbekistán y Kazajstán es un inmenso desierto que nadie se molesta en proteger. Socavones, montañas y un polvo blanco y fino que busca morir en los pulmones. En Nukus, capital de la uzbeca región autónoma de Karapalkastan, está el hotel Tashkent. El peor del mundo. El agua es un inesperado regalo que brota de vez en cuando de los grifos rotos. Hay que estar atento al ruido de las cañerías. Nukus es un verdadero agujero polvoriento en medio de la desolación. Sin embargo, aquí se encuentra una de las más desconocidas joyas del arte vanguardista Europeo. El Museo Savitsky.

Las vanguardias soviéticas

Fundado en 1966, reúne más de 90.000 piezas de las vanguardias artísticas de los años 30, 40 y 50 que trataron de sobrevivir durante la época soviética. Es el arte prohibido por los comisarios políticos de la URSS. Para los europeos occidentales, las vanguardias pictóricas de comienzos del XX se hacían en Francia o Italia, en el despreciable mundo burgués de entreguerras. Pero en Rusia, en Ucrania, en Uzbekistán y en el resto de repúblicas socialistas soviéticas también había artistas que perseguían expresarse por los caminos del figurativismo, el puntillismo, el dadaísmo o el industrialismo.

Del mismo modo que aquellos vanguardistas del Oeste no toleraban seguir pintando bodegones y retratos para los hogares pequeñoburgueses, los del Éste no deseaban glorificar los musculosos héroes de la revolución socialista, tan solo pretendían iluminar la vida con colores. Pero mientras aquellos se arriesgaban a una mala crítica en un cenáculo parisino, estos podían enfrentarse a una prisión en Siberia.

Esto fue lo que le ocurrió al pintor V. Lysenko nacido en 1903. Declarado culpable de fomentar la contrarrevolución con pinturas tan superficiales como El Toro, pintado en 1929 y hoy emblema del museo. Se ignora la fecha de su muerte de su muerte, ocurrida en alguna sórdida isla del GULAG. Su arte no pretendía romper más cadenas que las de la fealdad. Pero para los comisarios políticos estalinistas todo pincel y toda pluma debían estar al servicio exclusivo de la causa socialista. Cualquier camino alternativo era el de la contrarrevolución, la prisión y la fosa colectiva.

Igor Savitsky fue un pintor y arqueólogo nacido en Kiev. En los cincuenta se trasladó a Nukus. En aquellos años muchos artistas del norte viajaron al Asia Central persiguiendo la inspiración que una realidad gris les negaba. Nombrado responsable del Museo Estatal en 1966, Savitsky tuvo la oportunidad de poder buscar objetos para su exhibición. Inicialmente se limitó a los descubrimientos arqueológicos y las piezas de etnografía local, pero poco a poco se fue interesando en el arte moderno. Comenzó así una arriesgada actividad. Igor Savitsky asumió la misión de coleccionar el arte maldito por la Unión Soviética.

Savitsky también corría el riesgo de ser denunciado como enemigo del pueblo. Pero su desértico y pobre refugio en el noroeste de Uzbekistán le protegía de los comisarios. Nukus es un invernadero demasiado caliente y aislado como para que nadie se preocupase de lo que allí pasaba. Tuvo más suerte que sus artistas, aconteció la implosión del castillo de naipes socialista en 1991, y al final de sus días fue condecorado y reconocido como un héroe por los gobernantes del nuevo Uzbekistán, quienes, como ocurre en el resto de repúblicas centroasiáticas, son los mismos del periodo soviético.

Paseando por sus climatizadas salas y contemplando la belleza de sus obras me vino a la memoria aquel chiste de Dalí sobre otro famoso pintor cubista. El gran cuerdo de Cadaqués dijo un día, probablemente ya harto de que le preguntaran por su relación con el malagueño: “Picasso es un gran pintor, yo también. Picasso es un genio, yo también. Picasso es comunista, yo tampoco”. Delante del azulado cuadro de El Toro, imaginé que a V. Lysenko probablemente también le hubiera gustado repetir el mismo chiste sin que ello que le costara la vida.

Miquel Silvestre es escritor, viajero y gran bebedor de cerveza. Ha recorrido en motocicleta más de 85 países tras las huellas de los exploradores españoles menos conocidos para tratar de rescatar el recuerdo de una épica de quijotes, santos y locos. Además de numerosas obras de ficción ha publicado dos libros de viajes: "Un millón de piedras" con 15.000 kilómetros africanos en su interior y "Europa Low Cost", o cómo recorrer el viejo continente en moto sin pedir vacaciones ni arruinarse. Puedes seguir sus tropezones por el mundo en Miquel Silvestre y en Twitter en @MiquelSilvestre..

Fotos | Miquel Silvestre, Chan OJ

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