Antes de que existiese el primer rascacielos, las torres del Puente de Brooklyn se convirtieron en parte del horizonte neoyorquino a mediados de la década de 1870. Sus 84 metros de altura servirían para un proyecto tan necesario como atrevido: superar el Río Este, que destrozaba la comunicación entre Manhattan y Long Island cada vez que se congelaba. Más de 1.800 metros de puente, algo que no se había hecho nunca.
Los líderes políticos de la época habían tomado la determinación, diez años antes, de acabar con esa situación. Y se dirigieron al único hombre capaz de tal empresa. Una que llevaba años imaginando. Ese hombre, John A. Roebling, ni siquiera vería la primera piedra. Fue la primera de las casi 30 personas que murieron durante sus 14 años de desarrollo.
Roebling, un inmigrante alemán, llevaba años erigiendo puentes por toda la geografía estadounidense, y acababa de ver terminado el ídem de Cincinatti que lleva su nombre (en 1866), su mayor obra hasta la fecha. Inmediatamente después el ingeniero diseñó los primeros pasos del nuevo puente: dos enormes torres para anclar cuatro cables de acero gigantes, de 40 centímetros de diámetro, que unirían ambas estructuras, separadas por 1.825 metros.
Pero mientras supervisaba dónde construir las torres, en 1869, un ferry le destrozó el pie en un muelle. Roebling se negó a recibir tratamiento médico convencional (optando por "terapia acuática") y murió afectado por la gangrena menos de un mes después. Su hijo de 32 años Washington Roebling se encargaría de sucederle. Los trabajos empezaron el 3 de enero de 1870, seis meses después de la muerte del patriarca.
Sin embargo, la maldición de la familia continuaría. El desconocimiento de la época llevó a que las condiciones en los pozos de cimentación de las enormes torres fueran lo más parecido al infierno en la tierra: oscuridad, enormes presiones, calor insoportable... Y el síndrome de descompresión, que no sólo afectó a muchos de los 600 trabajadores de la obra, sino al propio Washington Roebling. La embolia que sufrió tras una visita a uno de los pozos de cimentación, en 1872, le dejó incapacitado físicamente de por vida.
Roebling necesitaba una solución: la obra no sólo era monumental, sino que exigía una supervisión constante para asegurarse de que se cumplía con la precisión requerida. Alguien tenía que poder comprobar que todo iba bien. Ese alguien fue Emily Warren Roebling, la esposa de Washington.
Emily se convirtió así en la primera mujer ingeniera de campo de todos los tiempos. Su marido la educó en todas las materias necesarias para llevar a cabo la obra y, durante los siguientes 10 años, ella fue la responsable de que la obra siguiese adelante.
No sólo eso. En 1882, cuando las autoridades amenazaron con despojar a Washington del título de ingeniero jefe por su precaria salud, fue ella la que defendió su posición y demostró a los políticos que la pareja estaba capacitada para culminar la obra.
El triunfo de Emily tuvo su homenaje durante la inauguración del puente, en mayo de 1883. Emily y el presidente Chester Arthur fueron los primeros en cruzar el puente en carruaje. Y el congresista neoyorquino Abram Hewitt (que llegaría a ser alcalde de la ciudad poco después), le dedicó el puente en su discurso. Para Hewitt, el Puente del Río Este (su primer nombre oficial), era
un monumento eterno a la devoción y el sacrificio de una mujer, y a su capacidad para obtener esa educación superior de la que ha sido apartada durante demasiado tiempo.
El día de su apertura, más de 150.000 personas cruzaron en carro o a pie la estructura. Bajo las dos torres, se alquilaron enormes espacios para financiar su construcción. A bodegueros, aprovechando que las condiciones de las bóvedas subterráneas eran inmutables, lo que lo convertía en un entorno ideal para el vino.
Hoy, más de 120.000 vehículos lo cruzan cada día. Y, pese a la llegada de los rascacielos, que le robaron la estampa, y del Puente de Manhattan, que lo superó en longitud, la obra de la familia Roebling sigue siendo uno de los grandes iconos neoyorquinos.