“Si alguien mete media china más estamos jodidos”, “es mi club e invito a quien me da la gana”. Son un par de frases que escuchamos en el tráiler de Smoking Club, película de Alberto Utrera presentada en la pasada edición del Festival de Málaga que se estrena en España este fin de semana. Su antetítulo, “129 normas”, es bastante aclarativo: la película aprovecha un peliagudo escenario legal para dar rienda suelta a la comedia negra. Pero si precisamente ese laberinto normativo funciona para hacer comedia es porque estas asociaciones están, de facto, sumidas en una compleja laguna legal.
Desde que la ley antitabaco de 2011 sentó la jurisprudencia para la existencia de estos clubes han proliferado por todo el país espacios semiclandestinos donde la gente consume cannabis. Aunque no los encontrarás en abundancia en zonas como Cantabria o La Rioja, te será difícil pasear por los distritos más visitados de Barcelona y no toparte con algún promotor de un club que no te invite a pasar por su “smoking room”.
Pero al tiempo que ha aumentado su presencia, también lo han hecho los conflictos relacionados con estos locales. Navegar por las noticias de los principales medios sobre “clubs de fumadores” de los últimos años es toparse con redadas, cierres forzosos e incautaciones masivas. El caso más sonado fue el de la Operación Xátiva, una acción antidroga por la que la policía actuó en Valencia contra plantaciones de marihuana y lo que a los ojos de la justicia eran narcotraficantes, puros y duros.
¿Cómo demonios pueden coexistir ambas realidades? ¿La de la legalidad y la ilegalidad?
“Ese es el problema, que muchas de estas asociaciones no son lo que dicen ser. Han prostituido el concepto”. Habla con nosotros Paco Mascaraque, presidente de GALCE y uno de los rostros más visibles en España por la legalización de esta sustancia desde hace mucho tiempo, más de 20 años, concretamente, con lo que él ha visto la evolución de esta cuestión y también el nacimiento de estos clubes.
“Al hilo de que no se puede condenar por el consumo propio, algunos pioneros han aprovechado esta situación para hacer negocio”. Se refiere a la práctica de estos locales, ya que tú, como socio, técnicamente no compras droga, sino que retiras una mercancía que inicialmente era tuya, como miembro.
No tan rápido: ¿cómo funciona la compraventa de droga detrás de estos clubs?
Para los que no lo sepan, la cosa funciona básicamente así: el Estado español considera dos cosas. La primera, que el autoconsumo de cannabis en el ámbito privado es un derecho constitucional, cosa de la que los clubs se aprovechan ya que ellos son, a veces en serio y la mayoría de ellas en apariencia, los intermediarios que gestionan tus cultivos antes de que disfrutes de ellos en estos espacios privados. Como los centros no pueden constituirse como negocios, pasan a ser asociaciones culturales que no deberían mostrar ánimo de lucro.
Y lo segundo, el Estado defiende que los consumidores de la droga cannábica no son simples usuarios, sino adictos. Eso implica que esos clubs estén obligados a demostrar que los miembros son consumidores de marihuana experimentados. Que esos socios son fumadores que, de cualquier forma, ya lo eran antes de acceder al centro. Hay que hacer todo lo posible por evitar hacer apología de su consumo. También tienen prohibido, entre otras cosas:
Cultivar cantidades grandes de cannabis, aunque esté justificado como cultivo de cada uno de los socios. Si a uno de estos centros le intervienen un cultivo pueden enfrentarse muy fácilmente a una causa penal dependiendo en muchos casos de la pericia de los abogados. Además de, por supuesto, que les destruyan la producción que los socios previamente han pagado.
Transportar la droga hasta el club. Si pillan los narcóticos en la calle no tienen manera de apoyar que están llevándola a un local donde sí se permite su consumo. Por lo tanto, su producción y transporte es un vacío legal que se transforma en secretismo y magia (y ojo: esa falta de trazabilidad da pie a que los productores metan, si quieren, metales pesados y pesticidas en el producto).
Sacar la maría del local. Ni los encargados de la asociación ni sus miembros, aunque éstas tampoco tienen la obligación de vigilar que la gente deje dentro la mercancía.
Dejar que entre nadie que no sea consumidor habitual de marihuana. Con lo que cada club debe hacer unas entrevistas a sus miembros que van en un enorme rango de dureza y flexibilidad.
Y además deben justificar su actividad como algo más que el mero consumo. Algunos locales hacen conferencias sobre uso responsable, acciones reivindicativas, fomento de la sociabilidad entre los miembros o incluso conciertos. Todas estas condiciones causan ese imbricado sistema de reglas tanto administrativas como del propio local que evitan la apariencia de mercado, que se presentan como actividad social, aunque casi nadie opera así.
El panorama actual: unos clubs con poco de "dimensión social" y mucho de consumición
“Un gramo de marihuana se vende al precio de un gramo de oro, seis: ocho y hasta diez euros”, explica Mascaraque, “y claro, tanto movidos por la crisis como por interés comercial mucha gente se ha acercado a este territorio en el que antes estábamos sólo otro tipo de gente. Ese es el precio al que se vende, técnicamente se retira, la marihuana en estos locales, igual que en la calle. Pero si tú echas cuentas producir un gramo no cuesta eso, es mucho menos. Así que sí que hay plusvalía y ánimo de lucro. En resumen, son camellos reconvertidos”.
Mascaraque no está en contra de los clubs, sino de la hipocresía en la que se mueven y de las dificultades legales que promueve el sistema actual, tan poco garantista, que evita el bien último: una producción de marihuana que pase los controles del Estado.
“Además, si estudias las normas que impone la ley, es muy difícil que estas asociaciones se mantengan en el tiempo si no tienen detrás una estructura y unos recursos más propios de las mafias que de un auténtico club de amigos. Sólo sacar un kilo al mes de maría supone sacar dos lámparas de 600, un sistema continuo, más de 100 metros cuadrados… y en muchos casos estos locales no mueven un kilo al mes, mueven mucho más”.
Generadores de empleo (aunque por el momento no paguen el IVA)
En el lado de los acusados por Mascaraque estarían Emilio Napoli y Nicolas Rumolo, secretario y presidente respectivamente del club cannábico barcelonés Weed You. Ellos son tajantes: lo suyo es trabajo, algo que emplea a varias personas, tanto en el apartado administrativo como de producción y atención al público de su local. Aunque cumplen todas las normas para no entrar en problemas con la policía, no se esconden, ya que consideran que hacen un servicio de atención a los miembros de su club que, en su mayoría, lo único que quieren es fumarse un porro o dos después del trabajo antes e ir a casa.
La versión de Napoli es que “estamos pasando de una fase anterior de mercado negro a uno legal, así que los clubs encajan en ese punto intermedio de manera que tú ahora vas a estos centros y dejas que ellos cultiven tu abastecimiento”. El secretario dice que, como hay un vacío, los clubs se tienen que autorregular y eso también ha provocado que se abra la puerta a escenarios indeseables. “En mi experiencia como persona que frecuenta clubs, las intervenciones que ha llevado a cabo la policía al final son comprensibles, no son tan malas”.
Mascaraque también nos explicó cómo funcionaba esto. Los clubs a los que la policía investiga son sobre todo de dos tipos: los grandes, que de ninguna manera se pueden encubrir como asociaciones, y los más conflictivos. “Coches en doble fila, gente parada fumando fuera del local, grupos de personas que entran como lo hacen los turistas en un bar… a veces han causado problemas con los vecinos”, dice Mascaraque.
Aunque esa no es la experiencia del club de Rumolo y Napoli, que recuerdan las palabras de su casera: “nos dice que somos mejores inquilinos que ha tenido, los menos ruidosos, no como el bar anterior. Lo primero que hicimos al llegar aquí es enseñarle el club a los vecinos para que no se asustaran y supieran lo que hacemos, y alguno nos ha dicho que hemos mejorado la zona, ya que la gente ya no va a fumar a los parques a la vista de todos, sino que vienen a vuestro local”.
Las auténticas asociaciones de amigos también existen
En esencia, la forma más sencilla para saber si estamos ante un auténtico club o un negocio es acudir a la estructura de estos espacios. Los clubs no deberían ser propiedad de una única persona, ya que son los propios socios los que financian estos espacios, sino un lugar de cooperación. Parece claro que así es como funciona ANCLA, la asociación de la que Javier Maher es presidente y que se enorgullece de hablar del local como la organización cannábica más longeva de la comunidad de Madrid (y casi de España) desde que se fundó en 2011.
“Nosotros sólo producimos en base a los socios que tenemos”, dice, “y como no queremos tener más que 60 socios tenemos una enorme lista de espera, pero preferimos no hacernos más grandes. Además, cuando puede empezar un socio nuevo por la marcha de uno antiguo, lo normal es que le avisemos de que no podrá acceder a su cultivo hasta pasados tres meses, que es lo que tarda cada nuevo cultivo de marihuana en producirse”. Una práctica poco habitual, ya que la mayoría de salas hoy en activo suele trabajar con un exceso de stock.
ANCLA sólo abre las tardes de los lunes y los jueves, no como la mayoría de clubs de las zonas más visitadas que suelen tener un horario más equiparable al de un local comercial. Todos sus miembros tienen otros trabajos, incluido Maher, que trabaja para el Ayuntamiento de Leganés.
“Para todos los que estamos dentro es sólo un hobby”, dice, pero entiende el problema al que ha derivado la misma ley que a ellos les ampara. “El concepto de consumo compartido se ha dilatado tanto que se le están empezando a ver las costuras. Ningún grupo de 3.000 personas puede justificar que se han organizado entre ellos para cultivar porque no hay quien organice eso”.
Tanto Maher como Napoli entienden que el paradigma actual es otro ejemplo más de cómo la ley siempre va por detrás de la tolerancia social. “Si había una guerra de las autoridades contra el consumo de marihuana está claro que la han perdido hace mucho tiempo. No me extrañaría que en un par de años o tres esto fuese ya totalmente legal como está pasando en muchos sitios de Estados Unidos”, nos dice el presidente de ANCLA.
La experiencia de Mascaraque le hace ser más cauto: “estos gestos pro legalidad que no llevan a soluciones firmes les sirven en muchos casos a los políticos para ganar popularidad y hacerse la foto. Es curioso cómo lo que se debatía a nivel gubernamental ya hace veinte años sigue en el mismo atolladero legal ahora”. Todos están de acuerdo, eso sí, en que los clubs, tanto a nivel legal como de demanda ciudadana, no son la solución a largo plazo.
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