España inicia hoy su andadura mundialista sumergida en un océano de dudas. La fulminante destitución de Lopetegui, motivada por su atolondrado fichaje por el Real Madrid, ha provocado que el combinado nacional prepare el primer y crucial partido contra Portugal sin entrenador. Si es necesario o no llegados a este punto, tras dos años de trabajo constante y tras superar con éxito una fase de clasificación en absoluto sencilla, es otra cuestión. Pero España, hoy, es caos.
Lo que pueda surgir de su estadio caótico es otra cuestión. En su momento lo analizamos aquí: hay precedentes históricos de selecciones atormentadas por sus fantasmas y por los escándalos tanto para bien (Italia en 2006) como para mal (Francia en 2010). Es una incógnita lo que pueda dar de sí España, hasta ayer una de las tres claras favoritas para llegar a la final y alzar la Copa del Mundo. Los jugadores siguen siendo los mismos. Su historia reciente también.
Una historia que habla de victorias. Da igual que España se estampara en la fase de clasificación del Mundial de Brasil, o que terminara varada en la playa a causa de una mediocre Italia en la Eurocopa de Francia. El imaginario popular sigue indicando que España, durante la última década, es quizá la mejor selección del planeta (junto a Alemania). Algunos grandes nombres del ciclo 2008-2012 (Iniesta, Silva, Piqué, Ramos, Busquets) siguen siendo pilares capitales del actual.
Por lo que hay motivos para el optimismo. Pero también para la negatividad. Rusia quizá cuadre para siempre el sino histórico de la selección española: uno que se adhiere sin fisuras al ciclo de dominio mundial impuesto en el cambio de década o uno que resume aquellos cuatro maravillosos años a una mera excepción. A un periodo de prosperidad desacorde a la historia real de España. Una que habla de demasiada furia, muy poca fortuna y numerosas eliminaciones en cuartos.
A modo de anti-clímax, aquí va la historia del fracaso español en el Mundial. El que el actual combinado puede enterrar para siempre o recuperar de forma fatal.
Italia 34: las órdenes del Duce
Repensar la historia de los fracasos de España implica remontarse a los albores del Mundial. A Italia 1934, en concreto, cuando una notabilísima generación de futbolístas españoles logró colarse en los cuartos de final ante la anfitriona Italia. Aquel era el segundo Mundial que jamás se disputaba, el primero en territorio europeo, y España acudía con el crédito de Zamora en la portería (el mejor portero de su tiempo), el genial Lángara y brillantes jugadores como Gorostiza.
Paradojas del fútbol, el primer partido de España en los mundiales fue un éxito resonante: se barrió a Brasil por tres goles a uno, obteniendo el ticket a los cuartos de final. Y, en fin, allí esperaba la Italia de Benito Mussolini, cuyo Mundial el fascismo interpretaba en términos propagandísticos y no deportivos. Aquel partido nunca se jugó: en su lugar se libró una guerra. Once futbolistas (siete de España) terminarían en la enfermería a consecuencia, en gran parte, de la violencia italiana.
Italia tenía barra libre en un Mundial hipotecado por el poder coercitivo fascista, que siempre se sirvió del deporte para promover su ideología. Mussolini había dado instrucciones a sus jugadores en persona: "morir o matar". Fue matar: Zamora se fue a casa con dos costillas rotas e Italia empató con sucias artimañas un partido que se le escapaba. Al término del mismo la FIFA decidió dilucidar al semifinalista con un nuevo partido de desempate, que ganó Italia por un gol a cero.
En fin, las maniobras camorristas del Duce y la espada de Dámocles sobre el cuello de los árbitros devolvieron sus frutos: Italia sería campeona. España no volvería a un Mundial hasta 1950.
España 82: el fracaso previsible
Estertores de la furia de antaño, España había pasado sin pena ni gloria por más de tres décadas de mundiales. Lejísimos quedaba ya su último recuerdo más allá de la primera fase, en 1950, cuando Zarra anotó un gol a Inglaterra para pasmo del país y gozo de la propaganda franquista. Entre tanto, España había desperdiciando a su (segunda) mejor generación de futbolistas, la de los sesenta (Di Stéfano incluido, que no jugó en Chile por lesión), impotente en 1962, en 1966 y en 1970.
El tren había pasado. Y volvería a pasar de largo en Argentina 1978. El regreso de la selección a los mundiales no pudo tener un carácter más tragicómico: la célebre jugada de Cardeñosa frente al infinito de la portería brasileña, aquel balón que todas las leyes de la física empujaban hacia la red y que España se las apañó para enviar fuera, representaba el sino no fatal, sino irrelevante y lamentable de la España de los setenta. El equipo no era nadie. Si acaso un chiste.
La organización del Mundial debía borrar aquel aciago recuerdo. Pero la España del 82 se parecía más a la del 78 que a la del 86. El equipo logró empatar ante la debutante Honduras en el partido inaugural, ganó con formas sospechosas su partido ante Yugoslavia, y cosechó una impensable derrota ante la diminuta Irlanda del Norte. Pasó a la siguiente fase de milagro (treinta y dos años después) y, quizá, alentada por su carácter de anfitriona.
Nadie confiaba en mayores casualidades y la selección perdió con Alemania, empató con Inglaterra y se fue a casa con una evidente decepción en el paladar. Fue un ridículo doloroso, ante su propio público.
México 86: el origen del mito
Rebobinemos treinta años en el tiempo: España convoca a una pléyade de jóvenes futbolistas comandada por Emilio Butragueño, juega bien (aunque pierde con Brasil), hace historia ante Dinamarca y se cruza en cuartos de final ante la mejor Bélgica de siempre. En aquel partido la selección española merece más pero ambos equipos terminan jugando a la ruleta rusa en la tanda de penaltis. Bélgica tiene más puntería y se gana el pase a unas semifinales históricas ante Maradona.
Para España fue el inicio del mito, el origen de la supuesta maldición que atenazaría a la selección en adelante. Exceptuando contados fracasos previos, España siempre acudiría al matadero de los cuartos/octavos de final para salir escaldada, ya fuera por sus propias negligencias, por las arbitrales o por el don maravillante que siempre parecen tener los combinados históricos. México 1986 marcó a toda una generación por su carácter fundacional, por la fragua de una identidad emocional y nacional radicada en el fracaso.
España no escaparía de ella hasta mucho tiempo después.
Estados Unidos 94: la injusticia
Medió Italia 1990 entre unos cuartos de final y otros. Aquel campeonato, más allá de la vindicación testosterónica de Míchel, sirvió de poco. Estados Unidos debería haber sido una historia distinta: ausentado Míchel de la convocatoria, el resto del equipo se componía de la edad dorada del Real Madrid y de los retales maravillantes del Barcelona campeón de Europa. Era un buen equipo, quizá no el mejor de siempre, pero un equipo capaz de ofrecer ilusión.
Sucedió algo similar a lo que sucedería ocho años más tarde: el drama quedaría marcado por la decisión arbitral de no sancionar un clamoroso codazo de Tasotti a Luis Enrique, cuya camiseta sangrante, su expresión al borde del llanto, serviría hasta 2010 como resumen de la historia de España en los Mundiales. Un equipo brillante siempre atenazado, siempre golpeado en la lona, siempre representando el niño frente a los adultos que le roban la pelota en el recreo.
España no jugó mal. Sangró más de lo debido. Pero entre tanto, Baggio se convencía de que debía hacer historia. Y ante su elocuencia poco se podía decir.
Francia 98: la humillación
Breve alto en el camino para recordar el descenso a los infiernos de Francia 1998: tras una fase de clasificación estelar (invicta, pasando por encima de Yugoslavia), España acudía a Francia con ciertas esperanzas y un relativo favoritismo. En esta ocasión no hubo que esperar a los cuartos de final para certificar el carácter gaseoso de la selección: una espantosa actuación de Zubizarreta, un incomprensible desarrollo táctico de Clemente (cuatro centrales, Iván Campo incluido) y una extraordinaria Nigeria (Okocha in memoriam) sirvieron para reventar su Mundial.
Paraguay consumaría el horror con un empate insulso. España sumaba otra fatalidad más a su larga lista de infortunios ridículos y tragicómicos.
Corea 2002: el escándalo y la maldición
Quién sabe: quizá España podría o no podría haber eliminado a Brasil en las semifinales de aquel Mundial. Es una hipótesis peregrina. Lo cierto es que la eliminación frente a Corea del Sur una madrugada de julio sirvió para confirmar todas las sospechas del público español: la selección estaba maldita. Gafada. Condenada. De otro modo costaba explicar que pese a contar con una generación solvente y tras haber caminado por el Mundial sin mácula, España volviera a quedarse fuera.
No cuadró mal partido la selección. No lo había hecho durante toda la cita. Y sin embargo estaba noqueada por una Corea insustancial y por varias decisiones arbitrales que causaron un desmayo emocional entre casi todos los seleccionados. El caso de Corea representó un varapalo casi sin precedentes por el carácter extraordinario, extrafutbolístico, de la eliminación. Especialmente en un torneo al que España llegó con pocas expectativas y del que parecía extraer un futuro mejor.
Alemania 2006: el fatalismo
Tras décadas de tropiezos, España iniciaba su camino mundialista con una resonante victoria ante Ucrania. Una goloeada y una exhibición fubtolística, repleta de savia nueva y jugadores jóvenes, que alumbraba un tiempo esperanzador para la selección. Aquel paseo se matizó tras el difícil partido contra Túnez, fue irrelevante en el cierre clasificatorio contra Arabia Saudí y se tiñó de negro al término de la segunda parte contra Francia, en octavos de final. La maldición llegaría antes.
Sucedió que aquel combinado, diseñado por Luis Aragonés, era demasiado joven y estaba demasiado incompleto. España fue víctima de una generación saliente demasiado hipotecada a sus propias leyendas y de una generación entrante aún lejos de su punto óptimo de maduración, dos años después. La Francia finisecular de Zidane, en su último coletazo de gloria, se llevó por delante un inicio de Mundial único y una esperanza que, al término de otro fracaso, parecía inútil.
Que casi todos estábamos equivocados sólo lo descubrimos años más tarde. Pero aquel recuerdo amargo indicaba que España jamás sería capaz de escapar de su propio destino. Veremos si en Rusia los fantasmas del ayer reverberan de nuevo en nuestros oídos.
Imagen | Armando Branca/AP
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