Cuando las restricciones decayeron a finales de la pasada primavera y miles de españoles salieron a pasear a la calle, otros tantos contemplaron las imágenes atónitos: ¿qué hacían todos aquellos padres caminando aglomerados por las principales avenidas de las grandes ciudades? ¿Acaso no habían aprendido nada tras dos meses confinados? El escándalo, motivado en parte por efectos ópticos poco honestos, se repitió a principios del invierno, cuando el encendido de las luces navideñas reunió a miles de personas en Madrid, Málaga y otras urbes.
De nuevo, una parte de la opinión pública observó los acontecimientos alarmada. Había demasiada gente y algunos no llevaban mascarilla. Las imágenes sólo revelaban el grado de insensibilidad e irresponsabilidad de una mayoría de la población. Se repitió un mantra ya popularizado tras el fin del primer Estado de Alarma: "En dos semanas, todos confinados". Aquellos pequeños incendios de indignación popular pasaron pero se han repetido a cada aglomeración pública al aire libre que ha llegado a los medios. Y este fin de semana han llegado muchas.
El final del segundo Estado de Alarma y la caída del toque de queda estuvieron acompañados de reuniones multitudinarias en las principales plazas de país y de decenas y decenas de botellones indiscriminados. Los jóvenes aprovecharon la circunstancia para hacer aquello que no habían podido hacer desde el mes de noviembre: juntarse con sus amigos, comprar alcohol y disfrutar de la libertad al aire libre. La España adulta, mientras tanto, observaba los hechos dividida entre quienes aprobaban la vuelta a la normalidad y quienes veían en aquellas reuniones el símbolo de una corrupción moral insalvable que nos llevará de nuevo al desastre.
¿Hay motivo para tanto escándalo? Por un lado, cualquier aglomeración pública es poco menos que un tabú desde la pasada primavera. Sabemos que el coronavirus se contagia más allá donde hay más gente reunida, en especial si esa gente no lleva mascarillas o comparten una bebida. También sabemos que la situación sanitaria no es del todo buena: la IA se mantiene en niveles alarmantes (170) y la hospitalización (incluida la urgente) sigue siendo alta. Los fallecidos están bajando y el ritmo de vacunación de España es bueno, una vez los problemas de suministro se han solucionado. Pero la epidemia no ha acabado, mucho menos a nivel mundial.
En un tiempo de enormes sacrificios y miles de muertos por la epidemia, cualquier celebración en la vía pública corre el riesgo de frivolizar una situación aún hoy gravísima.
Pero hay otra forma de verlo. Los expertos llevan meses alertando sobre la "fatiga pandémica". El concepto habla sobre el cansancio que la cadena de restricciones impone sobre la población en su día a día. No sólo se debe a su prolongación en el tiempo, sino también al carácter arbitrario (mascarilla obligatoria para pasear por la montaña, no obligatoria en lugares cerrados como los bares o restaurantes) y contradictorio de muchas de ellas (la pasada semana dos tribunales de justicia autonómicos emitieron veredictos antagónicos sobre el toque de queda). La gente está cansada. La epidemia se ha cobrado un importante peaje psicológico. Necesita desahogo.
También sabemos que la capacidad de la población para cumplir con algunas medidas no es infinita. Cuanto más se prolonguen, cuanto menos pertinentes o urgentes resulten, más difícil será que se respeten. En este punto intermedio se encuentran las actividades al aire libre, no sin respaldo científico. Son múltiples los estudios que evidencian el limitado riesgo de contagio en exteriores. La conversación a corto plazo sobre las mascarillas, impulsada por los CDC europeos, rota en torno a su "desescalada". A no imponer su uso al aire libre, donde su efectividad es limitada, para reforzar su uso en interiores, donde son muy útiles.
Hace un mes, la principal asociación para la investigación de los aerosoles en Alemania (Gesellschaft für Aerosolforschung) remitía una carta abierta al gobierno en la que subrayaba la conveniencia de las actividades exteriores: "La transmisión del coronavirus se da en lugares cerrados casi sin excepción. La transmisión en exteriores es extremadamente rara y nunca conduce a brotes masivos como los que sí podemos observar en interiores". Similares opiniones han vertido otros epidemiólogos. Son escasos los contagios multitudinarios atribuibles a eventos masivos al aire libre. El riesgo no es cero (en especial si gritamos muy cerca de otras personas sin mascarilla, como sucedió este fin de semana) pero es menor.
Una válvula de escape. ¿Cuál vas a elegir?
Así las cosas y con la campaña de vacunación ya muy avanzada, tanto los gobiernos como las sociedades europeas y americanas afrontan dos presiones paralelas: por un lado, la obligatoriedad de mantener cierto grado de restricciones ante una epidemia que no ha remitido y que sigue causando repuntes hospitalarios preocupantes; por otro, la necesidad de atender a una parte de su sociedad cada vez más cansada y menos dispuesta a aceptar nuevas prohibiciones. De elaborar una estrategia del palo (limitaciones, medidas restrictivas) y la zanahoria (cierta permisividad, retomar el camino hacia la normalidad) hasta que llegue la inmunidad de grupo.
Y en ese escenario las actividades al aire libre parecen la mejor opción, en especial con el verano a la vuelta de la esquina. Lo hemos comprobado en los países que mejor han controlado la epidemia durante el último año. Todos ellos han relajado ya los controles en exteriores. Nueva Zelanda organizó a finales de abril un concierto para 50.000 personas. Muy pocas llevaban mascarilla, ninguna tuvo que acreditar haber pasado la enfermedad o estar vacunado (Nueva Zelanda va muy atrás en su campaña, en parte por su estrategia de supresión del virus). Fue el evento más multitudinario tras el inicio de la epidemia, pero antes se organizaron otros con hasta 23.000 espectadores.
Qué decir de China. Los telediarios han repetido mes a mes cualquier gran acto organizado muy especialmente en Wuhan. Hace una semana más de 11.000 personas se dieron cita en un festival de música, también mayoritariamente sin mascarillas y sin guardar distancia de seguridad alguna. En octubre, mucho antes de que la primera vacuna estuviera disponible, más de 4.000 conciertos se celebraron en China durante la semana de festividades nacionales. Australia permite reuniones al aire libres espontáneas de hasta 200 personas. Para aglomeraciones superiores a las 5.000 o a las 10.000 exige planes de seguridad y protocolos estrictos.
Todos estos países parten de una ventaja: su estrategia contra el coronavirus ha sido exitosa. Han reducido los casos a la mínima expresión, hasta el punto de poder trazar cada brote y aliviar las restricciones al máximo (excepto cuando se dan nuevos casos y la maquinaria restrictiva se activa de nuevo). Europa jamás ha podido seguir su camino, por un motivo u otro. Pero el avance en la vacunación y el consecuente desplome de la mortandad le ha abierto un camino a las puertas del verano. Todos los gobiernos barajan hoy planes de desescalada, ya sean graduales, como Francia, o abruptos y un tanto imprevistos, como España.
Y todos están poniendo el acento en las actividades al aire libre. Los primeros restaurantes y bares que abrirán en Francia al 19 de mayo lo harán al aire libre, según ha explicado el ministro de Sanidad. Bélgica ha ido un par de pasos más allá. El gobierno flamenco, liderado por el nacionalista Jan Jambon, lleva varios días presentando en público su "Plan de la Libertad" ("Plan van de Vrijheid", traducción aproximada) por el cual se priorizarán todos los eventos exteriores hasta el final del verano. En junio se procedería a la apertura de la restauración sin apenas restricciones; en julio se permitirían los conciertos de hasta 5.000 personas al aire libre; en agosto se habilitaría la asistencia a los partidos de fútbol hasta las 10.000 personas.
La estrategia compagina permisividad en exteriores y en interiores, pero siempre es más generosa al aire libre (generando un incentivo para priorizar ese tipo de eventos). El gobierno nacional belga no parece del todo descontento con la idea. Su ministro de Sanidad se ha mostrado cauto sobre los planes flamencos pero el primer ministro, Alexander De Croo, ha sido explícito sobre el apoyo de su ejecutivo a los macrofestivales de música que solían celebrarse en Bélgica a cada verano. Dos acaparan las miradas, Pukkelpop y Tomorrowland. Ambos podrían organizarse en agosto controlando por un pasaporte de vacunación. En Bruselas, mientras tanto, las iglesias ya pueden celebrar misas en el exterior.
Naturalmente, ningún país es ajeno a las mismas tensiones que atraviesan hoy la conversación pública española. Algunos expertos han sido muy críticos con los planes del gobierno flamenco, al que interpretan como demasiado ambicioso. Es imposible saber cuál será la situación en agosto. Dependerá de la presión hospitalaria y del ritmo de vacunación. Pero el debate ya se ha movido hacia la desescalada. También en Reino Unido, donde el gobierno va a permitir que 21.000 personas asistan a la final de la FA Cup en dos semanas. También está experimentando con conciertos al aire libre para conocer su impacto en materia de contagios. Es probable que los británicos sí disfruten de festivales a partir de junio.
No es que España sea ajena. Las discotecas aspiran a recuperar casi un año de pérdidas y cierres durante la temporada estival, aunque las regulaciones (purificadores, códigos QR, certificado verde digital) se lo van a poner difícil. También una de las pocas medidas que los ayuntamientos y gobiernos autonómicos tienen en su mano (cerrar o restringir los horarios de la hostelería). En Galicia, por ejemplo, Feijóo se ha mostrado abierto a la celebración de conciertos durante el verano. Con varias condiciones: que sean al aire libre, que se den en recintos grandes y que el público esté sentado y mantenga la distancia de seguridad. En Tarragona los bares están pidiendo al ayuntamiento trasladar sus actividades a chiringuitos abandonados y a recintos exteriores.
Si por un lado se acepta la necesidad imperiosa de abrir y suavizar las restricciones, ya sea porque la vacunación haya avanzado, porque la economía necesita reactivarse o porque la gente no puede más, hay que elegir dónde se canaliza el ocio y la actividad pública (incluyendo, mal que nos peses, sí, beber alcohol y pasarlo bien). ¿Es preferible que los jóvenes dejen de hacer botellón al aire libre para entrar en los bares y discotecas, como ha planteado Ciudadanos en la Comunidad de Madrid? Es sin duda una idea defendible desde lo económico y desde una conservadora visión del orden público. Pero quizá no sea lo más recomendable a nivel sanitario.
El botellón así operaría como símbolo de un verano al aire libre. Como el mal menor de un ocio que debe dirigirse hacia algún lado. Mejor un openair que una discoteca cerrada. Mejor un festival en un parque que un concierto en una sala. Mejor llenar las terrazas, aunque mucha gente distinta se aglutine, que comer y cenar en los interiores. Por supuesto, otra forma de verlo es la siguiente: mejor que nada de lo descrito más arriba suceda y que la policía disuelva los botellones informales de los jóvenes. Es decir, mejor reprimir el ocio. La cuestión es si es una posibilidad realista.
Imagen: Adrià Salido
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